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El éxodo del Islam en China

Por Témoris Grecko/ Kashgar, Xinjiang, China / publicado en Esquire de mayo de 2009 El balcón del salón de te Ostangboyi es el mejor sitio para observar la vida cotidiana del casco histórico de Kashgar. Esta milenaria ciudad de la … Continue reading

Filipinas. El dolor de un país fragmentado

Por Témoris Grecko / Zamboanga, Mindanao, Filipinas (publicado en Esquire en Junio de 2012)

“Ibrahim, ¿ustedes me han secuestrado?”, dije en castellano, con pausada claridad para tratar de hacerme entender por mi interlocutor, un adolescente de aspecto africano y algo más de metro y medio de estatura. Me miró con temor y –lo sentí profundo— vergüenza. En sus manos sostenía un viejo fusil Kalashnikov. Él tenía que saber cuál era mi situación porque, a fin de cuentas, era quien estaba encargado de retenerme dentro de esa choza de madera.

De las cercanías, nos llegaban sonidos de gente que discutía a gritos, de movimientos bruscos, algunos golpes secos. “Jendeh ta sabe”, lamentó el muchacho, “iyo hay pregunta mi profesor”. “No sé”, quería decir en su dialecto chavacano, “yo preguntaré a mi profesor”.

No me resolvió la duda pero tampoco me sorprendió. El hecho de hallarme detenido por militantes islamistas armados en una aldea de la isla filipina de Mindanao (centro de una guerra de resistencia musulmana que se ha extendido por casi 500 años y que en las últimas décadas ha ganado fama por los actos terroristas y la toma de rehenes extranjeros) parecería suficiente para declararme víctima de rapto.

Pese a los signos ominosos, yo debía seguir confiando en Ibrahim y Hadji Gonzales Alonto, su maestro. Necesitaba tenerlos de mi lado. Habíamos hablado por horas antes de que las cosas se tornaran súbitamente inestables. Dos hombres llamaron al anciano desde fuera de la pequeña cabaña, él se levantó de un golpe, le dio órdenes al muchacho, en un chavacano veloz que no me permitió comprender, y salió. Lo quise seguir pero el joven se interpuso, mostrando nerviosismo pero también el cañón de su arma. Pensé que no se atrevería a disparar, que lo podría vencer sin dificultad tan solo utilizando mi mayor peso. Pero alguien saldría herido, y no deseaba lastimarlo ni, por supuesto, salir herido yo mismo en una situación tan confusa. El conflicto de voces alteradas que se escuchaba afuera, además, crecía en intensidad y número de personas, lo que hacía poco atractivo salir a encontrarme con él sin saber qué pasaba.

Estaba atrapado. No me habían permitido ver el camino que transitamos para llegar allí. Tenía claro que la figura de un occidental no podría pasar desapercibida, y que para algunas personas, un extraño como yo resultaría sospechoso o, peor todavía, un objetivo. Debería tratar de llegar a la vecina ciudad portuaria de Zamboanga, pero aún allí sería vulnerable, la policía me había dejado claro que no estaba a gusto con mi presencia y no tenía manera de marcharme de allí: no había asientos en los vuelos de los días inmediatos, me impedían tomar un barco y por tierra, como había llegado, quedaría muy expuesto, en vista de que mi presencia ya era conocida.

Parecía muy James Bond, pero yo no tendría pistolas, microaviones ni supermodelos vestidas de espías para amarme. Mi única opción era confiar. Desear que hubiera una explicación razonable para todo esto. Y que lo que estaba ocurriendo detrás de las frágiles tablas de la choza, fuera lo que fuese, se resolviera bien y pronto. Ya se sabe, a la hora de pedir, hacemos listas largas.

TRES NÚCLEOS DE IDENTIDAD

Escogí entrar en la isla de Mindanao por la ciudad de Cagayán de Oro porque parecía una de las más seguras. Sería una buena base para empezar a aproximarme a las zonas calientes, ubicarme en el terreno y buscar contactos. Era indispensable actuar con precaución: los movimientos islamistas de esta zona están entre los más vilipendiados y menos entendidos del mundo, y sin duda hay buenas razones para temerlos.

También para conocerlos, pensaba, porque las pocas noticias que trascienden al mundo sobre ellos se limitan a enlistar barbaridades (bombazos, secuestros, decapitaciones a sangre fría) cometidas por fanáticos irracionales en territorios remotos y aislados, sin que nos expliquen por qué suceden estas cosas. ¿Es simple sed de sangre? ¿O existen algunas causas legítimas que no han sido resueltas?

A través de personas de organismos internacionales con operaciones en la región, había logrado averiguar que entre ellos existían facciones moderadas y había establecido contacto con uno de sus miembros, a quien esperaba convertir en mi guía para entrar en ese mundo y conocer su visión de las cosas de manera directa. Quería ir a los puntos de conflicto y ver directamente cómo vive la gente allí, cuáles son los agravios, sus razones. Estaba seguro que había aspectos de la historia que no nos han llegado y que era importante considerar antes de seguir enjuiciando sumariamente a los rebeldes de Mindanao.

El vuelo desde Manila (capital de Filipinas) fue uno de ésos en los que coincide que uno tiene un asiento de ventanilla, la atmósfera es luminosa y clara, y los accidentes geográficos componen un cuadro especialmente impactante: sólo vi unas cuantas de las 7 mil islas del archipiélago filipino, pero pueden haber sido unas 200. En todas las formas: alargadas, rectangulares, con apariencia de trapecio y de isósceles, y con algunas figuras menos técnicas como un corazón. También, muchas de las más comunes en la imaginación popular: perfectamente redondas, con un brillante marco de playas de arena blanca rodeado por círculos concéntricos de aguas en tonalidades claras, verdeazuladas y oscuras, y un tupido centro de palmeras.

Era una lección maravillosamente ilustrada sobre estética y naturaleza. Y a la vez, de geografía política: ¿qué puede unir a un país tan fragmentado por las fuerzas de la Tierra? Ese salto aéreo de Manila a Cagayán de Oro me llevó sobre los tres núcleos de identidad de Filipinas: Luzón, la gran isla cristiana del norte, donde está la capital; las visayas, un heterogéneo conjunto de islas en el que Cebú, desde el aire, no destaca por su tamaño, pero que del que es su principal polo económico; y al sur, la enorme y musulmana Mindanao.

Esta división ya es suficiente para generar rivalidades, como la de los cebuanos, que sienten que por su centralidad e historia merecerían ostentar la capitalidad nacional. El problema es bastante más complejo, sin embargo, porque dentro de cada una de estas regiones hay una enorme diversidad: casi cada isla tiene caracteres particulares que la hacen diferente. En muchas de ellas, los habitantes resienten que las sedes del poder estén en otras costas. Esto ha provocado que la fragmentación geográfica se acentúe a nivel administrativo, hasta niveles sorprendentes: en este territorio de apenas 300 mil kilómetros cuadrados (como tres cuartas partes de Paraguay) hay 17 regiones, 80 provincias, 138 ciudades, 1,496 municipalidades y 42,025 barangays (la forma de gobierno más pequeña, con autoridades electas por voto popular).

Esto produce confusión. Una península de Mindanao, llamada Zamboanga a partir de la ciudad de ese nombre, de sólo 17 mil kilómetros cuadrados, se divide en cuatro provincias… a primera vista. Entre ellas, Zamboanga del Norte, Zamboanga del sur y Zamboanga Sibugay. Pero hay una más.

La página zamboanga.com nos advierte desde los primeros párrafos:

“Es independiente de cualquier provincia. La Ciudad de Zamboanga no es parte de Zamboanga del Sur, como la enlista equivocadamente el Departamento de Interior. Y no es sólo Interior quien comete este error. Las siguientes oficinas también: NSCB, COMELEC, PIA (Agencia de Información Filipina), ¡incluso la oficina del presidente de Filipinas!”

La vida en esta nación parece simple en la superficie, pero pocas cosas lo son. La historia, por ejemplo, se enseña utilizando una fecha clave como consumación de todo un proceso. Por eso aprendemos que los españoles conquistaron Filipinas el 27 de abril de 1565, cuando derrotaron a varios datus (jefes tribales) de la isla de Cebú y se asentaron allí.

Eso fue tan solo, en realidad, la creación de un establecimiento militar y comercial. Al que siguieron otros, casi siempre en las costas, desde los que por siglos sólo pudieron controlar porciones del territorio, mientras que numerosos pueblos conservaban sus independencia e identidad. Para muchos ciudadanos de Mindanao, descubriría, la pertenencia a Filipinas es una imposición que todavía resisten.

LA CIUDAD LATINA

Llegué a Cagayán de Oro. Muy tranquilo. La gente era amable con los extranjeros, no se sentían tensiones. Para preparar el siguiente paso, fui a la terminal de autobuses que sirve los destinos al oeste y sur. El único problema parecía ser logístico: no había oficinas de compañías, ni taquillas de boletos, ni tableros con horarios… tampoco encontraba a nadie que hablara inglés.

Estaba acercándome, sin embargo, a la zona de habla chavacana. “Buses to Zamboanga?”, inquirí a un chico. “¡Ése! ¡Avante!” “What time’s the departure?” “A la una”.

Iba a la ciudad de Zamboanga por dos motivos: el primero es que se encuentra geográficamente en el centro de la zona más conflictiva, cuyo eje empieza por el este en la región de Cotabato, pasa por Zamboanga y se extiende al oeste por una banda de pequeñas islas llamado el archipiélago de Sulu, que casi llega hasta Malasia. La mayoría de los despachos noticiosos sobre la violencia en el área están firmados desde Zamboanga, porque es la mayor urbe regional.

El segundo atractivo es que sus autoridades la denominan “La Ciudad Latina de Asia”, y se precia de tener un dialecto propio, el chavacano zamboangueño, derivado del español mexicano. Imaginé que el título se justificaría en actitudes, gastronomía y otros elementos que fueran familiares para mí y me facilitaran las cosas. Probablemente, quise pensar, les caería en gracia mi nacionalidad y eso me daría un mejor acceso a las personas que me interesaba conocer.

En el autobús, sin embargo, aunque la gente era amable (fueron 13 horas de viaje en las que tuve unos cinco compañeros de asiento), lo de ser mexicano no pareció sonarles a nada. Era un extranjero, simple pero no común, porque viajaba a lo largo de la península de Zamboanga y estaba solo (no podía mencionar a mi contacto en la ciudad), lo cual, más que extraño, les parecía preocupante. “El solo hecho de que vayas en este autobús ya es peligroso”, me dijo un vendedor de una compañía piramidal de productos naturistas, que insistía en darme la oportunidad de convertirme en “pequeño gran hombre de negocios”. “Lo de menos es un secuestro”, comentó al hacer una pausa en su esfuerzo filantrópico. “Pueden balacear el vehículo o hacerlo estallar”.

La realidad de la violencia de esta parte de Filipinas empezó a aclararse para mí al hablar con los otros viajeros. Hay terrorismo islamista, en efecto. Pero es sólo una parte del problema: también operan sanguinarios grupos criminales. La compañía Rural Transit Mindanao Inc., en uno de cuyos autobuses viajábamos, estaba siendo objeto de una campaña de extorsiones por la famosa banda Al Khobar, en la que el método más persuasivo era poner bombas en sus vehículos. Sólo en 2012, ya habían volado uno en enero y otro el 11 de abril. El 22 de abril, tres días antes de que yo saliera de Cagayán de Oro, el ejército aseguró haber impedido un nuevo atentado en la vecina Cotabato del Norte.

En el camino, paramos en la ciudad de Ipil, en Zamboanga Sibugay, donde el australiano Warren Rodwell fue abducido en su casa en diciembre, y por quien se pedían 2 millones de dólares (en un video difundido el 8 de mayo, un Rodwell con un ojo amoratado ruega a su gobierno que entregue el dinero). Es un rapto que se achaca también a los delincuentes, como otros con víctimas extranjeras en los años recientes, tanto en ataques en tierra como de piratas en altamar. A veces, el objetivo era venderlos a los terroristas, que pueden pedir dinero o concesiones políticas, como la liberación de militantes. En general, sin embargo, el objetivo es hacer el negocio directo. La situación de los secuestrados es algo difícil de determinar en la región y ni siquiera pude conseguir cifras actualizadas de cuántos hay.

Las luchas entre clanes son otro problema añejo: en amplias zonas de Mindanao, donde las estructuras gubernamentales son débiles, el poder está concentrado en estas redes familiares extendidas, que compiten entre sí o que están enfrentadas por antiguas ofensas.

El caso más escandaloso, e inquietantemente ocurrido poco tiempo atrás, el 23 de noviembre de 2009, es del de la llamada Masacre de Maguindanao, un suceso en el que murieron muchos más periodistas que en cualquier otro evento en la historia mundial. El político Esmael Mangudadato había osado presentar su candidatura a gobernador de la provincia de Maguindanao, a pesar de que el gobernador, Andal Ampatuan Senior, había decidido que lo sucediera su hijo, Andal Ampatuan Junior, ambos del clan Ampatuan, que controla la zona desde 2001.

Para registrarse ante la Comisión de Eleccciones, Mangudadato creyó que hacerse acompañar de periodistas le daría protección. Los seis vehículos del convoy en el que viajaba su esposa (mas no él), y otros dos coches de gente sin relación, fueron detenidos en la carretera y secuestrados por un centenar de hombres con armas. Mangudadato, quien se encontraba en otro lugar, asegura que su mujer le logró enviar un mensaje telefónico en el que decía que el propio Ampatuan Junior estaba al frente de los atacantes y que la había abofeteado.

 

Los 57 integrantes del grupo fueron secuestrados. Y después, asesinados a sangre fría. Incluidos 37 periodistas. Cinco de las mujeres, de las que cuatro eran reporteras, fueron violadas. Y la totalidad de las féminas recibieron disparos en los órganos genitales y fueron degolladas, entre ellas la hermana más joven de Mangudadato y su tía, ambas embarazadas. (Mangudadato ganó las elecciones, mientras que el juicio contra los Ampatuan Senior y Junior, que están en prisión, y 195 miembros de su clan, en libertad, se desarrolla en Manila.)

 

El hombre de la pirámide naturista persistía en su esfuerzo de hacerme rico. Yo miraba por la ventana, ya entrada la noche, pensando en la ratonera en la que me había metido pocas horas antes al recorrer el borde de la bahía que, al estrecharse, da límite a la península. Iba a llegar a Zamboanga a las dos de la mañana del jueves. Mi contacto no respondía a mis llamadas. Me imaginé en una sucia terminal a cielo abierto, solo en la oscuridad. Y me molesté por no haberme tomado el tiempo necesario para hacer las cosas con calma, prepararlo todo con precisión y tener más de una persona en quien confiar. Había querido hacerlo rápido y ahora, quedaría expuesto. En mi libreta, hice un apunte para los alumnos de mi taller de periodismo independiente: “¡No sean idiotas como yo!”

 

400 AÑOS DE RESISTENCIA

 

“A falta de sentido común, buena estrella”, me consolaba al caminar por las calles de Zamboanga, al día siguiente, viernes. No veía por ningún lado lo de “Ciudad Latina de Asia”, aparte de los muchos letreros en castellano, sin duda, y los apellidos familiares. Pero la población se divide entre cristianos y musulmanes, no hay noción de lo que es la música salsa (como era viernes, y después de meses de no bailar, abrigaba la pecaminosa e ingenua idea de hallar un club para sacarles punta a las botas) y la comida es más bien de tipo malayo (aunque con nombres como “pollo en adobo” para un ave en salsa de soya).

 

Parecía tranquila, sin embargo. La parada de autobuses era tan fea como la había imaginado, a pesar de lo cual de inmediato fui abordado por choferes de traysikol (unas motocicletas de tres ruedas, con un asiento lateral cubierto por una estructura metálica, muy coloridas, que funcionan como taxis) y escogí uno con el que pude hallar una habitación en el segundo hotel que visitamos, a pesar de la hora. La gente era amable, el tráfico (compuesto en 80% por traysikols) era domeñable para alguien bravo y la ciudad estaba junto al mar.

 

Zamboanga, fundada en el siglo XII y con 800 mil habitantes, tiene una posición estratégica relevante en esa región: está en el extremo de la península, que se adentra como un dedo en una importante ruta marítima comercial. Por eso, los españoles se asentaron aquí en 1569, poco después de establecerse en Cebú.

 

Entonces fundaron el fuerte militar del Pilar, que hoy es el único atractivo turístico local y cuya historia resume la de la región: los holandeses lo atacaron en 1646; fue abandonado en 1663; reconstruido en 1666; de nuevo en 1719; capturado por 3 mil moros (filipinos musulmanes) en 1720; cañoneado por los británicos en 1798; abandonado por los españoles en 1898; ocupado por los estadounidenses en 1899; tomado por los japoneses en 1942; y reclamado por Filipinas en 1946.

 

La supervivencia del castellano aquí se debe a que la presencia de los españoles –entre ellos muchos soldados y curas mexicanos— fue mayor y más larga aquí que en otras zonas de Filipinas. Pero nos resulta difícil entender el chavacano porque, en realidad, la base gramatical del dialecto es la lengua malaya, a la que le incorporaron palabras de español, inglés e idiomas locales, lo que es un reflejo de la complejidad cultural de Mindanao.

 

Esta región siempre ha sido distinta de las Visayas y Luzón. Más cercana a Malasia, el proceso de conversión de los habitantes al islam empezó 300 años antes que llegara el cristianismo, y de una forma distinta: los españoles arribaron con su gente a imponer su fe con la espada, y cuando fueron derrotados, muchos de ellos se marcharon. Da la impresión de que, como ocurre con el chavacano, el catolicismo en Mindanano está pegado como una capa de símbolos y rituales que apenas logra penetrar y darle forma al material espiritulal originario, que es de carácter animista.

 

Además de la ventaja temporal, los musulmanes tuvieron otra, que es haber entrado como misioneros que poco a poco fueron adaptando las costumbres locales. Esto convirtió al islam en una fe asumida como propia por los lugareños y le dio una enorme capacidad de resistencia.

 

En Mindanao, los españoles sólo estaban seguros en sus plazas fuertes, Zamboanga y Cagayán de Oro, y a veces ni siquiera allí. Como extensión de la península, hay una hilera de islas pertenecientes a Filipinas que se llama el archipiélago de Sulu, y que parece formar un puente punteado que llega hasta al reino musulmán de Malasia, en la isla de Borneo.

 

En Mindanao y las Sulu fueron creados varios estados islámicos. La lucha de España contra ellos (y sus frecuentes incursiones militares y piratas) duró 300 años, con varias dolorosas derrotas para los peninsulares, hasta que Madrid logró tomar Jolo, capital del sultanato de Sulu, en 1876.

 

Poco les duraría el gusto. En el resto de Filipinas, diversos grupos independentistas combatían a España y casi habían logrado vencerla en 1898, cuando Madrid enfrentó y perdió otra guerra, esta vez con Estados Unidos. Así tuvo que cederle a Washington las islas de Puerto Rico, Cuba y Filipinas, incluidas Mindanao y las Sulu.

 

Los revolucionarios filipinos resistieron la ocupación estadounidense hasta su derrota, en 1902. En Mindanao, la llamada “rebelión mora”, que en realidad fue una guerra de resistencia al invasor, mantuvo a las tropas estadounidenses ocupadas hasta 1913, encabezadas por el general John J. Pershing (quien saldría de allí al estado de Chihuahua, en el norte de México, a perseguir infructuosamente a Pancho Villa y sus tropas en 1914-15, y después a encabezar el ejército expedicionario de su país en Europa en la primera guerra mundial, en 1917-18).

 

BUEN CLIMA MALO

 

La clave de la resistencia musulmana, o mora, es Jolo, en la isla de Sulu, antigua capital del sultanato y bastión principal del Frente Moro de Liberación Nacional (FMLN, uno de los dos principales grupos rebeldes, que sigue armado pero está casi en paz desde 1996, dados sus diálogos con el gobierno). Era viernes, mi hombre en Zamboanga no respondía a mis llamadas, y pensé que podría verlo al regresar allí. Él me había contactado con un dirigente en Jolo y quise viajar de inmediato, el sábado, ya que no quería quedarme demasiado tiempo en un solo lugar y hacer notar mi presencia.

 

En el puerto, todo el mundo me miró. Las oficinas de las compañías navieras grandes, que van a Cebú, Manila y otros sitios, están en una calle principal. Si hay algún extranjero, no pasa de allí. Para ir a las islas Sulu, sin embargo, hace falta tomar pequeños barcos, con cuyos representantes hay que hablar casi directamente en el muelle, en los minúsculos y desvencijados cuartuchos de madera en los que despachan, al lado del estacionamiento.

 

La página web del gobierno provincial de Sulu mencionaba unos botes rápidos que tardaban tres horas en llegar. Los encargados me decían que no existían, que el más veloz tardaría tres veces más. Entre risas, preguntaban cuántos meses me quería quedar de huésped forzado de los moros. Alguien sugirió: “¿Por qué no tomas el bote ‘Bounty’?” Costaba trabajo creerlo: efectivamente, a alguien se le había ocurrido ponerle a su navío “Bounty”, o “Recompensa”, en aguas donde los secuestros piratas de personas y barcos son cosa normal.

 

Empezaba a desanimarme. Mi prisa, mi deseo de moverme rápido, se debía a la idea de que la ventaja táctica del ratón sobre el elefante (el ratón es el periodista independiente y el elefante, los grandes medios, las instituciones oficiales o las organizaciones peligrosas) es su pequeñez y velocidad, y en el pasado, estas mismas habilidades me han permitido entrar y salir de circunstancias difíciles sin apenas ser notado. Aquí ya me había visto cada extraño personaje de muelle, sin embargo. Aunque no podrían tocarme en ese momento, nada impediría que averiguaran el bote, hora de partida y destino que habría de tener.

 

Dos amables policías filipinos me terminaron de convencer. “¿A dónde desea viajar, señor? Muéstrenos su pasaporte, por favor. Nos han informado que a Jolo. No será posible, el clima está muy malo”. Era mediodía y el sol brillaba. Les mostré una impresión de la web del gobierno provincial de Sulu, donde se promueve el turismo y se dan detalles de hoteles y restaurantes. Los agentes comentaron algo entre sí en tagalog, con expresión de sorpresa y algunas risas. “El clima está muy malo. No se recomienda ir a Jolo. Le recomendamos ir a Boracay”.

 

Un gran centro turístico de playa… al otro lado del país. Mi contacto no me respondía, caras nuevas en el puerto me miraban sospechosamente, en general todo me estaba saliendo mal… mi buena estrella parecía brillar en otros cielos. Empecé a resignarme. La prudencia exigía abortar la misión. Pronto, porque me sentía muy observado. Ratón al descubierto. Elefante preparándose.

 

DESCRÉDITO AJENO

 

En Filipinas, los boletos de las aerolíneas locales se pueden vender en cualquier cajón de zapatos y hallé uno en un concurrido centro comercial, después de jugar a hacer movimientos raros que me ayudaran a perder a quien me estuviera siguiendo… aunque probablemente sólo era mi propia paranoia. Encantadoras, las chicas me informaron que sólo había asientos disponibles a partir del lunes, tres días después. Compré uno. Tendría que pasar el fin de semana en la llamada Ciudad Latina de Asia, escondiéndome como en una ratonera de Ciudad de México o Caracas.

 

Al salir, en la pantalla de mi teléfono brilló el nombre de mi extraviado contacto. ¿Por fin? Pues no. Tenía problemas y se marchaba de Zamboanga. Pero me informó que un maestro Hadji Gonzales Alonto tenía interés en hablar conmigo. Lo describió como un clérigo musulmán del Frente Moro Islámico de Liberación (FMIL), “conocedor profundo de la problemática del pueblo moro”, “muy respetado por patriotas y religiosos por igual”. Podría visitarlo en su aldea, no muy lejos de la ciudad, muy temprano por la mañana. Con el detalle de que debería seguir algunas indicaciones de seguridad. Lo cual me pareció conveniente.

 

A las cinco de la mañana del sábado, un enviado del Maestro esperaba en la oscuridad, en un vehículo fuera de mi hotel. Me hizo subir, echó la marcha y salió raudo por callejuelas, hasta detenerse en una solitaria. Ahí revisó que yo vistiera la ropa que me habían indicado y me ofreció otras prendas, como complemento.

 

Nada tipo James Bond. No era un agente de dos metros de altura, sino un adolescente muy pequeño, que apenas superaba los 150 centímetros, y no venía en una limousine blindada: era un vetusto traysikol. Mi indumentaria no estaba muy lejos de la elegancia de la del 007: sandalias, jeans y camiseta blanca, que el joven Ibrahim, como se presentó, me hizo cubrir con una camisa de manga larga, vieja y con hoyos. Y me dio una gastada gorra de beisbolista de los Dodgers de Los Ángeles. “¿No tienes una de los Yankees?”, casi me arrepentí al preguntar. Pero soltó una agradable risa que me hizo sentir confianza.

 

Tenía que acurrucarme en el asiento cubierto del tricitaxi y mirar al suelo, “para que no vean que eres extranjero”, explicó en una divertida mezcla de chavacano e inglés. Así también me prevenía de ver el camino. Él me tranquilizaba con una charla ininterrumpida, que me parecía amena a pesar de que entendía muy poco, y de que debía guardar silencio para no llamar la atención.

 

EL FMIL, del que es miembro Gonzales Alonto, es una organización escindida del Frente Moro de Liberación Nacional (FMLN), el primer grupo de la resistencia mora moderna, heredero de una tradición de lucha de 400 años. Surgió en 1969 como respuesta a una infamia: el viejo dictador de Filipinas, Ferdinando Marcos (famoso en el mundo por la colección de zapatos de su esposa, Imelda), planeaba apoderarse de Sabah, la región de Malasia más cercana al archipiélago de las islas Sulu. Para lograrlo, planeó introducir una guerrilla separatista formada por jóvenes musulmanes de las Sulu, étnicamente cercanos a algunas tribus de Sabah, a quienes engatusó con engaños: les prometió que ingresarían en una unidad de élite del ejército filipino y que ganarían buenos sueldos.

 

En diciembre de 1967, una vez en su campo de entrenamiento en la isla del Corregidor, en Luzón, los muchachos se dieron cuenta de que los entrenaban para ir a matar a otros musulmanes, y que podrían incluso acabar atacando a sus parientes. Se inconformaron y exigieron ser devueltos a sus casas, por lo cual, los 68 reclutas fueron ejecutados.

 

Esto volvió a encender el ánimo de la resistencia de la población mora en Mindanao y las Sulu, y se formó el FMLN con un nombre poco islámico: su influencia fueron los movimientos de liberación nacional de la época. En su lucha contra el grupo armado, el ejército tomó y quemó Jolo en 1974, atizando el odio de los musulmanes.

 

El diálogo de paz con el gobierno, iniciado en 1976, y el relativo secularismo del FMLN, dieron lugar al surgimiento del disidente FMIL que continuó la ofensiva militar bajo el objetivo de “reconquistar la libertad y la autodeterminación del pueblo moro” y crear un “estado islámico independiente” en Mindanao, pese a lo cual también entró en negociaciones con Manila desde 1997.

 

Gracias a estas pláticas con el FMLN, en un principio, y después con el FMIL, se estableció la Región Autónoma del Mindanao Musulmán en provincias y ciudades que optaron por incorporarse a ella mediante referendos. Diferencias sobre las facultades del gobierno regional, sin embargo, y sobre todo sentencias judiciales que han invalidado la adición de algunas zonas, han provocado importantes roces que afectan el proceso de paz. Esto ha abierto, incluso, periodos de enfrentamientos con el ejército de Filipinas, en particular en 2000, cuando el entonces presidente Joseph Estrada lanzó una “guerra total” contra el FMIL, que no pudo ganar. Actualmente, ambos grupos mantienen fuerzas propias (estimadas en 6 mil hombres para el FMLN y en 12 mil para el FMIL) con estructuras de mando militar y campos de entrenamiento.

 

Cuando las han desarrollado, sus actividades armadas han tenido principalmente un carácter de guerrilla convencional y han declarado su oposición al terrorismo, al que el FMIL considera “anti-islámico”. Algunas unidades “renegadas” del FMIL, no obstante, han sido acusadas de cometer abusos contra población civil cristiana en 2008.

 

“Por cualquier violación de derechos humanos, nuestro Comité Central ha pedido perdón”, aclaró Gonzales Alonto. “Pero ustedes los periodistas sólo hablan en el mundo sobre el terrorismo de Abu Sayyaf y su descrédito lo cubre todo”.

 

PALABRA DE DIOS

 

Tras al menos de una hora de recorrido, Ibrahim, el enviado del maestro, se había detenido y con rapidez me había ayudado a bajar para introducirme en una pequeña cabaña de madera, donde yo pasaría momentos más intensos de lo que había imaginado. El interior era sencillo: muchos tapetes del rezo, fotografías de inmensas multitudes en La Meca, un mechero para calentar te y varios recipientes de metal. Aunque no parecía una vivienda, sino un cuarto de oración, sin lecho ni mesa, Gonzales Alonto, un hombre de apariencia más juvenil que sus 52 años, le agradeció al pequeño muchacho su amabilidad por permitirnos conversar “en la discreción de tu residencia”.

 

Podía entender lo que afirmaba mi interlocutor: sin haber profundizado en el tema hasta poco tiempo atrás, mi conocimiento previo de lo que ocurría con la resistencia mora de Mindanao se limitaba a los ataques de Abu Sayyaf, otro grupo que, como el FMIL, se había escindido del FMLN por discrepar de su interés por el diálogo de paz. A diferencia del FMIL, sin embargo, siempre ha mostrado un rechazo total a cualquier salida que no implique la instauración de un estado islámico independiente en Mindanao y las Sulu.

 

Es una organización comparativamente pequeña, de 650 miembros según estimaciones de inteligencia, pero difícil de combatir porque están dispersos en la península de Zamboanga y las islas Sulu en varios grupos autónomos, laxamente sujetos a una estructura de mando flexible, que actúan bajo el principio de golpea y escóndete. Esto les ha permitido sobrevivir a varias grandes operaciones militares en su contra, en especial una en 2006 que involucró a 8 mil soldados y apoyo militar estadounidense con alta tecnología.

 

Debido a sus métodos terroristas, Abu Sayyaf ha ganado una notoriedad desproporcionada con su tamaño. Mientras el FMLN y el FMIL consideran que el apoyo popular es fundamental para sus objetivos, a Abu Sayyaf le importa poco porque cree estar siguiendo el camino marcado por dios.

 

Así ha efectuado secuestros masivos de pobladores e individuales de extranjeros y personas influyentes, masacres con bombas y saqueos de pueblos, y escandalosos descabezamientos: le ha dado marca internacional a la resistencia mora, en contra de la estrategia de las organizaciones más importantes.

 

“El que mata inocentes rompe las leyes de dios”, explicó Gonzales Alonto. “Son jóvenes sin cultura ni conocimiento, corrompidos por versiones pecaminosas del islam”.

 

En un par de horas de conversación y te, el clérigo me había explicado su versión del conflicto: el pueblo moro sufre los resultados de siglos de agresiones por parte de las potencias coloniales, principalmente españoles y estadounidenses, además de holandeses, británicos y portugueses, y recientemente, el gobierno filipino. “Podríamos haber resuelto este conflicto ya, si hubieran respetado el acuerdo de darnos plena autonomía y control sobre nuestros territorios históricos. Pero se han desdicho o los han saboteado, por eso tenemos que presionar. Y hay esperanzas, hay avances en las pláticas y tendremos una zona autónoma más grande”.

 

Objeté que muchas provincias votaron años atrás por no entrar en la Región Autónoma del Mindanao Musulmán. “Es ignorancia”, descartó. “La palabra de dios los traerá al buen camino”. ¿A los miembros de Abu Sayyaf también? “Bajo las condiciones adecuadas, podremos hablar con ellos”. ¿Y la población cristiana de Mindanao?

 

-También necesita escuchar la palabra de dios

-Pero ellos dicen ya haberla escuchado. Por eso son cristianos.

-Están equivocados.

 

Los alegatos de todas las religiones son circuitos cerrados por necesidad, porque se basan en el principio de que “mi dios es el bueno, el tuyo no”, y ese dogma fundamental cancela el entendimiento. Pero había escuchado argumentos más complejos de muchos otros clérigos de Egipto a Irán. Me recordó, en cambio, a un grupo de predicadores de Al Qaeda con los que hablé en Níger un año atrás, que planteaban ideas igualmente simples. Puede ser que en las márgenes más alejadas de su centro de origen, el islam pierda consistencia o nunca la haya ganado.

 

No era momento de confirmar esta hipótesis. La discusión se acabó con Gonzales Alonto saliendo a toda prisa cuando lo llamaron, tras ordenarle a Ibrahim que me retuviera dentro de la choza. En ese momento reparé que el avejentado Kalashnikov que el muchachito sostenía como si fuera un juguete no estaba ahí por fuerza de costumbre. Y cuando quise hacer algo, me apuntó.

 

¿Habría disparado alguna vez ese chico? El miedo y la confusión en sus ojos hacían una mezcla peligrosa. Y el escándalo crecía afuera. Personas indignadas gritando cosas que yo no entendía, pero que Ibrahim me transmitía como un nerviosismo que crecía en él.

 

Fue una hora de tensión hasta que Gonzales Alonto retornó con dos hombres que me sacaron de la choza. ¿Eso era bueno o malo? “La gente está muy enojada”, explicó, “porque ayer por la mañana, cinco muchachos quedaron mal heridos cuando les explotó una bomba que estaban fabricando en Lunzuran, una de las aldeas cercanas, y te quieren a ti”.

 

¿Y a mí por qué? “Porque están enojados y eres extranjero, alguien les avisó que estás aquí y piensan que pueden pedir dinero para dejarte ir y pagar así los gastos médicos”. ¿Y eso es lo que hacen siempre que algo pasa? ¿Son islamistas o simples criminales? “¡No son islamistas!”, atajó.

 

Me explicó que tenía que irme de Zamboanga sin acudir a las autoridades, porque provocaría un conflicto mayor: “Si vienen, la gente los recibirá de mala manera. Y a ti, los policías te harán pasar un mal rato”. Ibrahim y sus compañeros me llevaron a la ciudad, sin permitirme ver el camino. Nos detuvimos en uno de los módulos de venta de boletos de avión, donde a mi pequeño vigilante no pareció costarle mucho trabajo adelantar dos días mi reservación. Saldría a Cebú en el vuelo de la una de la tarde de ese mismo día, sábado.

 

En el aeropuerto, un gran letrero dice en chavacano: “Bienvenido a la Ciudad de Zamboanga”. Con ese nombre, esto podría verse en la región mexicana del Istmo, tierra de la Zandunga, una famosa canción tradicional. Como en aquel sitio, la pesada humedad tropical y el ritmo de la gente hacen que la vida parezca lenta en la península. Pero puede transcurrir velozmente. E irse. Esa mañana viajaba en un traysikol (mal) disfrazado de lugareño. Y pocas horas después estaba ya en el avión, inesperadamente, tras casi sumarme a la lista de secuestrados.

 

Estaba contento de poder salir de ahí. Hay lugares del mundo que parecen muy peligrosos, pero uno sabe dónde está la línea del frente o cuál es el sitio donde se juntan los tipos de cuidado. En otros, como aquí, me he sentido todo el tiempo adentro de la boca del lobo. La ventaja del periodista extranjero es que puede marcharse, escapar. Los pobladores de Zamboanga se ven obligados a vivir rodeados de una violencia tan enorme como incontrolable, que surge de muchas fuentes, con gran confusión. Tal vez es ése el sentido más aproximado de llamarla Ciudad Latina de Asia. Pues en eso también se parece al Istmo y otras partes de mi adolorido país.

 

 

 

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Ante la indiferencia del gobierno mexicano, los indígenas de esta población purépecha del estado de Michoacán se levantaron contra talamontes ilegales que, según denuncian, son protegidos por la delincuencia organizada.

Por Témoris Grecko (mira aquí el pdf de la versión publicada en Esquire Latinoamérica, septiembre 2011, con las excelentes fotos de Carlos Álvarez Montero)

Fueron las mujeres quienes encendieron la mecha de la insurrección en Cherán, un pueblo p’urhépecha en las montañas del estado mexicano de Michoacán que el 15 de abril de 2011 se levantó. No contra la opresión del gobierno, sino porque, en su ausencia, quien manda son las bandas de narcotraficantes. “Las mujeres decían, ¿por qué no hacemos nada?”, recuerda “Flor”, una cheranense de 25 años. “Si a los hombres los secuestran y los matan, entonces vamos a cambiarlo y vamos las mujeres”.

No se trata tan solo de otro caso de acelerada deforestación por talamontes ilegales. Y no es un típico enfrentamiento entre modernidad y tradición, un coletazo del siglo XIX sobre el XX. Lo que sucede en Cherán, explica “Roberto”, uno de los miembros de la Comisión General (la nueva autoridad que se han dado los habitantes del pueblo), es un producto de la infiltración del dinero del crimen organizado en el proceso electoral municipal de 2007. La compra de puestos de representación popular “está pasando en Michoacán y en todo México”, alerta este dirigente, cuya identidad real, como la de “Flor” y las de los demás cheranenses, debe mantenerse en reserva porque sus vidas están en juego.

Su alarma ante este fenómeno coincide con la que han expresado numerosos observadores, como el periodista Ricardo Ravelo, autor del libro “El narco en México. Historia e historias de una guerra”, quien señala que “no hay controles sobre el flujo financiero que llega a las campañas. Los candidatos a puestos de elección popular ya no compiten con proyectos, compiten con dinero. Sólo así se ganan los comicios y así se le abre paso al narcotráfico”.

Un estudio del Senado de la República, difundido en agosto de 2010, reveló que seis de cada 10 municipios del país están infiltrados por el narcotráfico. En localidades como Cherán, además, el problema se agrava porque la condición indígena de las víctimas es motivo para la discriminación y el olvido por parte de la autoridades.

El resultado es el desprestigio de la democracia electoral: los cheranenses ven a los partidos políticos como los responsables de la discordia que permitió que el crimen organizado los encontrara divididos y aprovechara la oportunidad. Su muralla de defensa, erigida a lo largo de una lucha de campesinos y maestros contra el poder armado y financiero de las mafias, es recuperar sus antiguos usos y costumbres, para asegurarse de que los gobiernen vecinos honorables y de confianza.

O vecinas: “Yo podría emigrar con la familia que tengo en Estados Unidos”, dice la jefa de familia “María Rosa”. Una cuarta parte de los cheranenses ya vive en ese país. “Pero amo a mi pueblo. Por eso estoy en esta lucha”.

LA FOGATA

Conocemos a “María Rosa” en una fogata de “París”. Un poco en broma, otro tanto por costumbre, así llaman sus habitantes a este barrio, el cuarto de los cuatro que hay en Cherán, y cuyo verdadero nombre es Parhikutini, que en el idioma p’urhépecha de la zona significa “pasarse al otro lado”: el pueblo está dividido en dos por una barranca y “París” se encuentra solitario al norte de la misma. Al sur, el barrio primero es Jarhukutini (“al borde de”), y lo siguen Ketsïkua (“abajo”) y Karakua (“arriba”).

Históricamente separados, los habitantes de Parhikutini tienen fama de tímidos. “Pareces de París”, les dicen a los niños que se retraen ante el extraño. En realidad, los cuatro barrios son muy celosos de su autonomía, y esto se refleja en la organización que se ha establecido tras el levantamiento que empezó el 15 de abril: la Comisión General, donde todos tienen derechos y responsabilidades equivalentes.

La unidad política fundamental es la fogata. Los vecinos de cada calle se reúnen bajo techos de madera o lona, frente al fuego, para realizar tareas de vigilancia nocturna, recibir y brindar información, discutir los asuntos importantes, tomar decisiones y elegir un coordinador. Entre éstos, cada barrio escoge a cuatro coordinadores generales, que lo representan en la Comisión General, que está entonces, obviamente, integrada por 16 personas. Ahí se acaban las jerarquías: no hay un presidente o jefe, ni una especie de cuarteto o comisión superior: los 16 coordinadores tienen voz y voto en la gobernación del pueblo. Igualmente, cada barrio tiene que aportar un número idéntico de voluntarios para la ronda comunitaria, que actúa en lugar de la policía, así como para ocuparse de los servicios públicos.

Convertida en cocina comunitaria, la fogata tiene un papel vital, además, para la manutención de los habitantes de Cherán. Si la opresión de los talamontes y los grupos armados había golpeado la economía local antes del 15 de abril, la insurrección casi acabó con ella. La gente controla ahora las calles y los accesos al pueblo, donde prevalece un nivel de seguridad que casi ha desaparecido en el resto de México: no hay más secuestros, extorsiones y asesinatos. Fuera de sus límites, sin embargo, se extiende una peligrosa tierra de nadie y los habitantes, que viven de actividades forestales (leña, recolección de resina y vegetales silvestres), agrícolas (maíz, trigo, papa, haba y avena) y ganaderas (bovinos, caballares, porcinos, ovinos y caprinos), y de la fabricación de productos de madera y corcho, sólo pueden salir a recorrer los bosques, cuidar sus animales y trabajar sus tierras bajo riesgo de secuestro y asesinato.

Así le ocurrió al comunero Domingo Chávez Juárez, de 47 años, quien fue “levantado” cuando quiso visitar su parcela el 28 de mayo y fue encontrado 13 días después, en las faldas del cerro El Tecolote, en el cercano municipio de Zacapu, asesinado de un tiro y quemado. Su viuda, Zenaida Vázquez, quedó a cargo de cuatro hijos de entre 14 y 22 años.

Pocos comercios abren. “Estoy aquí sólo por si cae algo”, dijo el dueño de una pequeña mueblería, “pero ni una mosca”. Cherán depende de los ingresos de los empleados gubernamentales, como los profesores, y de la ayuda exterior: “Estamos resolviendo el problema de la alimentación gracias a los hermanos emigrantes”, dice “María Rosa”, “gracias a la ayuda que nos están enviando de diferentes pueblos, de diferentes ciudades, países” (unos 18,000 cheranenses permanecen en su tierra, pero otros 6,000 viven en Estados Unidos, según la Comisión General).

En su fogata frente a la lonchería “París”, en la calle de Abasolo, las mujeres preparan cena para muchos. Los niños que alborotan esperan el llamado a llenar la panza. “Ahora la familia es la fogata, aquí estamos”, “María Rosa” señala a sus compañeras, “y estamos en grupo: los que no tienen qué comer, por lo menos hacen una o dos comidas al día”.

Hacemos un recorrido nocturno por la mitad de las 48 fogatas de las empinadas calles del barrio de Parhikutini, tratando de evitar el empacho: no hay pretexto que nos salve de comer al menos un taco de frijoles, un pozole de grano o un huevo sobre tortilla en cada una de ellas, entre la curiosidad y la entusiasta cortesía de la gente, que aunque somos turichi (no p’urhépechas), nos llama pichpiri (“amigo”) y agradece la visita en tiempos duros.

Su calidez es grande, a pesar de la situación. Los vecinos forman tres equipos que se turnan para pasar la velada en la fogata, vigilando que nada amenace la seguridad. Llevan varios meses en esa dinámica y algunas personas muestran signos de cansancio debido a la tensión, la incertidumbre y los rigores de la resistencia.

“No sabemos qué va a pasar”, lamenta una joven madre en otra fogata. “Y mis niños tienen hambre, tienen miedo. A veces pienso que mejor deberíamos…” Se interrumpe. Las llamas han bajado y su rostro angustiado se enrojece por el brillo de las cenizas ardientes. “Manuel”, uno de los coordinadores generales de  Parhikutini, interviene para levantar los ánimos. Les recuerda que “no tenemos alternativa. ¿Nos rendimos ante los malos? ¿Y qué van a hacer con nosotros cuando vean que no podemos? Ya p’atrás, ¡ni pa’tomar vuelo!” Les asegura que están haciendo algo muy importante y que le están dando ejemplo a México y al mundo. Para corroborar su dicho, dos chicas del movimiento piquetero argentino, que vinieron a conocer lo que pasa en este pueblo, expresan su admiración por esas mujeres valientes de Cherán. El lugar se llena de aplausos.

“La fogata es el punto para contar la historia”, me había dicho “Roberto”, profesor de escuela de unos 60 años de edad. “Si una fogata se apaga, se acaba esa luz. Se deja de generar ideas”.

LA DIVISIÓN

Los cheranenses están orgullosos de su relación con el bosque y de las gestas de sus próceres para defenderlo. El general Casimiro Leco condujo la resistencia contra el bandolero Inés Chávez, entre 1915 y 1918, y el profesor Federico Hernández Tapia logró detener en 1927 los trabajos de una empresa estadounidense que cortaba árboles para fabricar durmientes de ferrocarril.

Como muchos michoacanos, por el recuerdo del exgobernador (1928-32) y expresidente “tata” Lázaro (Cárdenas, 1934-40), siguieron a su hijo Cuauhtémoc cuando dejó el entonces dominante Partido Revolucionario Institucional (PRI) para fundar, en 1989, el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que fue hasta 2007 la indisputable fuerza política local. En ese año, sin embargo, enfrentamientos internos motivaron que un perredista muy popular, el profesor Leopoldo Juárez Urbina, se separara para presentar su candidatura a alcalde por el Partido Alianza Socialdemócrata (PAS).

Los habitantes de Cherán llegaron a las elecciones del domingo 11 de noviembre de 2007 con cinco opciones para presidente municipal: PRD (en alianza con dos partidos pequeños), PAS, PAN, PANAL y PRI, que postulaba a un maestro desconocido, Roberto Bautista Chapina. Entonces “hubo una campaña con mucho, muchísimo dinero, que se intensificó el viernes y el sábado anteriores” (días prohibidos para el proselitismo, según las leyes electorales), cuenta “Roberto”. “¿De dónde vino ese dinero?”, continúa: “Vino del narco. Nuestra división abrió la puerta y el PRI entró como por su casa”.

El periodista Ravelo ha estudiado situaciones parecidas en el país: “El dinero entra a través de donaciones a los partidos, por maniobras de los comités de financiamiento, mediante los amigos de los candidatos. Así ponen a gente en las alcaldías, a legislar en los estados, y no se descarta que lleguen los intereses del narcopoder a la presidencia de la República en 2012, que se establezca una suerte de cogobierno con el narco”.

El estudio “Ayuntamientos y crimen organizado”, de la Comisión de Desarrollo Municipal del Senado, reveló en agosto de 2010 que “el 63 por ciento de las más de 2 mil 500 alcaldías están infiltradas por células operativas, y de éstas, 8 por ciento está totalmente bajo el control del narcotráfico”. A diferencia de los políticos nacionales, los capos saben dónde está la base del poder, continúa el documento: “Los cárteles sí que han sabido la fórmula de la ecuación. Han entendido que el municipio, al ser el nivel de gobierno más cercano a la gente, es el que había que echarse a la bolsa particularmente para las operaciones de narcomenudeo y, posteriormente, para asegurar logística, infraestructura, apoyo político y silencio cómplice”.

En Cherán, el rompimiento del PRD permitió la victoria del candidato priísta. Juárez Urbina, con el PAS, obtuvo 2 mil 070 votos. La alianza encabezada por el PRD, mil 980. Juntos hubieran sumado 4 mil 050 sufragios. Pero cada uno fue por su lado e individualmente sus cifras resultaron apenas menores que la del PRI, que consiguió 2 mil 153 preferencias.

Bautista Chapina tomó posesión el 14 de febrero de 2008. Una de sus primeras decisiones fue reemplazar a los agentes de la policía municipal con personas que, en su mayoría, no eran de Cherán. “Él no los eligió, se los impusieron”, dice el profesor “Roberto”, en referencia al crimen organizado.

Los problemas empezaron de inmediato. El 29 de marzo, Jorge Romero Mateo, de 34 años, fue golpeado por policías municipales, quienes lo dejaron tendido en la calle y después lo mataron arrollándolo con una patrulla. En declaraciones al diario La Jornada (25 de mayo de 2008), su madre relacionó el asesinato con una pelea que su hijo tuvo con Bautista Chapina, quien presuntamente mantenía una relación con la esposa de Romero Mateo.

Mariano Ramos Tapia, de 17 años, fue testigo de los hechos. Durante una fiesta tradicional, el 31 de marzo, el chico fue arrestado y después “cayó de la camioneta porque los agentes del orden no habían tomado las medidas de seguridad correspondientes al subirlo”, reportó el diario Cambio de Michoacán (10 de mayo de 2008). Murió por lesiones en el cráneo. Los policías, que abandonaron el cadáver y escaparon, fueron detenidos y después liberados.

Ramos Tapia estudiaba el bachillerato en la cercana ciudad de Uruapan, donde vivía en la Casa del Estudiante “Carlos Marx”. Sus compañeros, que denunciaron los hechos como un homicidio, tomaron el Palacio Municipal de Cherán el 4 de abril en demanda de justicia y forzaron a Bautista Chapina a despachar desde la Casa de la Cultura. Juárez Urbina asumió el liderazgo del movimiento y exigió la renuncia del alcalde. Lo secuestraron el 8 de mayo de ese año y apareció muerto dos días después, con señales de tortura, en un paraje del municipio vecino de Paracho.

LA DEVASTACIÓN

A 2 mil 400 metros sobre el nivel del mar, Cherán es un lugar de tormentas y nubes bajas. Pero en este mediodía de un domingo de verano, el sol brilla. El fotógrafo Carlos Álvarez Montero y yo queremos ir al cerro Aŋajtsïn (“levantándose”), uno de los últimos sitios que estaban arrasando los talamontes antes del 15 de abril, y a los que la gente se refiere en general como “la devastación”. Pedimos un guía, pero prefieren enviarnos con una escolta de cinco hombres.

Armada. Tras llegar por una dura brecha, en una camioneta 4×4, nuestros acompañantes revisan sus artefactos: un rifle de asalto R-15, una subametralladora Uzi, un viejo fusil 22 y un par de pistolas. “Cuando uno menos se lo espera, salta la liebre”, previene alguien. Los insurrectos están preocupados por la imagen pública de su movimiento y prefieren no dejarse ver con tales instrumentos. Es difícil pensar que sin ellos podrían tener éxito, no obstante. No explican cómo los obtuvieron, pero cuando fue expulsado, el alcalde Bautista Chapina denunció el saqueo del pequeño arsenal de su cuerpo de policía.

Aunque nuestros acompañantes son voluntarios (“hoy nos tocó la ronda”, se lamentó uno), tienen sentido operativo. Nos anteceden al subir por un camino que los lugareños solían utilizar en mejores tiempos. “En los últimos años”, cuenta un p’urhépecha alto de facciones recias, a quien sus compañeros llaman con un apodo de personaje rudo del cine, “cuando venías por aquí y veías bajar a los malos, mejor te ibas corriendo. Si te atrapaban, te quitaban lo que trajeras y te golpeaban: afortunado te creías si te dejaban vivo”.

Al entrar en terreno abierto, en la ladera del Aŋajtsïn, los cheranenses se despliegan en media luna para protegernos de un posible ataque. El 29 de abril de 2011, dos semanas después del levantamiento, la avanzada de una partida que subía al cerro San Miguel tras detectar la presencia de talamontes, sufrió una emboscada que dejó dos vecinos muertos —uno de ellos era Pedro Juárez Urbina, hermano del difunto Leopoldo— y dos heridos.

El escenario es desolador: un bosque transformado en tocones irregulares y troncos derribados, ennegrecidos por el fuego. “Los talamontes hacen quemas para deshacerse de las ramas, las hojas y otros obstáculos”, explica mi interlocutor, a quien llamaremos “Rocky”. “Así acabaron con todo: con las semillas de pino, con las otras plantas, con los animales. Aquí venía la gente en esta época con sus cubetas a recoger hongos. Luego los vendían en el mercado y sacaban 10, 20 pesos (1-2 dólares), para completar el gasto. Ahora no hay ni uno”.

Pero sí encontramos. Uno solo, no es difícil hacer la cuenta. Redondo, claro en la circunferencia, de color naranja brillante en el medio. “Rocky” se inclina para tocarlo con suavidad. “Crecí en el cerro, allá vivía sacando resina”, cuenta, señalando hacia La Virgen, un monte que los taladores sólo lograron deforestar parcialmente: “Ya p’allá iban a tumbar árboles, por ahí por todo eso que se ve desahijado”. Extraer la savia de los pinos es una de las principales actividades en Cherán. De ella se obtiene una resina con la que se fabrican cubetas, lazos e incluso pantalones. “Rocky” ganaba 2 mil 200 pesos (200 dólares) al mes por cuatro cargas del producto. Hasta que se tuvo que refugiar en el pueblo: “Los malos me quemaron mi ranchito”.

A unos centenares de metros, vemos unas parcelas abandonadas. No las dejaron ahora, sino mucho antes del 15 de abril: “Si los talamontes veían que tenías un tractor, te golpeaban y te lo quitaban para arrastrar troncos”, recuerda “Rocky”. “Si pasabas con un carrito y una mula, o con un carro (camioneta) en el que traías tomate, te lo quitaban. Violaron a varias mujeres. Secuestraron vecinos para pedir rescate. La gente gritaba: ‘¡Ahí vienen los de (el cercano pueblo de) Capacuaro!’, y todo el mundo corría. Los comuneros ya no querían venir”.

“Sí llegamos a agarrar a algunos delincuentes”, continúa este hombre moreno y de cabello muy corto, de unos 30 años, “pero cuando los llevábamos a la cárcel, se burlaban, nos decían ‘bien pronto el presidente municipal me va a sacar, y si no, él ya sabe a lo que le tira’”.

Desde donde estamos, Cherán aparece unos cinco kilómetros al sur, y detrás, el cerro de San Marcos. A nuestra izquierda está el de La Virgen, y a nuestra derecha, el de San Miguel, completamente arrasado. “Se lo echaron en un mes”, denuncia “Rocky”. “Vinieron carros de Capacuaro, de San Lorenzo, de Santa Cruz Tanaco, de Huecato, y otros lugares… eran 150 y hasta 200 carros al mismo tiempo. Y cada uno hacía unos cuatro viajes, cargados de troncos”.

También acabaron con Aŋajtsïn, un monte especial para los cheranenses: “La gente venía aquí a hacer su comida, a disfrutar de la naturaleza, los niños risa y risa, una gritería. Todo eso se acabó. Ya no quedó nada”.

Los talamontes de Capacuaro son los más temidos entre los de una serie de comunidades dedicadas a la tala ilegal. Sus operaciones son protegidas, según los cheranenses, por un hombre al que identifican como Cuitláhuac Hernández Silva, “El Güero”, y a quien le atribuyen el liderazgo de un grupo de narcotraficantes relacionado con el cártel criminal La Familia Michoacana (ahora reconvertido en Los Caballeros Templarios). Aseguran que cobra 500 pesos por camioneta y viaje: 200 carros por cuatro viajes a 500 pesos representarían ingresos por 400 mil pesos  (33 mil dólares) diarios.

LA HUMILLACIÓN

Para sacar la madera a la carretera Uruapan-Guadalajara, sobre la que se encuentra Cherán, los talamontes tenían que atravesar el pueblo. Centenares de camionetas pasaban varias veces al día, exhibiendo ante los ojos de los cheranenses la riqueza que les robaban. Pese a repetidas denuncias de los comuneros, ningún cuerpo de policía los detenía: la Forestal, la Preventiva Estatal, la Ministerial, la Federal, según testimonios de los pobladores.

“Pasaban a todas horas del día y de la noche”, me había dicho “María Rosa” en su fogata. “Corrían sin ningún cuidado por nuestras calles, se nos dejaban venir. Traían armas y si tú volteabas a mirar, te apuntaban, ¿tú que hacías? Bajabas la mirada. Y daba coraje porque bien se echaban una cerveza y te decían ‘salúdennos, pendejos de Cherán’. ¿Qué hacíamos? Agacharnos”. La deforestación afectó también los recursos hídricos del pueblo: “Se metieron con los mantos acuíferos, nosotros sobrevivimos de esa agua”.

“Usted no sabe cómo fueron esos momentos tristes cuando ellos venían”, continuó la cheranense, “no les importaba, tiraban balas, aquí nosotros no teníamos armas, más que madera, piedras, ‘cuetes’ (juegos pirotécnicos), era con lo que nos defendíamos, era lo único porque no había. Y ellos con armas. Todavía la policía venía a apoyarlos a ellos… y a nosotros… ¿qué somos?”

La complicidad de los agentes municipales designados por el alcalde Bautista era evidente para los pobladores. El profesor “Roberto” da un ejemplo: el 31 de marzo de 2008, “la policía pasó echando balazos por la plaza principal, por el mero centro. Así vaciaron el área porque la gente corrió a esconderse. Luego llegaron los malos y ‘levantaron’ al comerciante de la tienda de abarrotes. Nos secuestraban dentro de nuestro propio pueblo y la gente tenía miedo, antes éste era un pueblo seguro pero cuando gobernaba Bautista Chapina, la gente se metía a sus casas a las 10 de la noche”.

Los raptos tenían motivaciones económicas y políticas. Tras la muerte del ex candidato a alcalde Leopoldo Juárez Urbina, los miembros del Comisariado de Bienes Comunales —una autoridad agraria similar en poder a la Presidencia Municipal— se dividieron y formaron grupos rivales. Uno de ellas se ubicaba en la oposición al PRI, pero recibió un fuerte golpe cuando su secretario, Rafael García Ávila, y su tesorero, Armando Gerónimo Rafael, así como el asesor de predios arbolados Jesús Hernández Macías, fueron secuestrados el mismo día, 10 de febrero de 2011, pero por separado: el primero cuando se dirigía a su casa, el segundo, dentro de su hogar, y el último, en la cercana población de Paracho. No se ha vuelto a saber de ellos.

LA BATALLA

“N’hombre, las mujeres fueron las que se organizaron”, festeja “Tomás”, un apuesto p’urhépecha de 70 años que se acerca a saludarnos en una callejuela del centro. Su esposa lo espera, pero él insiste, con sus ojillos vivarachos bajo el sombrero de ala: “¡Ahora sí que ellas son más hombres que nosotros!”

“En la situación en la que estamos, los hombres corren más peligro”, nos explica en la Casa Comunal (antes Presidencia Municipal) “Flor”, una joven que está prestando el servicio social, un requisito para obtener el título de maestra de escuela. “Hasta ahora no han matado ni secuestrado a ninguna mujer”. Por eso, asegura, las cheranenses resolvieron encabezar el levantamiento, para ya no dejarse hacer tauandurini (“que te pateen”).

El 14 de abril pasado, circularon pequeños volantes que decían “¡ya basta!” y convocaban a detener a los talamontes. El punto de encuentro  escogido fue la capilla del Calvario, sobre la calle Allende del tercer barrio, Karakua: ahí confluyen dos avenidas de tierra que son accesos al pueblo. Una de ellas, Allende Oriente, se convierte en el viejo camino a Nahuatzen, por donde las camionetas llevaban la madera cortada ilegalmente en un cerro bajo, de unos 200 metros de altura, al que los lugareños se refieren con el nombre de un paraje en sus faldas, La Cofradía.

Recojo la historia cerca del crepúsculo, hablando con muchas mujeres y algunos hombres en la fogata que, entre las 179 establecidas en el pueblo, lleva el número 1. Está en Allende y 16 de Septiembre: es algo así como un sitio histórico, donde permanecen los esqueletos quemados de tres camionetas (en total, nos dicen, hay unos doce en distintos puntos del pueblo).

El 15 de abril de 2011, decenas de mujeres se reunieron a las cinco de la mañana. Una hora después, a espaldas de la capilla, detuvieron la primera camioneta. Armado con palos, machetes y “cuetes”, el grupo se empezó a hacer multitud, con la llegada de adolescentes y jóvenes, y el conductor del segundo vehículo, un chico de 16 o 17 años, pudo verlos a la distancia. Aceleró y comenzó a zigzaguear: “Venía viboreando contra nosotros”, cuenta “Felipe”, un carpintero, “pero la gente se alcanzó a quitar”. Una lluvia de piedras que penetró por el parabrisas y las ventanillas hizo que el chofer perdiera el control y chocara contra un poste. Después capturaron otros dos carros. Varios de los ocupantes lograron escapar, pero la gente retuvo a cinco talamontes.

A las 10, una patrulla de la policía municipal pasó exigiéndole a la gente que liberara a los detenidos y se marchara, pues un grupo armado vendría al rescate. Un cuarto de hora después, comenzaron los disparos. Nadie sabe muy bien cuántos agresores venían, ni el número de vehículos, “porque no podíamos ver, teníamos que escondernos”, explican en la fogata 1. Las estimaciones varían de ocho a 14 personas, incluidas algunas mujeres.

Favorecidos por el poder de su armamento, los atacantes avanzaban por la calle Zapata. Varios jóvenes les hicieron frente con juegos pirotécnicos. El adolescente Eugenio Sánchez Tiandón recargó las cabezas de varios “cuetes” sobre un palo tirado en el suelo, para levantar su trayectoria, y lanzó un par, “pero no alcanzó a encender las mechas de los demás: le dieron un tiro en la cabeza, arriba de la ceja”, recuerda una joven.

Parecía que se avecinaba una matanza que culminaría con la liberación de los talamontes. La suerte, sin embargo, estaba del lado de los pobladores: “Quién sabe cómo, pero a uno (de los rivales) le cayó un ‘cuete’ y se le veía floreado de la panza”, dice la misma chica. Tras 20 minutos de batalla, eso fue suficiente para provocar la retirada de los agresores. ¿Desconcierto? ¿Miedo? ¿Tal vez consideraron que el riesgo era mayor que el esperado y que no valía la pena arriesgar la vida por los detenidos?

En la capilla del Calvario, de cualquier forma, los ánimos estaban muy encendidos. Habían vencido a un costo demasiado alto, pues parecía que el muchacho Eugenio iba a morir (cayó en coma y sobrevivió, pero con daños graves a la vista, el oído y el habla). “Flor” me había contado, horas antes, que “cuando llegué, como a las 3 de la tarde, las señoras los tenían (a los detenidos) amarrados, tirados en el piso. Uno tenía una pedrada, como que se le coagulaba la sangre en la cabeza, pero le seguía saliendo. Y ya los iban a colgar, ellas se acordaban de la gente que han matado, que han secuestrado”. Las ramas de un enorme fresno frente a la capilla prestarían el servicio. “Pero otras señoras tuvieron lástima”, siguió “Flor”, “y las convencieron de mejor encerrarlos en el curato”.

LA (IN)JUSTICIA

En las afueras del pueblo, mientras tanto, Cuitláhuac Hernández Silva, “El Güero”, a quien identifican como capo de la región, llegaba “por su hija al Colegio de Bachilleres de Cherán, porque ella estudiaba allí, con lujo de violencia”, me diría más tarde “Jacinto”, otro de los coordinadores generales. “La gente lo interpretó como que los grupos criminales iban a atacar las escuelas. Los alumnos de todos los planteles se encerraron hasta que sus padres fueron por ellos. Y en los días siguientes no los dejaron acudir” (el periodo escolar 2010-2011 terminó en junio sin haber podido reanudar las clases).

Como los cinco talamontes retenidos eran del vecino Capacuaro, la gente de este pueblo bloqueó la carretera que une ambas comunidades. Fuerzas policíacas estatales y federales se habían desplegado en la zona y sus helicópteros la sobrevolaban, pero no impidieron que los capacuarenses bajaran a golpes a los ocupantes de coches y autobuses en busca de paisanos de Cherán, y que secuestraran a los cuatro que encontraron, entre ellos un niño, un médico y un maestro, con el objetivo de realizar un intercambio.

Los alzados expulsaron al alcalde Bautista y a sus agentes, tras haber incautado sus armas y vehículos. Esperaban una ofensiva de los hombres de El Güero. “La tensión se sentía horrible en los primeros días”, recordó “Flor”. “No podíamos ni comer de la preocupación”.

“La CEDH (Comisión Estatal de Derechos Humanos) nunca hizo un pronunciamiento sobre nuestro problema”, señaló “Roberto”, “pero sí salió a decir que habíamos golpeado a los talamontes. En cambio, la CIDH (Comisión Interamericana de Derechos Humanos) nos atendió siempre”. Gracias a la mediación de este órgano, inocentes y sospechosos regresaron a sus casas a los nueve días. Los segundos, pese a las denuncias interpuestas por los cheranenses, no fueron procesados judicialmente.

La cuota de sangre de los lugareños desde febrero de 2008, cuando tomó posesión el alcalde del PRI, hasta ahora es de 12 muertos y seis desaparecidos. Los cheranenses no están dispuestos a permitir que fuerzas ajenas patrullen sus calles, que ellos por fin controlan, sino que piden que el Ejército Mexicano se establezca en ocho “filtros” o puntos de vigilancia ya definidos e impida la tala ilegal. Les han planteado a las autoridades tres demandas: justicia, seguridad y reconstrucción de los bosques.

El gobernador Leonel Godoy, quien declaró el 28 de abril que la de Cherán “es una lucha justa que el gobierno del estado apoya”, acordó una semana después con Francisco Blake, secretario de Gobernación (ministro del Interior) federal, la realización de operativos contra los talamontes ilegales en la zona de Cherán. Los comuneros señalaron ocho puntos clave en los que se instalaron unidades de policías nacionales (Forestal, Federal) y estatales (Ministerial, Preventiva). Sin embargo, denuncian, esa presencia es intermitente en cinco de esos lugares, mientras que donde es permanente “los carros con madera pasan frente a sus narices y no hacen nada”, según “Jacinto”.

¿Por complicidad o por temor? Los cheranenses no comentan. Al menos en un par de ocasiones recientes, sin embargo, grupos de personas golpearon y retuvieron durante varias horas a policías federales que participan en esta campaña: a dos en Santa Cruz Tanaco, el 29 de julio, y a otros 12 en Parácuaro, el 31.

Ninguna de las autoridades involucradas se ha pronunciado sobre las acusaciones contra “El Güero” Hernández y el alcalde Bautista Chapina, ni ha comunicado campañas específicas contra las bandas de narcotraficantes que operan en la región, más allá de insistir en llamados genéricos a luchar contra el crimen, como cuando el presidente Felipe Calderón declaró, el 5 de agosto, que “no dejará en manos de la delincuencia organizada las reservas naturales de México”.

Esto a pesar de que, como explicó el profesor “Jacinto”, la intervención policiaca no se puede quedar en detener las actividades contra el bosque: “No se resuelve el problema en tanto no disuelvan las células criminales y no desmantelen los aserraderos clandestinos que están en Santa Cruz Tanaco, Rancho Morelos, Huecato, Capacuaro, San Lorenzo Angahuan, Uruapan y Nahuatzen. “Del aserradero clandestino, la madera ya sale documentada (como madera de procedencia lícita, es decir, amparada por permisos de explotación). ¿De dónde sale esa documentación? Toda la madera que sale de aquí es ilegal, pero de ahí p’allá, ya es legal, ¿quién está involucrado?”

“¿Quién les da la documentación, dónde la obtienen y cómo?”, insistió “Roberto”. “Ahí queremos que se haga justicia con Semarnap” (la Secretaría de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca, órgano federal que regula las actividades forestales).

LA UNIDAD

La reforestación es otro enorme problema. Los cheranenses estiman que de las 27 mil hectáreas de bosque del municipio, 20 mil han sido destruidas. En cada una debe haber mil 200 árboles, lo que representa un déficit de 24 millones de ejemplares.

“Roberto” considera que, en la respuesta de las autoridades, se manifiesta la discriminación hacia los indígenas: “El gobierno cree, pues estos son unos inditos, son tontos, ignorantes, y los organismos (encargados de recuperar la foresta) sólo nos ofrecen 200 mil árboles. Dijeron que es su máximo esfuerzo. Y ellos sólo piensan en pinos, pero hay otro tipo de árboles afectados, vegetación muy diversa, como nuritén, que es una planta medicinal olorosa que usamos en nuestras fiestas, como en una boda porque simboliza la virilidad y que va a haber hijos. ¿Cúando nos van a restituir eso? Nos siguen ofendiendo y ya no nos van a engañar”.

Son sus particularidades indígenas, no obstante, las que ellos esgrimen para reclamar el reconocimiento a una forma de organización política diferente, dentro del Estado mexicano. Debido a la experiencia de estos últimos años, han decidido rechazar el sistema electoral. “Si decimos no a los partidos políticos es porque fue gracias a ellos que el crimen organizado nos encontró divididos”, dijo “Roberto”.

El 13 de noviembre, el estado de Michoacán celebrará comicios para elegir gobernador, diputados locales y alcaldes. “No los habrá en Cherán”, han dicho los cheranenses a todo el que ha querido oír, desde la presidenta del Instituto Estatal Electoral hasta el gobernador Godoy Rangel. Han instado al Congreso local, además, a reformar la constitución del Estado para reconocer el derecho de los pueblos indígenas a gobernarse mediante un régimen de usos y costumbres, como ocurre en Oaxaca (418 de sus 570 municipios se rigen así). “En cada barrio se tiene que seleccionar a las personas honorables”, detalló “Roberto”. “Para escoger a una persona se tiene que ir tres generaciones atrás: cómo era su padre, cómo era su abuelo, qué han hecho todos ellos por la comunidad…”

Godoy Rangel ha respondido que los comicios se deben llevar a cabo en todos lados. “Que nos digan cómo vamos a resolver este tema de la comunidad indígena de Santa Cruz Tanaco y de las personas que no son miembros de la comunidad indígena de Cherán”, replicó el 8 de agosto. Al defender los derechos políticos de los habitantes de esa localidad, perteneciente al municipio de Cherán, el gobernador no mencionó que los cheranenses acusan a los de Tanaco de estar entre quienes los agreden y saquean sus bosques.

Cherán fue el único municipio michoacano donde el PRD y el conservador PAN, que celebraron elecciones primarias el 31 de julio, no instalaron urnas. “El 15 de abril encontramos la unidad, que es nuestra bandera”, reivindicó “Jacinto”, “y dijimos no más partidos, no más elecciones, lo hacemos a nuestra manera tradicional”.

LA BARRICADA

Los accesos a Cherán por carreteras pavimentadas (una lo comunica con Paracho, Capacuaro y Uruapan, otra con Nahuatzen y Pátzcuaro y una más con Carapan y Zamora), con bastante tránsito, están resguardados cada noche por los voluntarios de ambos sexos que envían las fogatas, mediante un sistema de turnos. Tienen armas de fuego y radios de comunicación. Además, “cuetes”: cuando se lanza uno, significa que todo está bien; con dos, se llama a estar alerta; tres son la señal de emergencia y el pueblo entero debe salir a enfrentar la amenaza.

En esas barricadas, por la noche, cuando un vehículo se para en la vía o hace un movimiento extraño, la gente teme que de su interior salga una ráfaga de ametralladora o un bazucazo. En la oscuridad lluviosa, los acompañamos por una serie de obstáculos que han colocado en el camino mientras ellos se acercan a ver qué ocurre al final de ellos, rogando que no sea nada. Varios se cubren el rostro con paliacates: “¿Cuál es el miedo?”, se burlan otros. “De todos modos, el sello (de la insurrección) lo traemos todos en la frente”.

En otra de las entradas al pueblo, la de la brecha terregosa por la que llegaron las camionetas que detuvieron el día del alzamiento, la actividad es menor. Pero la tensión es la misma. La barricada de Allende Oriente parece la frontera entre la civilización y las tierras salvajes. La fogata 1 y El Calvario están 150 metros hacia abajo. Calle arriba, la oscuridad hace imposible distinguir el cerro de La Cofradía y el camino viejo a Nahuatzen: dos postes de luz, uno de los cuales fue colocado recientemente, marcan el límite de lo que se puede ver desde el puesto: no más de 20 metros de ruta lodosa. Las mujeres que velan aquí cada noche han tenido varios sustos con conductores borrachos, pero hasta ahora no ha pasado de ahí.

“Necesitamos ‘cuetes’ y radios”, demandan las mujeres del pequeño puesto cuando llegamos. Quieren ser capaces de avisar en caso necesario. La mayoría está desgastada por los meses de temor y poco sueño. “Aquéllos son malos”, se queja una, “pero están tranquilos, durmiendo. En cambio nosotras estamos aquí como conejos, desvelándonos”.

De un perol, extrae rico caldo que sirve en platos, para ofrecernos. La enorme cortesía p’urhépecha no admite negativas. Está delicioso, de cualquier forma. Ellas discuten la situación: “Les echamos la culpa a los de otros pueblos”, reflexiona una adolescente, “pero yo pienso que detrás de todo eso hay gente rica con influencia en el gobierno, gente de la industria maderera”. Las demás asienten.

Recuerdan que antes del 15 de abril, “en el cerro San Miguel, por las noches se veían los carros que bajaban la madera, eran tantos que parecían como focos de Navidad”. “Carmen”, una joven costurera denuncia: “Nuestro gobierno hace la finta de que van a cuidar, pero no, nomás nos dan atole con el dedo”.

Aunque tienen miedo y cansancio, saben que no hay vuelta atrás. Y no les faltan ganas de bromear, reír y hablar del pasado y del futuro, a la luz de la fogata. El viento sopla frío pero se siente un calor que no es físico, sino emotivo. Las mujeres de Cherán sonríen. “Mi hijo apenas va a cumplir 2 años. Si no me uno al movimiento, un día me reclamará”, comparte “Carmen”, meciendo en los brazos al precioso bebé p’urhépecha. Deja de mirarme a mí y desplaza los ojos oscuros para buscar los de la criatura. “‘¿Por qué?’, me dirás, ‘¿por qué, si tuvieron la oportunidad, por qué no hiciste nada para cambiar las cosas?’”