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Irán: entre la lapidación y el ahorcamiento

Por Témoris Grecko

El Universal. 17 de octubre de 2010.

El asesinato por lapidación de Sakineh Mojamadí Ashtianí, una madre de 43 años, parece más próximo que nunca. Ha perdido su último vínculo con el mundo: su hijo y su abogado, quienes llevaban noticias de su situación a los medios globales, están desaparecidos desde el domingo 10, cuando la entrevista que sostenían con dos periodistas alemanes fue interrumpida violentamente, según una intérprete del Comité Internacional contra la Lapidación (CICL) que estaba en contacto telefónico con ellos en ese momento. Las autoridades de la República Islámica de Irán sólo han reconocido el arresto del par de extranjeros.

La lapidación es una de las formas más crueles de matar. Los hombres son enterrados hasta la cintura. Las mujeres, hasta el pecho. Con los brazos inmovilizados. Entonces una multitud, con piedras que “no deben ser tan grandes como para que la persona muera con el golpe de una o dos de ellas, ni tan pequeñas que no puedan ser definidas como piedras”, según el artículo 104 del Código Penal iraní, arroja los proyectiles mientras la persona esté viva. Supuestamente, si la víctima logra escapar, debería ser perdonada. Pero en un video que me mostraron en Siria, en el que lapidaban a dos seres humanos cubiertos con sacos blancos, la turba se ensañó con el que parecía estarse liberando. La sangre había teñido completamente las pálidas telas cuando los cuerpos dejaron de moverse.

 

Entre los académicos musulmanes hay un fuerte debate sobre si la lapidación es un castigo realmente islámico. No aparece en el Corán, el texto sagrado, pero sí en dichos atribuidos al profeta Mahoma. Quienes se oponen a esta pena argumentan que la palabra del hombre no puede estar por encima de la de Dios, la del Corán, y por lo tanto, no es aceptable. Otros la apoyan y argumentan en su defensa que hay tantas exigencias legales para aplicarla que rara vez se ejecuta. El CICL, sin embargo, ha detectado (es difícil hacerlo en un régimen tan opaco como el iraní) que sólo en Irán (también se lapida gente en Arabia Saudita y Somalia, y en zonas de Paquistán, Afganistán, Indonesia y Nigeria) hay al menos 24 personas en el corredor de la muerte por apedreamiento, de las que 18 son mujeres.

 

Y el CICL cuestiona además los procesos judiciales: Ashtianí fue juzgada dos veces por el mismo delito de adulterio: en la primera fue condenada a 99 latigazos, que le fueron aplicados, tras lo cual la judicatura reabrió el caso y la volvió a sentenciar, esta vez a ser lapidada. El abogado de la mujer llevó el asunto a la opinión pública mundial porque consideró que las pruebas de la defensa fueron injustamente desestimadas, y que además no se presentaron evidencias sólidas de su culpabilidad: recurrieron en cambio a una figura que existe en Irán, llamada “conocimiento del juez”, que le da al magistrado la facultad de decidir casos con base en lo que él cree que ocurrió.

 

Hay pocas cosas que incomoden más a las autoridades iraníes que la presión exterior: la campaña a favor de Ashtianí ha logrado sumar a miles de personas, intelectuales y líderes políticos. La respuesta ha sido confusa: en diferentes momentos, los fiscales, los jueces y el presidente Mahmud Ahmadineyad han emitido declaraciones disonantes: que ayudó a su amante a asesinar a su marido, por un lado, y que nunca fue juzgada por homicidio, sólo por adulterio, por el otro; que la sentencia es inconmutable, que podrían enviarla al exilio en Brasil y que la lapidación sería sustituida por el ahorcamiento.

 

Esto no es sorpresa. Cuando cubrí la revuelta iraní de junio del año pasado pude darme cuenta de que al gobierno le preocupa poco mantener la coherencia de sus afirmaciones. En lo que sí es consistente es en su hostigamiento contra quienes lo exhiben internacionalmente: el principal defensor de Ashtianí, Mohamad Mostafaeí, debió escapar de Irán y exiliarse en Noruega cuando la policía detuvo a su mujer y a su cuñado, e incautó sus archivos. Ahora el hijo y el abogado sustituto, Sajjad Ghaderzadeh y David Houtan Kian, han desaparecido, mientras que los periodistas alemanes están bajo arresto.

 

Más allá de los debates jurídico-religiosos, en los principales círculos de poder en Irán hay molestia porque la lapidación afecta la imagen internacional de Irán. Preferirían eliminarla y mantener sólo la opción que han sugerido para Ashtianí, el ahorcamiento. Pero el salvajismo de apedrear a alguien hasta la muerte no debe opacar el fondo del asunto: que Irán es un país donde las garantías procesales son nulas y las condenas a muerte se emiten con toda generosidad. Sólo es segundo a nivel mundial, después de China. Pero si se comparan los tamaños de las poblaciones de ambos países, se verá que Irán mata mucho más. Según Amnistía Internacional, Irán realizó al menos 388 ejecuciones en 2009, la tercera parte de las de China. Pero este último país no es tres veces más grande, sino casi 20.

 

No sólo a parricidas y criminales: además de las mujeres supuestamente adúlteras, entre los condenados a muerte hay estudiantes que lanzaron piedras y blogueros que criticaron a figuras del gobierno. Aislada y amedrentada, la muerte de Ashtianí podría ser inminente, como sus hijos denunciaron recientemente. Tal vez no la lapiden. Tal vez sólo la ahorquen. ¿Quién le preguntará si eso es consuelo?

 

El naufragio del ayatolá

Por Témoris Grecko (publicado en la sección Opinión de El Universal, 26 de junio de 2009)

Con su aguzado sentido de la justicia, el “representante de Dios sobre la Tierra” debe velar por todos y no se puede equivocar. Es lo que dice la doctrina velayat-e faqih, o “vigilancia del sabio juez”, base de la República Islámica de Irán. Pero el líder supremo, ayatolá Ali Khamenei, se ha alineado con la facción del presidente Mahmoud Ahmadinejad en contra de una gran parte de la sociedad, ha empleado una importante herramienta teológica (“por consejo divino”) para validar el fraude electoral del 12 de junio, y ha dado la señal religiosa y política para desatar la represión generalizada.

Las milicias paramilitares y las fuerzas de seguridad atacan a ciudadanos que protestan pacíficamente y a personas sin relación con el conflicto, dándoles golpizas, aplicándoles torturas y, en un número creciente de casos, asesinándolos. Para ocultar sus acciones y justificar sus actos, inventan conspiraciones extranjeras y difaman con la acusación de terrorismo a quienes ellos mismos han matado, y persiguen a quienes pueden echarles en cara la verdad: prensa extranjera, periodistas locales y cualquier persona que ose tomar fotos con su celular.

En sus sermones, el líder supremo no ha tenido cinco minutos para ofrecerles unas palabras de alivio a las familias de las víctimas. En la última semana, he estado escuchando en las calles un grito que hasta hace poco hubiera indignado a cualquier iraní, pero que ahora suma gargantas de apoyo: “¡Muera Khamenei!”

El manejo brutal y descarado que han hecho Khamenei y Ahmadinejad conflicto creó una situación innecesaria de quiebre del sistema político-religioso. En esta democracia tutelada y autoritaria, el Consejo Guardián evaluó a más de 700 aspirantes a candidatos presidenciales y les negó la participación a todos, excepto a los cuatro que consideró islámicamente irreprochables. Todos son prohombres del sistema: Ahmadinejad, el presidente; Mir Hossein Mousavi, ex primer ministro; Mehdi Karroubi, mulá y ex líder parlamentario; Mohsen Rezaei, comandante de los Guardianes de la Revolución.

Pero Khamenei, quien en 1989 escaló al puesto de líder supremo saltándose requisitos y a clérigos de mayor rango, siempre se ha sabido débil y ha buscado alianzas para afianzarse al poder. Ahmadinejad, con objetivos políticos propios, es su gran aliado.

El desempeño de Khamenei por fin terminó de desnudar frente al pueblo la perversión básica de la doctrina velayat-e faqih: la de que hay hombres –los mismos que la formularon- que tienen poderes divinos para vigilar a la gente.

Tras haber pasado un mes y medio en Cuba, hace medio año, y al llegar a Irán hace seis semanas, me pareció que había enormes similitudes entre las dos añejas revoluciones (tutelaje del líder supremo, culto a la personalidad, supresión de todo lo que esté fuera de la revolución, vigilancia de las actividades de los individuos –por los CDR en Cuba, por las milicias basijis aquí– para castigar sesgos “antirevolucionarios”, propaganda constante, uso de la música y el muralismo para promover el mensaje, nacionalismo y patrioterismo exacerbados, control de los medios de comunicación), pero pensé que la iraní tenía una herramienta muy superior para mantener la hegemonía: la religión.

En Cuba, los errores del gobierno se atribuyen al sistema porque no hay un mecanismo que amortigüe el impacto de los fracasos. En Irán sí: el líder supremo es el que manda, pero la gente había vivido una fantasía democrática de elecciones periódicas con las que podía castigar o premiar la gestión gubernamental. El presidente y los parlamentarios acumulaban el desgaste y se iban con él, lo que dejaba al líder supremo aparentemente incólume.

También en Cuba, el nacionalismo y la construcción del paraíso comunista se han debilitado como mecanismos de control porque la promesa de bienestar material jamás se cumplió. En Irán, los problemas económicos son de esta Tierra, pero la promesa de la República Islámica está en otro mundo: el líder supremo está aquí con su benevolencia para ayudarnos a ir al cielo. Y nadie ha regresado todavía para decirnos que no es cierto.

Con su comportamiento inhumano y faccioso, Khamenei destruyó la mística esencial de su cargo y, con ella, la de la República Islámica. Alarmado, Mousavi advirtió que la convalidación del fraude les daría la razón a quienes piensan que lo republicano y lo islámico son incompatibles. Es que lo son: religión y Estado son cosas aparte y la mezcla es venenosa para la vida pública y privada. Aunque consigan reprimirlos por ahora, los iraníes ya se dieron cuenta.