Columna “Fronteras Abiertas”, en National Geographic Traveler Latinoamérica (octubre 2010)
Bellas montañas, gorilas en peligro, la memoria del genocidio y la constancia de que podemos ser brutales… pero también maravillosos
Por Témoris Grecko
Al llegar a uno de los países con peor fama de toda África, y al provenir de una región complicada como es Latinoamérica, no debería extrañar que uno se imagine que la cuidadosa revisión de equipajes, al cruzar la frontera de Uganda a Ruanda, tenga por objeto la intercepción de drogas, armas o contrabando de algún tipo. El soldado ruandés buscaba otra cosa, en realidad: bolsas de plástico. Encontró una en la maleta de un par de estadounidenses desprevenidas y vacío el contenido sobre las manos de las chicas, para confiscar el envoltorio: las bolsas están prohibidas en el país por su carácter contaminante. En cualquier otro lugar del continente, se amontonan en las calles, en los drenajes, en los ríos, y crean tapones que provocan que el agua se estanque y se amontonen los desperdicios. El daño ambiental es muy grave.
Ruanda está libre de bolsas de plástico. No es el único aspecto que la hace diferente de cualquiera de las naciones vecinas: también se ve sumamente limpia; sus calles están bien pavimentadas, libres de baches y tienen buenas aceras; y uno puede caminar por ellas en la oscuridad de la noche sin temer un asalto. Es una auténtica proeza que este minúsculo paisito de 26,000 kilómetros cuadrados, en el que viven 11 millones de personas (es poco más grande que Belice, que tiene 300,000 habitantes), luzca poco afectado por la destrucción ecológica.
Es cierto que los ruandeses son más reservados y menos fiesteros que los otros pueblos de la zona. No sé si este es su carácter histórico o una consecuencia del genocidio que tuvo lugar aquí en 1994, cuando una locura se apoderó de una parte de los hutus, que conforman el 85% de la población, y la llevó a lanzar una persecución extremadamente violenta contra la minoría tutsi, lo que acabó con las vidas de 800,000 personas en tan solo cien días.
Eso ocurrió hace tan poco tiempo que uno esperaría encontrar el país completamente destrozado. El vecino Congo, que adquirió la independencia en 1960, no ha parado de deteriorarse en este medio siglo y continúa adolorido por guerras chicas y grandes. Casi desde que el Frente Patriótico Ruandés de Paul Kagame venció a los genocidas, en aquel 1994, la consigna ha sido acabar con la idea de que hay hutus y tutsis e insistir en que todos forman parte de un solo pueblo. Yo no encontré a nadie que se identificara como algo distinto que ruandés.
El modelo tiene defectos, claro está, y hay signos de autoritarismo en el gobierno del señor Kagame, quien no ha soltado la Presidencia en 16 años. En contrapartida, hay progreso. Los ruandeses aseguran que convertirán a su país en la Suiza de África y hacen lo posible por atraer inversionistas.
Así como por convencer a los turistas de que vale la pena visitar Ruanda. Cuando anuncié que iba a venir aquí, algunos amigos hicieron extrañas preguntas sobre mi salud mental. La noticia es que no sólo se trata de un lugar seguro, sino muy bello: el otro nombre de Ruanda es tierra de las mil colinas, porque todo son montañas de tierra roja, sembradíos verdes y hermosas casitas en los estrechos valles neblinosos y en las brillantes cumbres. Los contrastes de colores tienen un gran encanto, lo mismo en el campo que en las ciudades como Kigali, la pequeña capital.
Lo mejor son sus parques nacionales, sin embargo. En particular la región de los volcanes Virunga, que comparte con el Congo y es hogar de la última población de gorilas de montaña, animales hermosos, impresionantes y mansos en peligro de extinción. Los ingresos por turismo ayudan a preservarlos. Sin duda es más fácil visitarlos en el vecino país, porque van muchos menos turistas, hay más permisos disponibles y son más baratos: 400 dólares en el Congo y 500 en Ruanda). Por este lado, sin embargo, se cuenta con una infraestructura mucho más desarrollada y es, por mucho, más seguro.
El otro gran atractivo para algunos como yo es precisamente la huella del genocidio: los ruandeses han preservado los sitios donde ocurrieron las matanzas y han construido mausoleos, para guardar la memoria de lo que el ser humano es capaz de hacer contra sus semejantes y tratar de evitar que se repita. Uno mira todo con horror y admiración, porque también se conservan las historias de los gestos heroicos y desinteresados de gente simple que arriesgó –y muchas veces perdió— la vida para salvar a otros. Es el recuerdo de que podemos ser brutales… pero también maravillosos.