¿Sirvió la Revolución tan sólo para insuflarle nueva vida a la dinastía militar? ¿O su aparente fracaso es sólo parte del proceso que conducirá a su triunfo?
Publicado en Esquire Latinoamérica. Marzo 2014.
Tahrir. En árabe, el nombre de esta plaza significa “liberación”. Hace tres años, aquí atestigüé el establecimiento de una pequeña república de la solidaridad, territorio libre de África, espacio de entendimiento y unificación para jóvenes y mayores, campesinos y profesionistas, hombres y mujeres, cristianos y musulmanes de diferentes sectas… una fortaleza sin murallas cuyos límites se defendían con piedras frente a las balas y arrojo ante las ofensivas de jinetes en caballos y camellos, y donde los días de paz transcurrían sobre atmósferas efervescentes de alegre entusiasmo y de un debate político sin restricciones, algo que los egipcios desconocían.
Hoy es 25 de enero de 2014. Miles de personas respondieron al llamado del presidente interino, Adli Mansur, a celebrar el tercer aniversario del inicio de la gesta heroica. Como entonces, Tahrir se llena de gente que improvisa juegos y baila bajo largas y estiradas banderas nacionales, entre risas y esperanza. La Revolución ha triunfado, asegura Mansur. Y con él, festejan muchos más, como los ministros de su gobierno, hoy rehabilitados pese a que la Revolución los había arrojado a la desgracia; los magnates empresariales que se enriquecieron bajo el régimen dictatorial de Hosni Mubarak y que ahora regresan al país, tras haberse marchado al extranjero para evadir la justicia de la Revolución; los generales que supieron maniobrar hasta conseguir que la Revolución hecha en su contra se convirtiera en un instrumento para su propia relegitimación, y montándose en ella, dar el golpe de Estado del 3 de julio y realizar matanzas de civiles sin precedentes en el Egipto moderno; y los magistrados de la Corte, que nunca se fueron y que hoy, en nombre de la Revolución, han encarcelado con y sin cargos a los jóvenes que hicieron la Revolución.
Han pasado sólo algunos minutos desde que estuve con algunos de los que siguen libres… a sólo seis cuadras de aquí, frente al Sindicato de Periodistas, todavía en el centro. Mientras la gente en Tahrir improvisaba juegos, bailaba bajo largas banderas y convertía la fiesta de la Revolución en un mitin de precampaña del general golpista Abdelfatá al Sisi –el Augusto Pinochet egipcio—, los activistas que hace sólo 36 meses hicieron de esta plaza el corazón de la libertad, ahora se esforzaban infructuosamente por llegar hasta ella, atacados con vehículos blindados, gases lacrimógenos y balas de plomo.
Sus compañeros, los dirigentes que concibieron la idea de un levantamiento popular pacífico que forzara un cambio de régimen, yacen en prisión, junto a los periodistas que le dieron cobertura. Cinco días atrás, el 20 de enero, Abdallah Elshamy (@abdallahelshamy), un reportero de 25 años, inició una huelga de hambre porque desde el 14 de agosto, cuando cubría una terrible masacre realizada por el ejército, fue arrestado y lo mantienen en una celda sin presentar acusaciones: ¿Puede haber un interrogatorio peor que aquél en el que las golpizas y las torturas no parecen tener un por qué? ¿Cómo saber qué es lo que no debes decir para proteger a otros, o por lo contrario, qué mentiras te pueden servir para “confesar”, darles satisfacción y que te dejen yacer tranquilo sobre tus huesos rotos, si los mismos verdugos están tan confundidos o son tan incapaces que no logran decidir cuáles son tus crímenes?
Hace dos días, en vísperas de esta fiesta nacional, Alaa Abd el Fattah (@alaa), de 32 años, activista de toda la vida y uno de los iniciadores de la Revolución, logró hacer salir una carta desde la cárcel, para sus hermanas, Mona y Sanaa. En ella, les habla de Manal, su mujer, y de su bebé Khaled, a quien trataba de tranquilizar para que se durmiera a pesar de un resfriado, la mañana del 28 de noviembre en que 20 policías destrozaron la puerta de su apartamento para darle una paliza y arrestarlo. Él sí tiene acusación en contra: al convocar a una concentración contra el procesamiento de civiles ante tribunales militares, violó una ley novísima, del 24 de noviembre, que prohíbe las protestas públicas y que fue impuesta precisamente por el régimen que hoy se dice originado en un alzamiento popular, el del 2011.
En su misiva, Abd el Fattah expresa su desolación por el sentimiento de derrota que se ha extendido en el campo revolucionario, ante un panorama en que su movimiento popular ha sido secuestrado no por un bando rival, sino por dos, que son enemigos entre sí -el de las Fuerzas Armadas y el de Hermanos Musulmanes—, y cuyo conflicto a muerte parece succionar todo lo demás, sin dejar espacio para una tercera vía: “lo que se suma a esta opresión que siento, es que me doy cuenta de que mi encarcelamiento no sirve a ningún propósito, no hay resistencia y no hay revolución. Las personas que están ahora en negociaciones a pesar de que no están en prisión no valen la pena ante la realidad de que me impiden pasar aunque sea una hora con mi hijo. Los encarcelamientos previos tenían sentido porque sentía que estaba en la cárcel por elección propia y que era para obtener ganancias positivas. Ahora, siento que no puedo soportar a la gente de este país y que mi encarcelamiento no tiene otro sentido que liberarme de la culpa que sentiría si no fuera capaz de combatir la inmensa opresión y la injusticia que prevalece”.
EL ENEMIGO ÚTIL
Tres años bastaron para que la Revolución fuera destruida por una contrarrevolución hipócrita, tanto que sale a bailar vestida con los ropajes de la joven que hirió, para hacerse pasar por ella y reír, vieja arpía, como adolescente en busca de un primer amor, el de un general ensangrentado.
¿Cómo es que se produjo esta paradoja de la historia?
Aunque un trienio en un país milenario parece casi nada, es muchísimo lo que ocurrió, a tal velocidad que ninguno de los actores ha logrado acomodarse. ¿De dónde surgen los militares, de dónde los islamistas, de dónde los jóvenes de la revolución?
En mi segunda visita a Egipto, en marzo de 2010, éste era un país sometido a una dictadura que no parecía tener fin: tanto los egipcios como sus gobernantes daban por hecho que se trataba de un pueblo sin conciencia política, incapaz de conducir su propio destino, necesitado de la guía de hombres fuertes como los tres que habían mandado en el país durante casi seis décadas a partir del golpe de Estado de 1952 contra el rey Farouk: Gamal Abd el Nasser, Anuar el Sadat y, desde 1981, Hosni Mubarak. Cada uno representaba a una nueva generación dentro de la misma casta militar, era una dinastía de generales.
Los egipcios de hoy son sumamente suspicaces, muchos de ellos temerosos del extranjero: uno puede buscar las raíces de esta actitud en su pasado colonial, en el que el país fue dominado por otomanos, franceses y británicos, y por la enemistad hacia Israel, con quien tienen una tabla de resultados de 3-1 que los egipcios se esfuerzan en ver como un 2-2: fueron vencidos en las guerras de 1948 y 1967, resistieron con éxito en la de 1956 y, en 1973, volvieron a perder, aunque unas pocas avances hechos al principio (y perdidos después) les sirvieron a los líderes para convencer al pueblo de que le habían hecho justicia al orgullo nacional.
El ejército es un estrecho aliado de Estados Unidos. Inicialmente, Nasser se había alineado con los soviéticos, pero Jimmy Carter convenció a Sadat de que le convenía más Washington y en 1978, Egipto e Israel firmaron los acuerdos de Campo David. En virtud de este pacto, con el que Tel Aviv le devolvió la península del Sinaí a El Cairo, los impuestos de los estadounidenses sirven para hacer un magnífico negocio: cada año, EU otorga 2 mil millones de dólares en ayuda militar a Israel y 1,300 millones a Egipto, a condición de que los gasten en las empresas de lo que el presidente Dwight Eisenhower describió en 1961, como denuncia, como el “complejo industrial militar” que condiciona la política de su país.
Esto es, en la práctica, una transferencia masiva y regular de dinero de los contribuyentes de EU a los fabricantes de armas de EU, a través de la intermediación de los militares beneficiarios. Tal vez los que pagan la tributación no están muy contentos, pero sí hacen felices a los del resto de la cadena, por los inmensos negocios que realizan desde 1979 y porque esto le sirve a Washington para garantizar que el ejército de Israel sea el más poderoso y moderno de la región, y el de Egipto, el segundo.
Es gracias a los generales egipcios que la frontera sur de Israel ha sido la más segura que ha tenido esta nación por 35 años, lo que le permite concentrarse en la ocupación de los territorios palestinos y en enfrentar enemigos de verdad en Líbano y Gaza.
Uno no podría imaginar esto, sin embargo, si se atuviera tan solo a la retórica del ejército y el gobierno de Egipto, siempre denunciando los maquiavélicos planes de estadounidenses e israelíes; de los vecinos y otros países árabes, incluidos los palestinos, a quienes supuestamente defienden; además de europeos, rusos, iraníes, Al Qaida, Hamás y Hezbollah, mezclando en rocambolescas conspiraciones a quienes en la vida real son enemigos. De esta forma, los egipcios han sido indoctrinados por sus autoridades para creer que todo el mundo tiene una actitud perversa contra su nación y que es sólo gracias al fervor patriótico y la firmeza de sus fuerzas armadas y sus generales que el país está a salvo.
El lema repetido en escuelas y medios para consagrar esta doctrina es “el ejército y el pueblo son una sola mano” (nótese quién está primero en esta ecuación).
En tiempos de Mubarak, la seguridad nacional servía como justificación para lo que fuera necesario: se encarcelaba y mataba a opositores, se censuraban y cerraban periódicos, se expulsaba a extranjeros y se lanzaban sonoras críticas en foros internacionales, para el aplauso popular.
La disidencia, se decía, era de traidores. Pero resultaba útil: Hermanos Musulmanes (HM), una organización fundada en 1928, creció siempre en las márgenes de la política, gracias a un dedicado, paciente y sistemático trabajo de base a partir de las mezquitas. En numerosos sitios, ellos proveen los servicios de salud y apoyo social de los que el Estado se desinteresa. En distintos momentos, cuando los militares los necesitaron, hicieron alianzas con ellos, y en cada ocasión, terminaron aplastándolos y –consecuencia natural— empujando a muchos a la radicalización.
Tras el golpe de 1952, Nasser los utilizó para consolidar lo que él llamaba “revolución”, hasta que los vio como un peligro y lanzó una persecución brutal. Sayed Qutb, un ideólogo islamista al que hizo ejecutar en la horca en 1956, se fue al extremismo y dejó obras que hoy tienen gran influencia en los grupos de yijadistas (los que hacen la yijad o guerra santa islámica) de todo el mundo, y que justifican la búsqueda de la venganza y el martirio.
Al alejarse de Moscú y aproximarse a Washington, Sadat temía el ataque de la izquierda nasserista, por lo que sacó de la cárcel a los miembros sobrevivientes de HM para formar una alianza conservadora. No contaba con que algunos grupos islamistas, inspirados en Sayed Qutb, no le iban a perdonar los acuerdos con Israel y lo asesinarían en 1981. Esto desencadenó una nueva ofensiva contra los HM a cargo del sucesor, Hosni Mubarak, lo que dejó cientos de muertos y miles de encarcelados.
En esos días, un joven doctor de clase alta, reveló bajo tortura la identidad de un amigo cercano, al que capturaron y mataron: el hombre, que huyó a Afganistán tras su liberación, vivió presa de una amargura que se convirtió en una ideología de violencia: se llama Ayman al Zawahiri y, tras la muerte de Osama bin Ladin, se convirtió en jefe de Al Qaida.
A lo largo del mubarakismo, el gobierno modificó sus tácticas como le resultó oportuno: a veces promovía la división entre los islamistas, dándoles respiro a Hermanos Musulmanes mientras perseguía a los grupos más radicales, o a veces cargaba contra todos juntos; en el nuevo siglo, permitir la competencia electoral hasta ciertos límites le permitía darles un barniz democrático a sus comicios. Para mayor beneficio político, la combinación de los actos terroristas de los yijadistas con los avances electorales de HM le ayudaba a asustar con el fantasma de que Egipto pudiera caer en manos del islamismo: espantados, los sectores laicos, liberales y cristianos dentro del país, más Israel, las potencias occidentales y los países árabes, preferían sostener a un Mubarak malo pero también sociable.
CUATRO CAMPEONES
Las camionetas blindadas avanzan a toda velocidad por la avenida Abd el Khalik Tharwat, por Kasr al Nil, por Sherif Basha. Frente al peligro de ser arrollados, los manifestantes se dispersan para refugiarse en los callejones y defenderse a pedradas. Cada uno de los vehículos tiene una pequeña torreta techada que permite que un adulto se ponga de pie, saque cabeza, brazos y fusil, y dispare. Veo a un hombre, porque, debajo del uniforme policiaco, es un hombre, que está cazando a tiros a muchachos que podrían ser sus hermanos, sus amigos. Sayed Weza, de 20 años, militante del grupo Socialistas Revolucionarios, es herido cerca de mi posición, con un balazo en el pecho y otro en el estómago. Morirá poco después.
Serán tres los asesinados en ese rato y 89 en el día. Pienso en ese hombre. Que es tan hombre como su acompañante, el conductor, que ahora se lanza contra la gente como lo han hecho sus compañeros tantas veces; me acuerdo de la masacre de Maspero, el 28 de octubre de 2011, al lado del legendario río Nilo: aquéllos eran auténticos camiones pesados, de enormes ruedas, capaces de transportar a una decena de agentes, y avanzaron sobre una multitud de cristianos que protestaba por la destrucción de una iglesia: las personas se arrojaban sobre los demás en el vano intento de evadir a los gigantes metálicos que se les venían encima, que avanzaban hasta atascarse sobre los cuerpos de las mujeres, de los jóvenes, y después marchaban en reversa rompiendo lo que no habían roto, aplastando lo que seguía vivo. Así mataron a 28 egipcios e hirieron a 212.
Ahmed Amir Hassem, fotógrafo de 26 años del diario Al Horia wa al Adala, registró su propia muerte. Era el 14 de agosto de 2013 y estaba grabando en video la peor matanza de la historia moderna de su país, frente a la mezquita cairota de Rabaa al Adawiya: el saldo del ataque militar contra un plantón de civiles, según el Ministerio de Salud, fue de 638 muertos y 3,994 heridos; HM pone las víctimas fatales en 2,600. En apenas doce horas de exterminio sistemático, con toda calma. El joven Hassem había localizado a un francotirador que disparaba contra la multitud. Su error mortal fue no darse cuenta de que el soldado lo había visto vio también: el militar simuló apuntar a otro sitio, hizo un movimiento súbito y, con precisión olímpica, se anotó una vida más en su cuenta heroica: la de Hassem, que había hecho su última toma… la más memorable.
Ese tirador es hombre, como el que estoy viendo en la torreta mientras busca hacerse otra muesca en el mango del fusil. Hombre como el llamado “francotirador del ojo” que, durante la batalla de la avenida Mohamed Mahmoud, en noviembre de 2011, se jactaba de disparar perdigones directamente contra los globos oculares de los manifestantes, para compensarse porque no recibía autorización para utilizar armas letales: los dejaba ciegos. Lo suyo no era un prodigio de técnica ni de puntería: el arma escupía una multitud de balines que se dispersaba para abarcar un área amplia. Los sentí varias veces, rociando la pared y las ojos de los árboles cerca de mí, cuando escapé por accidente entre el gas lacrimógeno y la confusión de esos combates. ¡Ufff!, exclamaba, como los demás. Pero al tipo le parecía genial y sólo supimos de él, descubrimos quién era, porque en su eructo de placer e impunidad presumió de sus logros para la cámara de un teléfono móvil y el video llegó a YouTube.
El policía que acaba de pasar frente a mí, disparando contra muchachos indefensos, ese hombre… ¿también se creerá campeón?
Los jóvenes opositores no lograrán llegar a Tahrir. A la Tahrir que conquistaron hace tres años y que han perdido, que les han arrebatado. Allá hacen fiesta los que dicen que son revolucionarios, los que aplauden y ríen cuando pasa muy bajo un gran helicóptero militar —un Chinook estadounidense—, los que piden la presidencia y la gloria para un general del viejo régimen.
UNA PEQUEÑA REPÚBLICA
La Revolución tenía que venir. Lo gritaba el país y se veía en su garganta, Tahrir. En el ámbito musulmán, El Cairo es conocida como “la madre de la Tierra”. Incluso en Estambul, luz de Turquía, la gente considera un hecho natural lo que parece una etiqueta turística demasiado inspirada, como si de alguna forma la capital egipcia fuera una mujer capaz de amamantar la niñez inconclusa de la umma al arabiya, la nación árabe. Y eso, a pesar de que la antiquísima Estambul luce medio siglo más joven y moderna que la ciudad del Nilo.
Es una pena constatar que han permitido que El Cairo caiga en una prolongada decadencia. Las glorias de su zona céntrica son de hace 80 años: no parece que desde entonces hayan reparado una ventana, pintado una puerta o lavado una pared. Los servicios de limpia son un fenómeno desconocido. Bajo las capas de polvo y basura que nadie retira, las calles están llenas de hoyos. La atmósfera es difícil de respirar porque, al problema natural de estar en medio del arenoso desierto del Sáhara, se suma que los combustibles son de muy mala calidad, densos en plomo, y las maquinarias de vehículos y fábricas son muy viejas.
Los datos sociales son deprimentes. Sólo un par: aunque Nasser impulsó un sistema educativo occidental, sólo el 72% de la población sabe leer y la tercera parte de las mujeres es analfabeta; un 91% de ellas, según un informe de la Organización Mundial de la Salud (2008), fue sometido a la circuncisión del clítoris.
Es el reflejo de una economía que no funciona, en donde no hubo ni planificación socialista ni libre mercado, en el que las empresas no persiguen la eficiencia sino aprovechar las redes de amistades en el gobierno que les permiten obtener contratos a dedo. Es un sistema de compadrazgos que tiene como centro al ejército, y que por lo mismo, como era inevitable, ha hecho que el país se encamine al fracaso. Este Egipto de generales ricos y ciudadanos empobrecidos, que subsiste muy lejos de su potencial, es el que fue creado por la dinastía militar de Náser, Sadat y Mubarak.
La única manera de sostener esta mafia es sobre servicios represivos eficaces, pero a falta de toda eficiencia, se emplea la brutalidad. La policía, incluidas las Fuerzas Centrales de Seguridad (FCS: un cuerpo creado para hacer el trabajo sucio del que el ejército prefiere no saber nada, y que, sintiéndose ninguneado e insultado, se ha convertido en un poder autónomo y rencoroso), se acostumbró a ser temida y respetada a base de violencia e impunidad.
El 6 de junio de 2010, en la ciudad de Alejandría, dos policías mataron a golpes, en público, a Khaled Said, un muchacho de 22 años. El parte oficial indica que murió por asfixia al tragar un paquete de hachís. Las fotos muestran un cadáver totalmente desfigurado. “La tragedia de Said es la tragedia de Egipto”, escribió un vecino suyo, Amro Ali, en la web australiana Online Opinion (9/jul/2010). “Un joven que no era ni activista político ni religioso radical, sino un egipcio ordinario al que se acusaba de cosas que de ninguna forma pueden justificar su linchamiento. Said era el hijo de alguien, el hermano de alguien, el amigo de alguien y, si no fuera por lo que ocurrió, el futuro de alguien. Pero el sistema que se suponía que debía protegerlo y darle sus derechos, le arrebató sus derechos al quitarle su vida. Es un clavo extra en el ataúd del golfo cada vez más ancho entre gobernante y gobernado. El establishment egipcio olvida que tendrá que enfrentar las consecuencias de sus actos”.
La protesta contra la policía que dio origen a la Revolución, el 25 de enero de 2011, fue convocada al grito de “todos somos Khaled Said”. Al principio, fue cosa de jóvenes de las grandes ciudades, pero ganó un atractivo que amplió su poder de convocatoria. La incapacidad de las autoridades de expulsarla de Tahrir y sofocarla de inmediato, a pesar de que de inmediato intervinieron las FCS y grupos de matones al servicio del sistema, llamados baltagiyya, y la caída, una semana antes, del presidente tunecino Zine el Abidine ben Ali, tañeron una campana que sonó como la oportunidad para sumar los agravios y las reivindicaciones de un abanico enorme de sectores sociales, urbanos y rurales. Entre ellos, aunque al principio había menospreciado el movimiento, estaba Hermanos Musulmanes: pasados los días más duros de los combates, sus miembros llegaron a la plaza a montar un templete propio y a incorporar sus consignas.
A pocos les pareció mal que vinieran. Era el momento de la gran fraternidad egipcia en la república de Tahrir: los cristianos formaban cadenas humanas para proteger de las cargas policiacas a sus compatriotas islámicos, cuando éstos se inclinaban para rezar, y el apoyo les era devuelto los domingos, al celebrarse ceremonias alrededor de la cruz en plena plaza; las mujeres de clase alta venían a regalar alimentos, bebidas, mantas y tiendas de campaña a los campesinos pobres que se sumaban a la protesta: no recuerdo haber visto a alguien con hambre o frío; los músicos se subían a animar el ambiente en los foros improvisados con nuevas canciones que se convirtieron en himnos; los actores famosos se mezclaban con la gente que los seguía en marchas de 48 horas alrededor de la rotonda; las presentadoras de noticias se paseaban con carteles en los que explicaban que habían renunciado a la televisión para no seguir mintiendo; jóvenes de cabelleras largas y deslumbrantes, chicas con las cabezas decoradas con coloridos jiyabs (pañuelos) y otras que ocultaban cuerpo y rostro bajo un negro nicab, se sentaban sobre plásticos azules a beber té y reír.
LA VARA DE LA JUSTICIA
En el televisor aparecen 21 jóvenes, bellas y sonrientes. Unas adolescentes, otras entrando sin darse cuenta en la temeridad de ser adultas. Todas vestidas de blanco, con las cabelleras cubiertas por jiyab y límpidos chadores cayendo desde los hombros. Sus rostros transmiten alegría y gusto por la vida: presentan una imagen que Egipto podría utilizar para promocionarse en el exterior, invitar al mundo a reconciliarse con él y reestablecer la tradición turística que inició Heródoto hace 2,500 años. En los cafés del centro de El Cairo, la gente habla de estas muchachas que ve en la pantalla, sentadas detrás de una cuadrícula de barrotes carceleros. Las llaman terroristas. Los presentadores las señalan como enemigas de la patria, un peligro para el pueblo. Piden condenas. Y Egipto, desinteresado en la bondad y en la justicia, los complace, el 29 de noviembre de 2013, con 11 años de prisión. Siete de ellas son menores de edad. Sohanda Abdel Rahman tiene sólo 13 años.
Aunque algunas sólo iban pasando por el lugar equivocado en el peor momento, el tribunal las halló culpables de obstruir el tráfico durante una protesta de Hermanos Musulmanes, en octubre. Ocho meses antes, por intento de asesinato contra cinco personas a las que dejó ciegas, Mahmud al Shenawi, el “francotirador del ojo”, había sido sentenciado a tres años de cárcel.
Reina sobre el pueblo que divides. Después del golpe de Estado del 3 de julio, el ejército estableció una política de culpar a Hermanos Musulmanes de los atentados sangrientos que cometían otros grupos, y los declaró organización terrorista. La intensa propaganda le sirve para reunir en torno suyo a la mitad del pueblo, o algo más, en su determinación de aplastar a la otra mitad, o algo menos. Hay un enemigo cuya maldad atribuida lo hace menos que humano. No se puede sentir piedad ante su sufrimiento.
Martes. Once de la noche. Cinco nacionales de Egipto, dos de Bélgica y uno de México comparten unas cervezas en un bar de nombre francés, perteneciente a una actriz famosa en el pasado, en la calle Hoda Shaarawy. De los europeos, uno es un chico de 21 años, junto al que se ha sentado una cairota de su edad, de cuidado cabello castaño largo, rostro blanco con mejillas encendidas, ojos grandes y sonrisa amplia, constante. Pinta para romance.
Hora y media después, terminado el encuentro, el belga comparte sus sentimientos por la calle. No es amor: “No puedo creer lo que me acaba de decir. Que a esa gente hay que eliminarla. Que merecen morir porque son terroristas. Le recordé que ahí también hay chicas como ella, que hay niños, que los están matando. Contestó que a este pueblo le falta disciplina y que sólo el ejército puede dársela”
UN FALSO MANDATO
Caído el dictador, el 11 de febrero de 2011, fui un testigo afortunado de lo que puede ser la etapa más esperanzadora que haya vivido el país desde la época de Naser. Miles de personas salían a las calles provistas de botes de pintura y paletas de albañil, a reparar los daños de la lucha y marcar las señales de la calle: “La Revolución no sólo debe ser nacional, también individual”, decían, “tenemos que convertirnos en buenos ciudadanos”.
Dejé pasar un verano y regresé en noviembre de 2011. El Egipto de Mubarak le había dejado el sitio a un segundo no muy distinto: el del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA), encabezado por el general Mohamed Tantawi, hombre fuerte del país. En los días de calma de febrero, los militares habían logrado convencer (y quienes tenían miedo de enfrentarse a ellos, se habían dejado persuadir) de que eran “neutrales” –como si no fueran parte del Estado— en la lucha entre pueblo y gobernante, y señalaba como los agresores a las FCS y los baltagiyya. Por eso, se dio la extraña situación de que una mayoría de revolucionarios aceptó la protección del ejército, cuyos tanques y soldados controlaban los accesos a Tahrir.
Muchos activistas que desconfiaban, sin embargo, dormían y pasaban el día recargados contra las orugas de los blindados, con lo cual lograron evitar, en varias ocasiones, que éstos avanzaran poco a poco, quitándoles terreno. No querían a los generales entonces ni a fines de 2011, cuando el intento de tomar la sede del Ministerio del Interior (al cual están adscritas las FCS) produjo cinco días de combates en lo que se conoció como la batalla de Mohamed Mahmoud.
La vanguardia estaba conformada por los simpatizantes del equipo de futbol cairota Al Ahly, uno de los principales de África. Pero la fuerza total de la oposición estaba disminuida: Hermanos Musulmanes, que se creía beneficiario seguro de los procesos electorales venideros, se había aliado con el ejército para asegurar la celebración de los comicios. Si la solidaridad es un concepto que solían predicar sus dirigentes, ya lo habían olvidado para el 9 de octubre, cuando los camiones del ejército aplastaron a los cristianos en Maspero. Para ellos, HM no tuvo ni una palabra de consuelo.
Su juego pareció salir tan bien durante 2012 que sus líderes ignoraron sus compromisos de comportarse de forma incluyente: habían ofrecido redactar una constitución pactada con laicos, liberales y cristianos, pero al final se aliaron con otros islamistas y la hicieron a su gusto; habían asegurado que no presentarían candidato presidencial y después postularon a Mohamed Morsi.
Él ganó en segunda vuelta (16-17 de junio de 2012), por muy poco, un 51.7% de los votos. Su rival, Ahmed Shafik, era un político cercano a Mubarak y muchas personas, que no podían aceptar que la primera elección democrática le devolviera el poder al viejo régimen, optaron por Morsi.
Por el menos malo. A pesar de que en la primera vuelta sólo habían conseguido el 25% de las papeletas, Morsi y su gente sintieron que tenían un mandato para rehacer el país a su manera, sin tomar en cuenta a la mitad que no votó por ellos. También trataron de apoderarse de la Revolución y su prestigio, gritando por todos sitios que el suyo era el esperado triunfo del alzamiento del 25 de enero. El ejército, desgastado por sus malos resultados, le entregó el poder el 30 de junio. Probablemente esperaba que el sabotaje sistemático contra el gobierno, que se realizaba desde la administración pública y el poder judicial (integrados por mubarakistas), y la torpeza política de Morsi y HM, iban a descarrilar su gestión. La economía continuó descendiendo al precipicio mientras sectores crecientes de la sociedad se sintieron agredidos por el autoritarismo de los inexpertos gobernantes. La policía que antes había perseguido, encarcelado y asesinado a los Hermanos, ahora perseguía, encarcelaba y asesinaba en su nombre, sin que el presidente presentara una objeción: antes que eso, justificaba la brutalidad como antes Mubarak lo había hecho con la que sufrieron ellos.
En marzo de 2013, cuando vivía mi tercer Egipto, el de Hermanos Musulmanes, atestigüé un fenómeno sorprendente en una ciudad donde la gente no utiliza los ojos para conducir, sino los oídos: el ruido de los cláxones es perenne, no se acaba, parece una bestia invencible, un tigre chillón que ruge en los tímpanos… pero esa tarde, en la transitada avenida Mohamed Fahrid, de pronto dejaron de sonar. Los coches pasaban en silencio mientras se escuchaban risas y algunos gritos. En ambas aceras, grupos de jóvenes sostenían carteles hechos a mano, que rezaban: “Si apoyas a Hermanos Musulmanes, toca la bocina”. Los odiaban.
LA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LA SOSPECHA
“Welcome to Egypt!” es la frase con la que todo egipcio congratulaba a los visitantes antes de 2011. En 2014, no viene sola: “Welcome to Egypt! What are you doing here?”
La relación con los extraños sume a los egipcios en un agudo ataque de esquizofrenia: es muy difícil armonizar su tradición milenaria de hospitalidad con los efectos de la campaña permanente de promoción de la paranoia popular que lleva a cabo el gobierno, un caldo de amebas hambrientas que los militares los hacen tragar y que con frecuencia opaca sus buenos sentimientos: es un deber colectivo darle la bienvenida al foráneo, pero después de ello, con frecuencia, viene la suspicacia: ¿por qué está aquí, a quién sirve, se propone dañarnos?
“Desde el principio, él sabe cuál es su misión y su objetivo”, dice un anuncio en la televisión, transmitido durante junio de 2012, que mostraba a un extranjero entablando amistad con unos jóvenes egipcios en un café: “Como somos siempre generosos, él se mete en tu corazón como si fueran viejos amigos”. Desprevenidos, los lugareños comentaban que había problemas de transporte y que los precios estaban muy altos… mientras el forastero aprovechaba para enviar tan confidencial y extensa información… en mensajes de texto, por el móvil. “Ten cuidado con lo que dices”, concluía el narrador, “cada palabra viene con un precio. Una palabra puede salvar una nación”.
Lo único peor que parecer miembro de Hermanos Musulmanes, es ser extranjero o periodista… o periodista extranjero. Por lo general, en los escenarios de conflicto, el reportero sabe que uno de los bandos estará siempre más incómodo con él, pero puede contar con que habrá otro con el que se pueda sentir más seguro. En Egipto ya no es así: policía y ejército, simpatizantes del régimen y miembros de Hermanos Musulmanes constituyen un peligro real. En menor medida, pero influidos por la propaganda, también entre los jóvenes de la Revolución aparecen suspicaces preocupados por la posibilidad de tener a un espía de ignotas potencias enemigas.
“El alto precio de disentir”, se titula un informe de Human Rights Watch, del 20 de febrero, que da cuenta de la ofensiva gubernamental contra periodistas y académicos. Esta persecución tiene toques cómicos, como la difusión de un video del arresto, el 29 de diciembre, de la que apodaron “célula terrorista del Marriot”, que no era más que un equipo de la cadena Al Jazeera alojado en el Hotel Marriot: la cámara se detiene en cada uno de los objetos que se supone que son incriminatorios: laptops, discos duros, libretas de apuntes, hojas de notas y una videocámara. Por si no se apreciara el obvio poder criminal de estos instrumentos, ambientaron la secuencia con la banda sonora del thriller de Hollywood “Thor: The dark world”, y lograron hacer coincidir los momentos de tensión dramática musical con aquellos en los que aparecen temibles notas escritas a mano y peligrosos teléfonos móviles.
Igualmente jocoso fue que, al abrir un proceso contra Al Jazeera, acusaron a un total de 20 personas: en la cadena sólo conocían a 8 de ellas. Entre los enlistados había tres extranjeros con nombres tan mal escritos que a las embajadas les costó días averiguar de quién se trataba. La de Holanda no supo quién era su presunta compatriota “Johana Identity”, hasta que descubrió un número de seguridad social que coincidía con el de la periodista Rena Netjes, cuyo nombre de bautizo es Johana. Así de sólidas serían las pruebas en su contra. Para ella, el asunto no fue gracioso: en un día normal, recibió la llamada de alerta de sus diplomáticos y de pronto su vida cambió, tuvo que esconderse y salir de Egipto, el país donde vivía.
Los reporteros del Marriot, el canadiense Mohamed Fahmy, el australiano Peter Greste y el egipcio Baher Mohamed, fueron arrojados a una de las congestionadas prisiones, la de Tora, en el área de máxima seguridad. En otro sitio de la misma cárcel, se encontraba Abdallah Elshamy, el joven periodista. El 20 de febrero, cumplió 197 días en prisión y un mes en huelga de hambre. Seguía sin saber de qué lo acusaban. “Sólo soy un chico de 25 años que estaba empezando una carrera en periodismo y esto me ha afectado mucho”, escribió en una carta publicada el 1 de febrero. “El precio que pago por mi libertad no es nada comparado con los colegas que han perdido la vida”.
UN GOLPE DE MANUAL
En la primavera de 2013, un grupo de jóvenes, que aseguraba representar a la Revolución, supo darle cauce al descontento al lanzar la campaña “Tamarod” (rebélate), con la que recaudó, según sus propios números, tres millones de firmas para pedir la renuncia del gobierno. Sobre esa base, realizaron gigantescas manifestaciones en Tahrir y otras parte de Egipto, el 30 de junio de 2013, cuando se cumplía el primer año de Morsi en el poder. Al día siguiente, el ministro de Defensa, Abd el Fattah al Sisi, lanzó un ultimátum: el presidente tenía 48 horas para marcharse. El 3 de julio, el ejército ocupó la casa de gobierno, encerró al mandatario en un lugar desconocido, capturó o asesinó a todos los dirigentes y congresistas de los HM que pudo encontrar, disolvió el Congreso, tomó los canales de televisión, impuso la censura informativa y lanzó a las tropas a reprimir las manifestaciones en la calle.
Un golpe de Estado hecho como mandan los manuales. Pero la versión oficial era la contraria: el ejército veía preocupado cómo Morsi amenazaba los ideales de la Revolución del 25 de enero y, acatando la demanda del pueblo expresada en una supuesta “segunda revolución”, la del 30 de junio, salió al rescate.
El general Sisi apareció en un acto formal, acompañado de los sectores enemigos de HM: Tamarod, liberales, el patriarca cristiano y, para sorpresa de todos, Al Nour, un partido islamista más radical que el de Morsi.
La inconformidad entre la militancia de HM era inmensa: durante años los habían llamado a aceptar las reglas de la democracia y, desde su punto de vista, más que estrecho, las habían seguido. En deferencia a Washington, incluso, se habían comprometido a respetar los acuerdos con Israel y seguir garantizándole seguridad en esa frontera. Y de todas formas, los derrocaron. Mucho peor que eso: los masacraron varias veces, con extremos como la matanza de Rabaa al Adawiya.
LA LIBERTAD ES UNA PROMESA
Miles de rostros felices en Tahrir acentúan la farsa del festejo de la Revolución cuando, muy cerca, a los revolucionarios los están matando para que no puedan llegar a la plaza; la sangre corre ante la complacencia de tantos que no sólo justifican las masacres, piden más a coro: “Pena de muerte a los terroristas”.
Aunque el general Sisi está masacrando a su pueblo en números que Pinochet no alcanzó, no dejo de notar las similitudes, como que ambos traicionaron al hombre que les había dado su confianza al nombrarlos ministros de Defensa y que a ambos les gusta hacerse fotografías con uniforme y ojos ocultos tras gafas oscuras. Y parece, por otro lado, que este sector del pueblo egipcio es como los simpatizantes de Pinochet hace 40 años: acude con regocijo al exterminio de los que no piensan como ellos, sin detenerse a pensar o sentir las acciones brutales de las que se está haciendo cómplice por aplauso. Los de septiembre de 1973 y los de julio de 2013 han pasado a la historia de la misma manera: como sonrientes comparsas de una ciclópea gesta criminal.
Un efecto de la violencia, en ambos países, fue empujar a los reprimidos hacia la lucha armada. Será difícil sorprenderse si la insistente acusación de que HM es terrorista se convierte en una profecía auto-cumplida: muchos jóvenes que ven cómo matan a sus mujeres y niños sin que sus dirigentes sean capaces de impedirlo, y ante la flagrancia del engaño que sufrieron al participar del juego democrático, sentirán que la única forma de resistir es la guerra.
Otro punto de contacto entre Chile y Egipto es que los generales de las matanzas tienen el respaldo del gobierno estadounidense de turno. En este caso, de Barack Obama, cuyo secretario de Estado, John Kerry, vino a El Cairo, el 3 de noviembre de 2013, a garantizarle al ministro egipcio de Exteriores que “tienen nuestro apoyo en la tremenda transformación que está viviendo Egipto. Sabemos que es difícil”, pero “la ruta (de transición hacia la democracia) se está siguiendo de la mejor manera que podemos percibir”.
Su percepción es algo selectiva. Pero no es el único optimista. El 6 de febrero, a sólo cinco días de que se cumplieran tres años de su caída (una fecha que el gobierno no marcó), se publicó una entrevista con Hosni Mubarak, en la que la periodista kuwaití Fajer al Saeed le preguntó que quién le gustaría que gobernara Egipto: “El pueblo quiere a Sisi y la voluntad del pueblo se impondrá”. El viejo faraón le cedía el cetro al nuevo, al informal heredero de la dinastía militar que instituyó Naser. Revolucionar para seguir igual. El de Sisi es el cuarto Egipto que vivo.
Pero es prematuro anunciar el fin de la historia. Si bien Sisi se ha tomado su tiempo para confirmar que será candidato a presidente, algunas declaraciones suyas a medios extranjeros dan la impresión de que sí lo hará. Sin embargo, se estará montando en un toro mecánico a máxima potencia y sin control: algunos estimaban que iba a preferir mantenerse como hombre fuerte del país y poner en el cargo a un incondicional al que –ante el desgaste que sufrirá quien dé la cara como gobernante porque la economía seguirá deteriorándose— fuera fácil destituir y reponer como un fusible quemado.
Al general lo rebasaron las expectativas, sin embargo: se presentó como salvador de la nación y ahora el pueblo exige que cumpla. Aunque posiblemente lo conduce su ambición personal, tampoco tenía muchas posibilidades de evadir el compromiso, pues “sus fans gritarían que los abandonó y sus enemigos pedirían enjuiciarlo, si no es que asesinarlo, a él o a miembros de su familia”, explica el periodista Majmud Salem.
La historia tampoco está resuelta para Egipto. Por el momento, se siente que asistimos al fracaso revolucionario, a la restauración de un viejo régimen reforzado… de la misma forma en que, en julio de 2012, parecía que, tras 85 años de lucha, finalmente Hermanos Musulmanes había vencido… y en 2011, se creía que había nacido un Egipto liberal destinado a permanecer. Este cuarto Egipto puede resultar igualmente efímero… y ser todavía sucedido por el Egipto embrionario de la república de Tahrir, el que todavía no nace.
La Francia de la Revolución le cedió el lugar al imperio napoleónico y éste, a la reinstitución de la monarquía borbónica… antes de retornar al proceso iniciado en 1789. Los movimientos de 1848, el llamado año de las revoluciones, no murieron cuando todas ellas fueron reprimidas: como en tantos otros ejemplos, las transformaciones que les dieron origen se fueron acentuando. En el caso egipcio, buena parte de la sociedad ha sufrido profundos cambios y ya no puede ser dominada como lo fue durante las seis décadas de régimen militar.
“Cuando mi mente se aburre del pasado, pienso en el futuro”, escribió Abdallah Elshamy en otra misiva, publicada el 15 de febrero. “En un día en el que los miles encerrados –todos ellos, sin discriminación— salen libres. El día en que hacer mi trabajo ya no sea considerado un crimen. En la cárcel, vemos en cada rincón las señales de un mejor futuro. Tal vez porque no estamos afuera para ver la imagen más pesimista. Pero eso es lo que tenemos: la más ligera brisa que se cuela sin permiso del guardia, o el trinar de los pájaros que no podemos ver. Todos ellos me dan la certeza de que la libertad es una promesa que les será cumplida a quienes mantengan su lealtad hacia ella”.