Por Témoris Grecko / Şanliurfa, Kurdistán, Turquía Oriental
Hace una hora vi que la televisión turca exhibía –y repetía– el video del asesinato de dos personas en el metro de la Ciudad de México. Estaba sentado en el suelo al lado de un kurdo de 62 años, un hombre que pasó casi una década preso en horribles cárceles, a causa de sus actividades en el movimiento armado que todavía hoy enfrenta al ejército turco en su lucha por la independencia del Kurdistán. Estoy en Şanliurfa, cerca de donde surgió el PKK, Partido de los Trabajadores Kurdos, la guerrilla separatista. Estos son días de fiesta porque celebran el fin del Ramadán. Los niños se persiguen por las calles agitando sus juguetes, todos de un mismo tipo: armas. Imitaciones en plástico de pistolas, fusiles Uzi, Kalashnikov Ak-47, M-1 y otros que no identifico. No hay pelotas de fútbol, bates de béisbol, carritos ni mucho menos muñecas. Alguien me explica que en todas las casas los padres guardan armas de verdad y los chamacos sólo repiten lo que ven.
Las imágenes, sin embargo, no sólo me dejaron estupefacto a mí: el exguerrillero también se quedó con la boca abierta. “¿Por qué pasa eso en México?”, preguntó. La siguiente noticia mostraba a madres turcas que visitaban las tumbas de sus hijos, muertos en la guerra. Pero la insensatez de ver a un hombre que disparaba contra otro, desarmado, frente a cientos de personas en el transporte masivo de una gran ciudad, lo afectó más.
¿Qué respuesta darle? ¿Que nos estamos volviendo locos todos? ¿Que ya hace mucho tiempo desde que lo que ocurre en nuestro país es demasiado? ¿Que nuestro pueblo, a diferencia del kurdo, tiene Estado propio, territorio, libertades, una democracia en funciones, una economía integrada a la mayor del mundo, que está libre de centenarios enfrentamientos étnicos y religiosos, y que de todos modos nos hemos vuelto locos y secuestramos aviones por indicación de Jesucristo y matamos porque lo dice la Biblia?
Hace dos años le mostraba mi país a mi pareja de entonces, de origen extranjero. Aunque había muchas cosas que ya estaban mal, en general parecían haber razones para pensar que el país mejoraba, de manera lenta y con desagradables altibajos, es cierto, pero se sentía optimismo entre la gente. Todavía en octubre de 2008, cuando estuve en Barcelona, los españoles se “paniqueaban” por una crisis económica que los mexicanos esperábamos (queríamos desesperadamente creer) que no nos golpearía de lleno.
2009 es el peor año de la historia de México desde que yo estoy en este mundo.
La sucesión de crisis es apabullante: económica, claro está; de seguridad pública, también; y además de salud pública (sazonada con temblores), de agua –inundaciones, sequías y agotamiento–, de decisiones incompetentes (por más que he querido pensar y decirles a todos en el extranjero que los mexicanos fueron muy valientes al ponerse en cuarentena, no deja de llamarme la atención que en el resto del mundo, ahora que la influenza se extendió y provoca estragos en todos lados, a nadie –a nadie– se le ha ocurrido que es necesaria una medida así); y de fin final por fin de toda alternativa política: entre el fracaso del PAN, la imensidad del cinismo de los autollamados verdes, la autofagia socialdemócrata y el tragicómico harakiri de López Obrador, el PRD y los petero-convergentes –inesperadamente protagonizado por “Juanito”–, el gran beneficiario de nuestra destrucción social es el PRI… ¡vaya jugada de la historia!
Para redondear, crisis de salud mental. Al momento de escribir esto, sábado 19, no se sabía que el asesino del metro tuviera más motivaciones que un acceso de locura religiosa. Lo mismo que el secuestrador áereo. Era algo que tenía que ocurrir: ¿cómo no nos vamos a volver locos con esta situación? Y esto es sólo lo visible, lo más aparatoso, porque un caso ocurrió en un avión y porque el otro nos lo trajeron a todo color las cámaras del Metro. ¿Cuántas cosas están pasando todos los días, en las ciudades, en las montañas? ¿Cuántas a nivel individual? ¿Y cuánto falta para que la desesperación por el agua, por el desastre económico, por los impuestos (aplicados masivamente porque no se quieren meter con los que más deberían pagar y nunca lo hacen), por los despidos, y tantos etcéteras, opten por alternativas violentas que no resolverán nada pero le darán salida a sus resentimientos?
Hace unos días, en su página de Facebook, un autor invitó a leer su nuevo libro y adelantó su conclusión: “el proyecto México fracasó”. A mí me supo muy, muy mal, y dejé mi opinión en un comentario que más tarde retiré porque en realidad no sé qué dice en el libro, sólo lo que dijo él. Tal vez propone algo bueno, ¿cómo saber? Pero en estas condiciones de desmadre nacional, me viene muy muy mal que alguien tenga la ocurrencia de promover su libro de esta forma. No nos hace falta, muchas gracias, señor. Es como quienes decían que México es un Estado fallido: que viajen un poco para ver los auténticos estados fallidos o fracasados, y se darán cuenta de que todavía nos falta para llegar a eso. México tiene un sentido muy fuerte de identidad, algo poderoso que podría perderse por los peligrosos vericuetos del chauvinismo nacionalista, pero que también es la materia prima de una recuperación nacional.
Tenemos que hacer algo. Con urgencia. Y viene la coyuntura de 2010. A muchos les da miedo: hay que ver un poco del caldo de cultivo de las revoluciones de cada siglo, el México de 1809 y el de 1909, y el caos que vino después, para entenderlo. Esclaro, sin embargo, que una rebelión armada está totalmente fuera de lugar. Ejemplos actuales se pueden encontrar en Camboya, China, Cuba, Irán, Mozambique, Vietnam, Zimbabue, países donde he podido constatar personalmente que las revoluciones devoran a sus hijos y se vuelven contra el pueblo al que debían elevar. Algo que ya habían descubierto los franceses de 1789, pero que nos gusta olvidar.
Las revoluciones, no obstante, pueden ser de otra forma: intelectual, emocional, ética, incluso visceral. Hemos llegado o lo estamos haciendo a un momento climático de nuestras crisis, en el que por la dureza de lo que padecemos tenemos que darnos cuenta de que ya no podemos seguir así. Nos vamos a matar unos a otros y los que queden no habrán ganado nada, porque nuestra tierra estará destruida. Es hora de cambiar la nación entera, el pueblo, cada uno de nosotros. Hacer en 2010 una revolución mexicana por la salud mental, que erradique para siempre todos esos pequeños abusos que solemos cometer, tirar basura, dejar la luz encendida, gastar agua sin necesidad, dejar sucias las cosas que alguien tendrá que usar después, agredir al peatón, mentarle la madre al de enfrente, dar y recibir mordida, ser tan inconscientes de quienes están a nuestro lado. Tenemos que recuperar la amabilidad, ¡dar la mano! Si no cambiamos eso, desde abajo, no podemos esperar que cambien las estructuras profundamente corruptas que están arriba.
¿Cómo esperar que Salinas de Gortari se deje de truculencias, que Slim compita con lealtad, que Manlio Fabio actúe honestamente, que Salinas Pliego deje de ser un golpeador, que al niño de oro de Atlacomulco no se le olvide de qué murió su esposa, que el góber precioso deje de proteger pederastas, que López Obrador se vuelva humilde, que Bejarano rechace la lana, que Sodi no acepte entrevistas truqueadas, que Madrazo corra los maratones completos, que Martita se dé cuenta que que su esposo ya no es presidente, que a Espino se le quite lo bravucón, que Elba Esther deje de ser el mayor obstáculo para la educación, que el jefe Diego deje el tráfico de influencias, que 500 diputados y 128 senadores que presumen de ser representantes del pueblo renuncien a las transas y legislen bien, que a Calderón y sus secres se les prenda el foco, que dejen de ser todos una bola de Juanitos con un poquitín más de estilo (salvo Elba Esther, aunque se vista de seda), si en el fondo nadie puede estar seguro de que otro mexicano haría algo diferente si estuviera en el lugar de ellos?
2010 es un año con enorme peso psicológico para los mexicanos. Es un año en el que nos podemos tirar a la lona antes de que suene la campana, sentirnos perdidos, darnos a la derrota y cumplir la profecía del autor que comentaba. También nos podemos movilizar para reconstruirnos, si tenemos claro que queremos hacerlo, si buscamos y encontramos un camino viable y si aparece una persona o un grupo capaz de organizar todo este enorme deseo nacional de despertar.
Necesitamos liderazgos, eso es claro. Hace 8 años, los argentinos tomaron las calles al grito de “¡que se vayan todos!”, pero no tenían a nadie que pudiera reemplazar a los que debían irse, éstos se quedaron y en vez de ellos, miles de ciudadanos tuvieron que emigrar, y hoy tienen a sus Kirchner y sus Macri y todas esas bandas de vagos en diversas instancias del poder.
Atravesamos de noche un desierto extremadamente árido de liderazgos. Necesitamos crearlos. ¡Con mucho cuidado! Semanas atrás, en Irán, lo pude ver: el deseo popular, la masa crítica, estaba ahí en espera de ese algo para movilizarse, y el desierto se convirtió en una gran ola verde cuando pareció que había llegado la señal. ¡Ojo! No era el liderazgo que necesitaban, uno que realmente quisiera y pudiera llevarlos a la transformación del país, y su profundo deseo los confundió.
Debemos actuar con decisión pero también con cuidado. Tenemos que generar la alternativa, superar las barreras sociales e ideológicas, dejar de buscar mensajes alucinados en la Biblia y usar los libros de ciencia, salvar este barco de todos. Necesitamos actuar con buen juicio, aprovechar la coyuntura histórica y volcarnos por el cambio. Para que en 2010 haya una verdadera revolución, constructiva, pacífica y definitiva.
Una que nos devuelva la salud mental.
(Y salir de una situación en la que hasta un exguerrillero kurdo, sentado en su ciudad de pistolas, voltea a mirarnos con ojos de, caray, ¡qué mal están en su país!)
(Publicado originalmente en Mundo Abierto.)