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El espejismo de la Plaza Tahrir


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Por Témoris Grecko/ El Cairo (publicado en Esquire de enero de 2012)

Ahmed Harara recibió en el rostro la descarga de la escopeta de un policía, durante la resistencia que él y miles de egipcios oponían al asedio de las fuerzas de seguridad sobre la plaza Tahrir de El Cairo. Los perdigones penetraron en el ojo derecho, el tórax, los pulmones, y casi lo mataron. Lograron llevarlo a un hospital, pero cayó en coma.

Es normal que las revoluciones se desorienten, que se confundan entre la miríada de perspectivas y objetivos contradictorios que tienen quienes las realizan, casi siempre unidos por aquello que rechazan y no por lo que proponen. Es como si, en la locura de los combates, sufrieran daños parciales en la visión y el entendimiento, como si hubieran perdido un ojo. La diferencia entre el éxito y el fracaso de los alzamientos puede estar en que algunos logran recuperar la vista y el buen sentido, mientras que otros se deslizan hacia la ceguera.

Harara encarnó esta realidad con su propia tragedia. En cuanto pudo levantarse, este dentista de 30 años se reincorporó a la lucha, convertido en un mártir vivo, en un símbolo de la determinación de los revolucionarios egipcios. Mirándolo siempre al frente en cada acción, sus compañeros siguieron durante nueve meses su figura, distinguida por el cráneo semicalvo atravesado por una cinta negra, que sostenía un parche sobre el óculo destrozado en el que está inscrita en árabe la fecha en que fue herido, el 28 de enero de 2011.

Les infundió ánimo vital. Para los movimientos populares, la duda y la incertidumbre pueden ser casi tan dañinos como la crueldad de la violencia del régimen al que enfrentan, y el de Tahrir extravió rumbo, visión y confianza en sí mismo después de haber conseguido que cayera el dictador Hosni Mubarak: se dejó engatusar por los camaradas de armas del autócrata, entró en divisiones, sólo lo movilizaban los agravios. Hasta que el regreso a la plaza, el 19 de noviembre pasado, hizo que muchos creyeran que habían recuperado el aire, que había llegado el momento de acabar la tarea.

No lo consiguieron. Tras cinco días de enfrentamientos, el cese de la represión gubernamental los dejó sin motivos. El éxito de la primera de varias fases de elecciones legislativas, el 28 de noviembre, exhibió su aislamiento. Y esta nueva serie de enfrentamientos les había hecho pagar una terrible cuota de sangre: al menos 42 muertos reconocidos oficialmente, más de tres mil heridos, entre ellos muchos con los globos oculares reventados, tal vez un centenar, debido a que la policía recibió órdenes de apuntar a la cara.

Una de las víctimas había sido, otra vez, Ahmed Harara: los perdigones alcanzaron ahora su ojo izquierdo. El héroe había quedado totalmente ciego. Acaso la revolución también.

 

MENSAJE DE TODA UNA VIDA

El derrocamiento de Mubarak fue insólitamente veloz: la gente ocupó Tahrir y muchas otras plazas en el país el 25 de enero. Dieciocho días y 842 muertos más tarde, el 11 de febrero, el vicepresidente Omar Suleiman leyó bajo presión un texto que le entregaron los generales, anunciando la “renuncia” de su jefe. La celebración fue inmensa esa noche, el día siguiente y de nuevo el viernes 18.

Todo era alegría y entusiasmo. La idea de que la revolución también tenía que ser cívica para dar lugar a un nuevo tipo de ciudadano, consciente de sus responsabilidades, se expresó en miles de personas que salieron con escobas, brochas, espátulas y pinzas a limpiar y arreglar las calles, por los desperfectos causados durante el conflicto y, sobre todo, por las ineficiencias de los servicios públicos. Pintaron cruces peatonales, fijaron papeleras, colocaron bombillas en las lámparas y repusieron adoquines en las aceras.

El sistema no había caído, sin embargo. Sólo quien le daba rostro. El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (csfa), que en la práctica había dado un golpe de Estado aunque casi nadie quisiera verlo así, detentaba el poder ejecutivo (encabezado por el mariscal Mohamed Husein Tantawi) y mantenía en el gobierno a prohombres del sistema. Al mismo tiempo, el csfa hizo un acto de prestidigitación al presentarse como defensor del movimiento revolucionario.

Las instituciones que defendieron al dictador se cambiaron la camiseta en un instante: la televisión pública empezó a transmitir las canciones compuestas en Tahrir y sus periodistas —los mismos que habían difamado y humillado a los opositores— bajaron a la plaza a proclamar su fe en el cambio; en las páginas web de los ministerios aparecieron emblemas celebratorios del levantamiento del 25 de enero; los tanques de combate pasearon diligentemente por las ciudades a grupos de gente que alternaban consignas a favor de la libertad con, claro, otras de apoyo al ejército.

En un principio, la junta militar prometió devolver la autoridad a los civiles en seis meses, pero luego extendió ese plazo a alrededor de dos años, pues sólo lo entregaría en algún momento de 2013. No era un mubarakismo sin Mubarak, pues el ex presidente sólo era la cara visible de un régimen militar disfrazado que se deshizo de él cuando fue necesario.

En Occidente, a muchos les pareció infantil que una mayoría de revolucionarios se retirara tranquilamente, como si se hubiera asegurado un cambio real. Hay razones poderosas que explican esta reacción y que ayudan a entender, también, por qué ha sido tan doloroso para muchos egipcios descubrir que el eslogan “el ejército y el pueblo son una sola mano”, con el que han crecido y que es clave en su forma de entender el mundo, es un engaño para encubrir el control militar de la vida civil.

“Es algo que nos repitieron toda la vida”, dice Kamal Telmiz, un médico oftalmólogo cristiano de 42 años que había desconfiado de los manifestantes y sólo cambió de opinión después de que los soldados atacaran una marcha de sus correligionarios, el 9 de octubre, y mataran a 28 personas. “Nos educaron así. Y nos acostumbramos a confiar en ello, a sentirnos cómodos con la idea de que el ejército estaba siempre ahí para protegernos de los peligros”.

Sólo un 4 por ciento de la población egipcia es mayor de 65 años y conoció los tiempos antes de que se instalara el presente régimen, en un golpe militar dirigido por Gamal Abdel Nasser, en 1952. El doctor Latif nació 17 años después del suceso, en 1969. Él pertenece al 96 por ciento de los egipcios que creció bajo un sistema consolidado, que controlaba las escuelas y tenía un rígido control sobre los medios de comunicación, y que les enseñó que Egipto, “la madre del mundo”, estaba rodeado de enemigos abiertos (Israel, Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Irán, los chiíes) y embozados (los islamistas, los cristianos, otras naciones árabes). Esta idea se reforzó tras varias guerras con Israel (incluida la de 1956, en la que Gran Bretaña y Francia se aliaron a Tel Aviv) y numerosos atentados terroristas de grupos musulmanes fanáticos, y se sostuvo a pesar de que los acuerdos de Camp David de 1977 significaron un acercamiento con Israel y una sólida alianza con Washington.

En este ambiente de temibles riesgos, aprendieron los egipcios, el ejército tenía la condición superior del protector que sabe mejor que nadie lo que hace falta para garantizar la seguridad de su pueblo, y que por lo mismo no necesitaba someterse a ningún tipo de control civil. Las fuerzas armadas se hacían representar por una figura paternal, un líder afectuoso pero incuestionable (que primero fue Nasser, después Anuar el Sadat y, desde 1981, Mubarak), al que había que respetar y querer en su condición de jefe del Estado; mientras que en el gobierno (el primer ministro y su gabinete) estaban los políticos a los que se podía culpar de los errores y los abusos, de la corrupción y la ineptitud.

Estos últimos eran los reemplazables, pues asumían el desgaste de la gestión pública y, al ser desechados, permitían que los generales mantuvieran su imagen amistosa y siguieran haciendo negocios sin supervisión alguna: cálculos periodísticos estiman que los militares controlan el 40 por ciento de la economía a través de empresas de construcción, bienes raíces, servicios y comercio, además de la industria militar. En virtud de los acuerdos de Camp David, el ejército recibe cada año mil 300 millones de dólares en ayuda militar estadounidense. Pero no tiene que rendir cuentas de esto ni de su presupuesto en general, que no es revelado a las autoridades civiles.

El ejército también les dejó el trabajo sucio a otros: a fines de los años 70, Sadat creó un cuerpo de policía paramilitar, las Fuerzas Centrales de Seguridad (fcs), para que se hicieran cargo de reprimir las protestas populares. Si cometían excesos, se les atribuía responsabilidad exclusiva, como si actuaran por voluntad propia.

Desde el mismo 25 de enero del año pasado, las fcs, junto con bandas de maleantes servidoras del régimen, conocidas como baltagiyyas, atacaron a los opositores. El 3 de febrero, los militares colocaron tanques en los accesos a Tahrir. Para alguien que ha conocido la historia de Latinoamérica, resultaba chocante la imagen de revolucionarios y soldados cooperando para impedir que supuestos espías entraran en la plaza o introdujeran armas. En dos ocasiones, jóvenes con altos ideales sospecharon de mí y me entregaron al recluta de turno, para que revisara que todo estaba bien con un documento que el pobre jamás había visto: el pasaporte.

En un acto de esquizofrenia, que reveló cuánto le estaba pesando al csfa sostener a Mubarak, las fuerzas armadas se declararon “neutrales”: oficialmente, no participaban en el conflicto y sólo se hacían presentes para “defender” a los civiles en caso de ataque, en este caso, a la gente de Tahrir. Todos sabían que seguían colaborando hasta cierto punto con las fcs y la policía secreta: abundaron los casos de activistas egipcios y de reporteros y turistas extranjeros que fueron detenidos por soldados y entregados a los agentes de Mubarak. Hubo acusaciones directas contra las fuerzas armadas por torturas y asesinatos.

La mayoría de la gente no aceptaba que esto sucediera, porque chocaba con todo lo que había aprendido. Además, no quería verlo: denunciar al ejército significaba renunciar a su “protección” y enfrentarse a él: una cosa son los palos de los baltagiyya y los fusiles de las fcs, y otra las ametralladoras, los tanques y los aviones (como poco después comprobarían los insurrectos libios).

En nombre de la revolución, el csfa le dio el golpe de Estado a Mubarak y asumió el poder. Algunos cientos de alzados entendieron la maniobra y llamaron a seguir adelante con la lucha. La gran mayoría prefirió creer en la palabra de los generales.

 

¿UNA SOLA MANO?

Confiaron en los militares a pesar de la represión que —ahora sí— realizaron fuerzas del ejército sobre la minoría que se mantuvo en Tahrir, que dejó torturados y muertos. A pesar de que el 9 de marzo, al tomar la plaza, los soldados les practicaron “pruebas de virginidad” a 17 jovencitas detenidas ahí, frente a otros uniformados, destrozando con los dedos los hímenes cuya presencia intacta debían constatar (esta vejación fue documentada por Amnistía Internacional). A pesar de que detuvieron a 12 mil personas por el delito de protestar y las sometieron a juicios militares, donde los inculpados pierden las garantías de los procesos civiles. Y a pesar de que los generales incumplieron su promesa de entregar el poder a los civiles.

Hasta que llegó el 9 de octubre, día en que miles de cristianos marcharon a Maspero, un edificio cilíndrico en la ribera del río Nilo que es la sede de la televisión y la radio públicas, para protestar por la quema de una iglesia en el sur del país. Los soldados se sumaron al ataque de los baltagiyya contra la gente. Dispararon contra ella. Enormes transportes blindados del ejército se lanzaron a toda velocidad contra apretadas multitudes. Las imágenes de cadáveres desechos son horribles, como espantosas son las de los vehículos aplastando seres humanos (ver The Maspero Massacre. What really happened, en YouTube). Hubo 28 muertos y más de 300 heridos.

Mientras ocurría la matanza, los conductores televisivos, que siguen gritando que apoyan la revolución, llamaron a los egipcios a acudir a “defender a nuestras Fuerzas Armadas” de “manifestantes cristianos armados” que obedecían a supuestos intereses extranjeros. Jóvenes musulmanes de los barrios vecinos de Boulak, Sabtiya y Ezbet el Safih corrieron a sumarse a la violencia.

La venda empezó a caer. Al día siguiente, dirigentes de partidos dieron una conferencia de prensa para denunciar la masacre. Ayman Nour, un líder de la oposición tradicional (la que existía antes de la revolución) que había aceptado cooperar con el csfa, declaró: “Ayer se acabó el crédito que el ejército recibió del pueblo en Tahrir. Ya no hay una asociación entre nosotros y el Consejo, la sangre de nuestros hermanos está en medio”. Se hacía eco de lo que escribió el bloguero Maikel Nabil Sanad, el 8 de marzo: “el ejército y el pueblo nunca fueron una sola mano” (por esto, Sanad está encarcelado desde el 28 de marzo).

Las diferencias iban mucho más allá de la masacre y tenían que ver con el fondo del proceso político. El csfa había planteado un calendario de transición exageradamente largo, que posponía las elecciones presidenciales hasta 2013. Los comicios legislativos, que empezarían el 28 de noviembre para alargarse hasta enero, elegirían un parlamento con funciones limitadas a elaborar una constitución, pues la junta militar se reservó el derecho a seguir designando el gobierno.

Y ni siquiera para esa tarea les dejaría manos libres a los representantes populares. Con una serie de “principios supraconstitucionales”, los generales se arrogaban el derecho de intervenir en la redacción de la nueva carta magna, y establecían que el ejército quedaría, como siempre, por encima de todo control civil: el mariscal Tantawi, jefe del csfa y presidente de facto, aseveró que las fuerzas armadas tendrían “el mismo papel que en la constitución anterior, que en la constitución actual y que en todas las futuras constituciones”.

Las organizaciones políticas decidieron inconformarse, incluidos dos grupos que hasta el momento se habían desligado de Tahrir porque esperaban obtener buenos resultados electorales y no querían hacer nada que alterara el proceso: los Hermanos Musulmanes (islamistas moderados) y los salafistas (radicales).

Las barbas espesas y largas de sus militantes dominaron el gran mitin de protesta en Tahrir, el viernes 18 de noviembre, y desaparecieron en cuanto éste terminó: su interés principal seguían siendo los comicios y la fecha se acercaba. Un grupo de jóvenes de la revolución, sin embargo, decidió pernoctar en la plaza. En la madrugada los atacó la policía paramilitar: hubo heridos y detenidos.

 

ARMAS “NO LETALES”

El 19 de noviembre, regresé a El Cairo por cuarta vez en el año, como parte de la cobertura de la revolución que empecé en febrero para Esquire. Tahrir estaba llena de la gente que había respondido al llamado a defenderla. Había enfrentamientos en la desembocadura de la avenida Mohamed Mahmoud. De un lado llovían piedras; del otro, gas lacrimógeno. Me parecieron intensos, pero faltaba que viera —y sintiera— más.

Esa calle se convirtió en el centro de los combates durante cinco días: a unas cuatro manzanas de Tahrir está la sede del Ministerio del Interior, plaza fuerte de las fcs. La cantidad de granadas de gas que lanzaban los paramilitares era alucinante. Sus efectos, los peores que me ha tocado constatar. Ni en Irán, Palestina o algún otro lugar he visto situaciones así: además de lo común (fuerte ardor en los ojos, la garganta, las fosas nasales y en la piel que se humedece), a muchas personas les provocaba que perdieran el control sobre sus cuerpos y se convulsionaran. Algunos trastabillaban para salir de las nubes de gas hasta encontrar a alguien que los ayudara. Otros se desplomaban ahí mismo y había que tener valor para entrar a levantarlos. Quedaban con la mirada perdida, con baba que caía de sus bocas, exánimes. Varios de los 42 muertos de esas jornadas cayeron por esta causa.

Otros murieron por disparos de munición viva o de balas de acero recubiertas de goma y perdigones de caza, que la policía utiliza para no emplear “fuerza letal”. El número de fallecidos los desmiente. Además, activistas grabaron y colgaron en YouTube un video en donde se escucha a un oficial dar órdenes de tirar al rostro con perdigones o balas de acero cubiertas de caucho, y otro en el que policías paramilitares celebran la puntería de uno de ellos que disparó contra la cara de un chico. Sólo el hospital Qasr al Ainy reportó haber tratado a 60 personas heridas en los ojos. Entre ellas, el activista Malke Mostafa y Ahmed Fatah, un periodista del diario Al Masry Al Youm, quienes quedaron parcialmente ciegos. Además de Ahmed Harara, que perdió el otro ojo.

Como las ambulancias no podían alcanzar la línea del frente, los manifestantes montaron un eficaz sistema de transporte de heridos: voluntarios con motocicleta iban y venían a toda velocidad entre la línea del frente y Tahrir, a unos 200 metros de distancia, a veces acompañados de una tercera persona que sostenía el cuerpo desfallecido de los afectados por el gas.

Pude contar hasta diez víctimas por minuto que llegaban a las clínicas improvisadas en la plaza (la cifra de heridos que difundió el Ministerio de Salud, sólo para esos cinco días, ascendió a tres mil 200). Era la consecuencia de las tácticas empleadas por las fcs, que intentaban maximizar los daños. Los policías paramilitares dejaban de disparar; eso animaba a los jóvenes —y a algunos periodistas, como yo— a aproximarse, la mayoría armados de piedras y algunos, con bombas Molotov. Sin previo aviso, los uniformados soltaban andanadas de latas de gas. En la ocasión en que caí en la trampa, por detrás de nosotros se empezó a alzar el humo blanco y enfrente teníamos a la muralla de uniformados, que nos disparaba indiscriminadamente. Corrí con un grupo hasta llegar a una esquina, doblamos hacia la izquierda y nos topamos con dos tanquetas del ejército, con las armas apuntándonos. Los manifestantes se quedaron inmóviles, confundidos, mientras los agentes se acercaban a encerrarnos.

Unos cuantos corrimos de regreso, cruzamos la nube lacrimógena y la calle del tiroteo y logramos encontrar una salida. Aunque yo traía una máscara antigás, el químico me había afectado los ojos. Había chicos que esperaban a gente como yo con una solución de antiácido rebajado con agua, o con pañuelos con vinagre, para auxiliarnos aplicándolos en los ojos. Otros, con menos suerte, se habían quedado atrapados o cayeron intoxicados por el gas.

Vi otra muestra de la potencia de esa arma “no letal” a una manzana de ahí, en la plaza Bab el Louq. Los policías estaban estrenando lanzagranadas que no habían usado antes, con los que disparaban las latas de gas a 150 metros de distancia, con trayectorias que las hacían elevarse por encima de edificios de seis pisos y caer donde nadie las esperaba. Una explotó a unos 90 metros de donde estábamos el fotógrafo mexicano Carlos Cazalis y yo, ambos protegidos con máscaras. Vimos el humo blanco, lejos de nosotros. Pero la ola de ardor llegó en segundos, invisible, desconcertante e invadiéndonos con una sensación de pánico. Ése era otro efecto del gas, que al parecer actuaba directamente sobre el sistema nervioso. Lo cual era devastador cuando afectaba a multitudes distraídas.

Fue lo que ocurrió el 20 de noviembre, cuando el ejército apoyó a las fcs en su intentó por tomar Tahrir. La línea del frente estaba a varias cuadras de distancia y miles de personas se encontraban tranquilas cuando, a las 5 pm, varias granadas de gas cayeron en medio de la plaza. Muchos no se dieron cuenta pero sintieron el golpe silencioso del químico. Fue una locura, con gente que corría sin rumbo, y las fuerzas del orden entrando desde la calle Mohamed Mahmoud, apoyados por vehículos blindados con paramilitares disparando. En la confusión, perdí a mis compañeros, pero pude escapar.

Quienes no tuvieron suerte, fueron apaleados en el suelo por paramilitares desquiciados. Varios perdieron la vida. Los videos muestran ocho cuerpos apilados frente a una famosa agencia de viajes y a un policía que arrastra a una persona que parece muerta, hasta arrojarla en una pila de basura (quizá el mejor trabajo sobre esos días es el de Mostafa Bahgat, disponible en youtu.be/T9JmBTotCWQ). Esa noche, el csfa aseguró que no se estaban empleando armas ni gas lacrimógeno.

UN TAHRIR ENRARECIDO

A las 5:45 pm estábamos de regreso en la plaza. Sólo quedaba el olor a canela del gas lacrimógeno. Y sangre en el pavimento. Como había ocurrido otras veces, la noticia de la represión levantó a miles de personas de sus sillones y las atrajo a Tahrir. Muchos sentían que el movimiento había recuperado el brío.

Pero el Tahrir de noviembre era distinto al de febrero. Diez meses de conflicto le habían quitado el candoroso optimismo de los primeros días, esa encantadora —y peligrosa— ingenuidad. La televisión, autoproclamada revolucionaria, repetía que las personas que estaban ahora en el movimiento eran impostores, que no eran los “jóvenes de la revolución” que seguramente estarían pacíficamente en sus casas o en la calle, haciendo campaña electoral.

Era cierto que no estaban todos ahí. Amr Fekry, un comprometido activista que conocí al principio de todo, pernoctaba solo, pues sus compañeros estaban ocupados en el trabajo y uno de ellos había sido reclutado para cumplir con el servicio militar.

Por otro lado, había quienes no parecían estar en la plaza con un objetivo político. Tahrir se había convertido en un lugar donde entretenerse para ellos, y con la presencia de vendedores de comida y baratijas, eso parecía una feria. Miembros de barras ultras de equipos de futbol se encontraban ahí y se enfrentaban a la policía. Las treguas, negociadas por clérigos musulmanes, eran rotas por las fuerzas de seguridad o por opositores que no tenían interés en detener la violencia.

Algunos aseguraban que había baltagiyyas infiltrados que causaban problemas. Influenciados por décadas de propaganda que señala a los extranjeros como un peligro, muchos egipcios de buena fe creían que los forasteros podíamos ser los “espías” que denunciaba la televisión y nos hostigaban. Otros parecían actuar por consigna, para provocar conflictos y dar una mala imagen de Tahrir. Se incrementaron las agresiones sexuales contra mujeres. Caroline Sinz, una periodista francesa cuya vejación llegó a YouTube, declaró que ésa había sido la quinta que había sufrido en unas horas, y que la forma en que habían ocurrido las anteriores era sospechosamente parecida.

La decadencia se agudizó cuando, después de que las manifestaciones provocaron la caída del gobierno y el csfa nombró a un nuevo primer ministro, se decidió impedirle entrar al edificio del gabinete y se estableció un plantón ahí, a un lado del Parlamento y a tres cuadras de Tahrir, que pronto se convirtió en una especie de refugio para los revolucionarios de cepa. Tahrir, en cambio, se quedó para los novatos y los vagos.

VICTORIA Y CONFUSIÓN

El aislamiento llegó con la sensación de triunfo: para enfrentar la crisis, el csfa convocó a dialogar a los partidos políticos y el 23 de noviembre llegaron a un acuerdo para garantizar que se llevaran a cabo las elecciones. En el documento, la junta militar accedió a adelantar la elección presidencial a junio de 2012, en lugar de 2013, y se comprometió a respetar el derecho de los egipcios a manifestarse pacíficamente. Es decir, se acababa la ofensiva policial y se podían quedar en Tahrir.

Después de la alegría, los manifestantes se descubrieron solos. La atención nacional y mundial se concentró en los comicios. Los rebeldes ya habían entendido que eran más hábiles para protestar que para hacer campaña. Durante los días de enfrentamientos, varios de sus múltiples partidos suspendieron sus actividades electorales y otros, de plano, las cancelaron y pidieron que no se formara parte de la farsa montada por los generales. El argumento era convincente: ¿para qué legitimar al csfa votando para integrar un parlamento que no podrá gobernar ni tendrá libertad para redactar una constitución?

Gran parte del país, sin embargo, tenía otra opinión. “Nunca lo había hecho, no sabía lo que era”, me explicó Maryam Eseldín, una estudiante de ingeniería de 21 años y activista que votó porque “era importante ejercer el derecho que exigimos y por el que mis compañeros mártires murieron. Eso nos dará fuerza para ir por más”.

Muchos partidos políticos participaron con reservas, por las imposiciones de los militares, pero también con la creencia de que la legitimidad del voto popular les daría fuerza para presionar al csfa.

En la primera de tres fases de elecciones para la cámara baja, el 28 y 29 de noviembre, votó el 52 por ciento de los ciudadanos registrados, cinco veces más que el promedio en los tiempos de Mubarak. Y los resultados exhibieron tanto el músculo de los partidos islamistas como las limitaciones de los insurrectos.

La coalición La Revolución Continúa, compuesta por pequeños partidos con una militancia de menores de 40 años, obtuvo 336 mil votos. En cambio, la Alianza Democrática, liderada por el Partido Justicia y Libertad (brazo político de los Hermanos Musulmanes), recibió tres millones y medio de sufragios; y la Alianza Islámica, encabezada por el partido Al Nour, del movimiento salafista, sumó dos millones 300 mil papeletas. En conjunto, las organizaciones islamistas concentraron las dos terceras partes de la votación. El resto se dividió entre decenas de agrupaciones liberales (la mayor es el Bloque Egipto, con un millón 300 mil votos), izquierdistas y de ex miembros del partido de Mubarak, el Nacional Democrático.

Acodado sobre un barandal, frente a la clínica improvisada “Kentaky” (junto a un restaurante kfc) de Tahrir, el activista Amr Fekry reconoció que sus compañeros acudieron al proceso en enorme desventaja: los Hermanos Musulmanes y los salafistas están organizados desde hace décadas, cuentan con las mezquitas para poder actuar y se apoyan en un poderoso trabajo de base, con redes de hospitales y de servicios básicos que le dan a la gente lo que el Estado no otorga. El Bloque Egipto, por su parte, gozó de los recursos económicos de su figura principal, el cristiano Naguib Sawiris, un potentado de las telecomunicaciones cuya fortuna asciende, según la revista Forbes, a dos mil 500 millones de dólares.

Los jóvenes de Tahrir, en cambio, no tienen estructuras sociales ni dinero, y además se presentaron divididos. “El futuro es de ellos”, dijo Fekry, mirando a la menguada multitud de la plaza. “Pero el presente… el presente todavía no”.

CIEGA DIGNIDAD

El presente inmediato es de la política partidista. Los Hermanos Musulmanes han anunciado su decisión de trabajar con los partidos liberales, mientras que los salafistas dan tumbos entre un discurso extremista (quieren prohibir el alcohol y evitar que los turistas de ambos sexos se bañen juntos en las playas) y otro destinado a apaciguar los miedos de laicos, cristianos y musulmanes moderados, y piden que no se les excluya de la toma de decisiones. Todos, además, exigen a la junta militar que empiece a ceder poder, que renuncie a sus “principios supraconstitucionales” y admita que el nuevo parlamento forme gobierno.

Tahrir se quedó mirando, como un campeón que no ha sido derrotado pero al que han dejado solo, aturdido por los golpes, mientras los demás han ido a pelear en otro lugar, con otras reglas. A las 7 pm del 5 de diciembre, los manifestantes se replegaron a la rotonda central para abrir las avenidas al tráfico, mientras que el epicentro de la protesta se trasladó al plantón frente al edificio del gabinete.

En esta situación política tan inestable, sin embargo, las cosas probablemente cambiarán. “En dos o tres meses tendremos que volver a salir”, augura Fekry. “Tahrir es la única fuerza que puede conseguir que los militares se muevan. Si los partidos consiguen pocas concesiones, volverán a mirar hacia nosotros”.

Determinación es algo que no falta en Tahrir y esto puede darles la energía para recuperar la vista, tras el desasosiego y la confusión. Ahmed Harara demostró esto el 22 de noviembre, apenas dos días después de que le destrozaran el otro ojo. A las dos de la tarde regresó a la plaza y declaró: “Prefiero estar ciego, pero vivir con dignidad y con la cabeza alta”.

Lo volví a ver el 26 de noviembre. Ya menguaban las multitudes en Tahrir, pero ese día se hicieron marchas simultáneas que confluirían ahí. Harara estaba al frente de una de ellas, que recorrió seis kilómetros. En solidaridad, muchos entre el millar de personas que lo seguía lucían parches sobre los ojos, con la leyenda en árabe “Gobierno militar = atropellar a manifestantes, vacío de seguridad, rompimiento de la libertad, remanentes del viejo régimen”.

Los cuencos oculares de Harara se escondían detrás de unas gafas de sol, pero él lideraba con su optimismo. Me acerqué a preguntarle cómo se sentía. “No es el fin del mundo, puedo aprender Braille o hacer lo que yo quiera”, me dijo. “Lo que es verdaderamente importante en este momento es la libertad de Egipto”.

 

(((RECUADRO)))

LA PLUMA ENCARCELADA

“Nunca esperé repetir la experiencia de hace cinco años: Después de que una revolución derrocó al tirano, ¿regreso a sus cárceles?”, expresó el bloguero y activista Alaa Abd el Fattah, de 29 años.

Desde que la junta militar tomó el poder en Egipto, más de 12 mil opositores han sido encarcelados y sometidos a proceso militar. Entre ellos, hay varios cuya supuesta falta fue criticar en sus blogs al régimen militar, como. El 31 de octubre, El Fattah fue aprehendido por haber denunciado en su blog la participación del ejército en la matanza de cristianos en Maspero. Los fiscales lo acusan de “incitación contra el ejército”.

El bloguero escribió una carta el 1 de noviembre en la celda 19 de la prisión de Bab el-Khalq, en El Cairo, y su joven esposa embarazada, Manal, la sacó clandestinamente. En ella, explica que los nueve hombres con los que comparte celda han sido detenidos injustamente, y comparte la indignación de uno de ellos, que dice que Tahrir no ha logrado nada: “Abu Malek interrumpe mis pensamiento: ‘Juro por dios que si esta revolución no hace algo radical contra la injusticia, se hundirá sin dejar huella’”.

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