TRAS LAS HUELLAS DE AL QAEDA
PARTE UNO
La muerte de Osama bin Laden no es la de la red terrorista que fundó. Sus combatientes todavía tienen el respaldo de predicadores y civiles en regiones como África Occidental. Nuestro colaborador recorrió seis países del Sahara para averiguar por qué. Presentamos esta peligrosa aventura en tres partes.
(Éste es el texto de la versión completa. Aquí puedes encontrar el pdf de la que fue publicada, con mis fotos.)
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Texto y fotos de Témoris Grecko
Publicado en Esquire Latinoamérica – Junio 2011
El paisaje que tenía frente a mí era desértico-apocalíptico. Sabía que entre el puesto fronterizo en el Sahara Occidental (territorio ocupado por Marruecos) y el de Mauritania, había una seca franja de arena de varios kilómetros de anchura, repleta de campos minados. Lo que no esperaba era encontrar las dunas medio enterradas por capas de bolsas y botellas de plástico, y salpicadas con pequeños cerros de vehículos abandonados: hierros, espejos, asientos, neumáticos y parabrisas deformados y decolorados por el efecto del óxido y el viento.
De pronto, como cadáveres levantándose en el cementerio, dos de los coches se movieron hacia mí, tratando de alcanzarme con sus metálicos dedos retorcidos. Los hombres que los conducían me pidieron cien dirhams (13 dólares) para llevarme hasta el puerto de Nouâdhibou, la ciudad más próxima en Mauritania. Aunque no parecía mucho, era más de lo que le propondrían a un lugareño. Querían aprovecharse de que era mediodía, la temperatura rondaba los 40 grados y de mis hombros colgaban dos mochilas de aspecto pesado. ¿Quién querría caminar esos miles de metros de territorio ardiente hasta la frontera mauritana?
No tenía ganas de darles gusto. Sobre todo, me sentía fuerte, motivado, capaz. Estaba empezando un viaje peligroso. Tal vez inconscientemente deseaba demostrarme que estaba listo para lo que me había propuesto realizar: recorrer el Magreb (“el oeste”, los países musulmanes que hay entre Libia y el Océano Atlántico) en busca de la base popular y las estrategias de proselitismo de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), la organización terrorista del desierto del Sahara que se había convertido en la rama local de Al Qaeda.
Había leído reportes alarmantes sobre su crecimiento en esta extensa región, de los importantes golpes que había asestado a los ejércitos de los países de la zona, de que traía locos a los espías y militares de Francia y Estados Unidos (EU), y de que había secuestrado y asesinado a decenas de occidentales. Lo que me parecía extraño era que –como se afirmaba– la población local estuviera apoyando a una organización tan agresiva y extremista, cuando su jefe espiritual Osama bin Laden jamás había mostrado preocupación por los graves problemas de esta parte del mundo, y cuando el Islam en África Occidental, con una fuerte influencia de la secta sufí, se caracteriza por ser moderado y tolerante. ¿Quién era la gente que apoyaba a Al Qaeda y cómo se habían ganado su simpatía?
Una y otra vez rechacé las ofertas de los conductores. “Con mis piernas es suficiente”, les decía. Y seguí el camino marcado por las ruedas en la arena: si no me desviaba, no tendría por qué pararme sobre una mina.
En algún momento en que me detuve a descansar y limpiarme el sudor, un avión cruzó el cielo sin nubes. Pensé que volaría de Casablanca (Marruecos) a Dakar (Senegal) en dos o tres horas, lo que a mí me estaba tomando muchos días. No sentí envidia. Sus pasajeros no verían como yo el encuentro del Sahara con el Atlántico. Tampoco tendrían la oportunidad de conocer a tantos africanos musulmanes que, si uno cree lo que nos cuenta la televisión en notas de 90 segundos, son nuestros enemigos declarados, los seguidores de Al Qaeda, sus potenciales reclutas, dispuestos a hacerse estallar sólo por el gusto de destruir las vidas de las buenas personas de Occidente.
Desde lo alto de una duna pude divisar al mismo tiempo los dos puestos de frontera, el de los marroquíes, al norte, y el de los mauritanos, al sur. Había leído que varias de esas naciones se estaban desintegrando para convertirse en estados fallidos en poder de milicias islamistas y sujetos a la peor interpretación de la sharía, la ley musulmana. “España, preocupada por la aparición de un Estado sin control en el Magreb”, tituló por esos días (6/dic/2010) el diario El País una nota que daba cuenta de las inquietudes de su gobierno, según los cables diplomáticos estadounidenses revelados por Wikileaks. Se decía en el primer párrafo: “Mauritania está en riesgo de ser una segunda Somalia”.
A los guardias mauritanos les pareció muy divertido verme llegar a pie. Eran los representantes de un Estado que mal o bien funciona. No me miraban con rencor, sino con aire cómico. “Nouakchott (la capital) queda a 450 kilómetros”, bromeaban, “caminando te vas a tardar un poco”. “Hoy sólo llego hasta el puerto de Nouâdhibou (a 70 kilómetros)”, les seguí el juego, “denme agua y esta tarde nos vemos allá para que les invite un té”. Sí, me sentía fuerte. Y había empezado bien.
EN EL SITIO DEL SECUESTRO CON UN SOLDADO
Más allá de chinos haciendo negocios y barcos ilegalmente abandonados por sus armadores en una reserva natural amenazada, no vi nada foráneo en Nouâdhibou. Seguí dos noches después hacia Nouakchott: lo único que hay de especial en la desolación del kilómetro 40 de la carretera que une esas dos ciudades es un pequeño puesto militar, uno de los ocho en los que tuvimos que detenernos en la carretera entre esas dos ciudades. El gobierno mauritano quiere hacer sentir su presencia, aunque sospecho que el objetivo es impresionarnos a nosotros, los extranjeros. Junto a la pesca y algo de minería, el modesto turismo y los voluntarios europeos que ayudan al desarrollo son sus únicas fuentes de ingreso, por lo que desea que contemos a todo el mundo que el país es seguro, para que regresen los viajeros que espantó Al Qaeda.
Una breve conversación con un soldado reforzó mi sensación de que lo ven más como una necesidad político-turística que de seguridad. “Lo del ataque contra los españoles fue algo extraordinario”, aseguró, “esa gente (los secuestradores) no eran mauritanos. Vinieron de Malí”.
Exactamente allí, un año antes, el 29 de noviembre de 2009, habían secuestrado a tres catalanes. Los militantes de Al Qaeda conocían los movimientos de su objetivo, el grupo español de ayuda al desarrollo Acció Solidària, que llevaba toneladas de productos en donación y había publicado su itinerario en su página web. Barcelona, su punto de origen, es un centro de actividad del salafismo (una secta musulmana extremista de la que han salido muchos dirigentes de Al Qaeda) y es posible que, desde allá, algunos de sus integrantes estuvieran enviando información a AQMI. Además, el convoy era muy visible porque estaba formado por tres todoterrenos, uno al frente y dos al final, y nueve camiones. Sus integrantes estaban contentos porque venían escuchando el partido Barcelona-Real Madrid, y el primero anotó.
El sonido de los disparos dirigidos contra el último vehículo de la caravana, que se había rezagado unos 300 metros, quedó medio ahogado por el ruido de la transmisión. Los agresores se movían en dos todoterrenos con los que bloquearon el paso y exigieron a los ocupantes, Alicia Gámez, Roque Pascual y Albert Vilalta, que descendieran de su Land Rover. Los dos primeros obedecieron, pero Albert alertó por radio al resto de la caravana: “¡Metralletas, metralletas!” Una ráfaga lo hizo pagar por ello, con balas que lo hirieron en el tobillo, la rodilla y la pierna.
El aviso de Albert, y la aproximación de un camión con matrícula marroquí, salvó la vida del resto de los tripulantes del convoy, según Mustafá Chafi, un funcionario de Burkina Faso que medió para obtener la liberación de los rehenes, que tuvo lugar nueve meses más tarde. En conversación con Beatriz Mesa, reportera de El Periódico de Catalunya, Chafi afirmó que “la caravana tuvo una suerte terrible, porque AQMI quería matar a casi todos los miembros de la expedición. Pretendía interceptar el último vehículo del convoy, apresar a un número indeterminado de rehenes y adelantar la caravana disparando a los ocupantes de los otros vehículos”. La inquietud por la posible reacción de los demás españoles, y la presencia del vehículo pesado que se acercaba, hicieron que los terroristas se marcharan con sus tres víctimas, que quedaron en poder de un temido emir de Al Qaeda, Mojtar Belmojtar, conocido por su nombre de guerra Belaouer (“El Tuerto”, porque perdió un ojo en Afganistán).
“Nunca habían estado aquí y nunca van a volver (la gente de AQMI)”, me convencía el soldado, un negro de la etnia wolof de unos 25 años. En cada puesto militar, yo sólo tenía que mostrar mi pasaporte y explicar que era un turista. Para los demás pasajeros del minibús, sin embargo, los controles eran una molestia. Tenían que depositar su equipaje en el piso, abrir los bultos y vaciarlos, desordenando todo sobre la arena para demostrar que no traían armas. Los policías, tan hambrientos como todos en Mauritania con excepción de los gobernantes, los escasos ricos y los occidentales, solían secuestrar alguna maleta y esconderla en una camioneta o una tienda de campaña. Nuestro conductor daba muestras de querer arrancar y marcharse, el dueño del veliz se ponía nervioso y al final les daba dinero para recuperarlo.
“Es por tu seguridad”, me dijo una anciana muy amable, también pasajera del minibús, que hasta ese momento se había salvado de la extorsión.
CAFÉ TUBA CON ALI
El nombre oficial de este país es República Islámica de Mauritania y, entre otras cosas, está prohibido el alcohol sin excepciones. Así que no hubo cerveza para sacarme el polvo de la garganta y aliviar la resequedad del ambiente. Es una de las naciones más pobres del mundo, con escasos recursos naturales que sostengan su economía y muchísimo desierto para que vaguen bandidos, contrabandistas y, de vez en cuando, los militantes de AQMI. Padece la maldición de sus generales, que agravan la inestabilidad con sucesivos golpes de Estado.
Si hay extremistas, no los encontré en los lugares donde estuve. Los terroristas, insistía la gente con la que hablaba, vienen de Malí. Ese país se había convertido a sus ojos en fuente de peligros y mala fama para Mauritania. “Aquí todo el mundo odia a Al Qaeda”, me dijo un comerciante de la capital. “Si quieres arriesgar la cabeza y buscar a sus simpatizantes, ve allá”. Y señaló al oriente, en dirección a Malí.
Antes de ir a ese país estuve en Senegal, donde encontré que sería díficil para AQMI penetrar porque el Islam está controlado por hermandades herméticas, con gran dominio de la vida pública. Semanas después, en su capital, Dakar me subí a un autobús que debería ponerme en 24 horas –según prometieron– en la de Malí, Bamako. África es un continente donde el tiempo es relativo y hay que asumir que algo va a pasar. Las 24 horas se convirtieron en 44, que se hicieron más pesadas porque me tocó viajar en la parte trasera, no había ventilación, las ventanas estaban selladas, el vehículo venía atestado de gente y había bebés… ¡Vaya arma de destrucción masiva que puede ser un bebé sin pañal!
Como único occidental entre unas 70 personas apretujadas, supuse que podría detectar las señales de rechazo, de odio contra el colonizador o desprecio hacia el infiel. Nada: sus gestos hacia mí sólo eran de cortesía.
Llegamos a la población de Diboli, ya del lado de Malí, donde se encuentra el puesto fronterizo de ese país, a las 3 am y tuvimos que esperar hasta las 8.30 para que abriera. Estaba en pleno Sahel, la alargada banda semiárida que separa al desierto de las selvas centroafricanas, y compartí el amanecer con el primer tuareg que conocí, un hombre llamado Ali, con sendos vasos de café tuba, una popular mezcla con gengibre y otras especias.
Era importante para mí. Los tuaregs, algo menos de 6 millones de personas, son un pueblo nómada que había vagado libre por el desierto del Sahara desde hacía 2500 años, que en 1905 cayó bajo dominación francesa y que otro día, en 1960, encontró que su territorio había sido dividido entre seis nuevas repúblicas: Mauritania, Malí, Argelia, Níger, Libia y Burkina Faso. Bajo la denuncia de que los pueblos sedentarios que gobiernan estas naciones los explotan, los tuaregs han protagonizado varias rebeliones, tres en Malí (1961-64, 1990-95 y 2007-08) y otra en Níger, que terminó apenas en mayo de 2009.
Aunque los orígenes de AQMI, en los años 90, se encuentran entre grupos árabes y bereberes de Argelia, ha movido sus bases hacia el sur y ahora se esconde en áreas de Malí tradicionalmente habitadas por tuaregs. La participación de bandidos de esta etnia en algunas operaciones de secuestro, como la de cinco franceses, un togolés y un malgache, en Níger el 16 de septiembre de 2010, ha contribuido a asentar la idea de que los tuaregs se están convirtiendo en la base popular de AQMI.
Naturalmente, uno no le pregunta al primero que encuentra si pertenece o simpatiza con Al Qaeda. Pero no me costó trabajo obtener la opinión de Ali. Pregunté, tras una hora de conversación, si eran ciertos los rumores de que AQMI estaba actuando desde zona tuareg. Lamenté lo dicho cuando vi la turbación que provoqué en él. Hasta que soltó: “Si mi hermano menor, o uno de mis hijos, o cualquiera de los míos menor que yo, presta algún tipo de ayuda a Al Qaeda, yo con mis manos y mi propio cuchillo le cortaré la garganta”.
Se me cayó el café tuba sobre las piernas. Pero no me quejé.
BAJO LAS ESTRELLAS CON SHINDOUK
Me adentré en Malí con rumbo a la antiquísima ciudad tuareg de Tombuctú, a golpe de extenuantes jornadas en autobús y, ya en el río Níger, en lancha. Diez días más tarde, llegué al puerto de Diré, último de la región del Sahel antes de entrar en el Sahara. El sitio bullía con personajes de todas las tribus de la cuenca fluvial porque había mercado. Es uno de los más bellos que he visto en mis años de visitas a África: activo, colorido, pacífico y casi ajeno al mundo moderno. Sólo las motonetas me recordaban en qué siglo estaba.
Era 4 de enero de 2011. Ya veía que Malí era el país islámico poco desarrollado más tolerante de los que había visitado. La precisión es necesaria, porque ciudades musulmanas bien incorporadas a la economía global, como Estambul y Beirut, son sumamente abiertas en el sentido religioso. Malí está a la cola del mundo, en el lugar 160 de un total de 169 naciones evaluadas en el índice de desarrollo humano de la ONU (en un rango de 0 a 1, Malí tiene apenas 0.309, por debajo de la media del África Subsahariana, con 0.389). Sus habitantes, sin embargo, son muy corteses con el extranjero, sin importar su credo.
“Ustedes, cristianos, tienen el mismo dios único que nosotros, musulmanes”, me dijo Oumar, el mayor entre un grupo de ancianos que me invitó a sentarme a conversar. “Y lo mismo pasa con los judíos. Somos el mismo pueblo, pero la torpeza de los hombres divide lo que dios quiere unir”. En su visión, todos somos islámicos, porque Islam significa “sumisión a dios”, y eso es lo que hace quien practica una religión.
Temeroso de que se me fuera la lancha, agradecí y me marché. Me estaba preguntando si esa amabilidad era excepcional cuando encontré a otro septeto de hombres, entre los que se encontraba el colombiano Esteban, otro pasajero de mi pequeña nave. Y también me invitaron a la charla. Me abrazaron, quisieron que hiciéramos fotos con ellos… ¿no era Malí una nación de fanáticos y terroristas?
Nada me hacía percibir que así fuera. Menos aún en el hogar de Shindouk y Miranda, un matrimonio tuareg-canadiense que funciona con la suavidad y la colaboración de personas que se entienden muy bien. Han construido su casa en el límite norte de Tombuctú: es la última de ladrillo, antes de los pequeños complejos familiares de los tuaregs sedentarizados y de sus vecinos de la etnia songhaï, con cercas y chozas hechas de barro y hojas.
La fama legendaria de Tombuctú, rica ciudad que controlaba el comercio por caravana en lo profundo del desierto del Sahara, llegó a Europa y entusiasmó a muchos. Entre 1588 y 1853, al menos 43 viajeros occidentales intentaron llegar a ella. Sólo cuatro lo lograron, y el primero, en 1826, fue asesinado por los tuaregs, que temían con razón que atrajera la colonización europea.
Uno no se imaginaba tal violencia sentado al fuego con Shindouk y Miranda, y con las mujeres y los niños de su amplia familia extendida: cuando un pariente tiene recursos es normal que los demás —hermanos, primos, tíos, sobrinos— se sientan invitados a su mesa. Entre los pueblos de los desiertos del mundo, la ayuda mutua es vital para la supervivencia, y esto incluye una poderosa tradición de hospitalidad hacia el extraño: hoy eres tú quien llega sediento a mi jaima (tienda desmontable). Mañana serás tú quien me recoja y me dé agua.
En la cultura tuareg, contar historias es la forma de transmitir la tradición. Frente a las llamas y bajo la brillantez de la vía láctea, escuchar la sabiduría de Shindouk, un hombre de algo más de cincuenta años, me brindó un emocionante momento de intimidad, de asomo a las caravanas de la sal y a los tiempos de la colonización francesa, al desconcierto de los nómadas a quienes se les impone la ley de los sedentarios, al malestar que da pie a la insurrección. Su voz era de cuero y acero, de suave piel de oveja que envuelve la navaja, sabia y persuasiva, y mientras resonaba en los oídos mi mirada subía del fuego al cielo para encontrar que las estrellas, en su irregular parpadeo, confirmaban el sentido de sus palabras, porque ellas han visto cada noche el penar del pueblo tuareg.
Pese a todo, la agresividad estuvo ausente de su narración. No había rencor en el sobrio recuento de Shindouk, historias en las que, a la arrogancia del colonizador europeo y del africano sedentario, el nómada responde con ingenio y buen juicio. No hay lugar para el fanatismo religioso, para el reclutamiento por la yijad, la guerra santa islámica. No le pregunté a Shindouk por Al Qaeda. Era impropia la mención de lo absurdo frente a la naturalidad del sentido común.
LOS PAPELES, LA SALSA Y LA SOMBRA
Ésta es una de las historias que nos contó Shindouk, la noche del 4 de enero, cuando estábamos sentados alrededor del fuego en Tombuctú:
El nuevo gobernador francés mandó buscar por el desierto a los jefes tuaregs para invitarlos a una reunión muy importante en la legendaria ciudad. Ahí les explicó ahora que era su país el que mandaba y que tenían que pagar impuestos. Algunos se levantaron para regresar a las dunas. Otros lo aceptaron y permanecieron allí. Pero hubo uno que quiso saber más. “Tú me dices que tengo que darte una parte de lo que tengo. Pero no me dices por qué. Y me dices que no quieres lo que tengo como lo tengo. Me dices que lo cambie por papeles de dinero. Y eres tú mismo quien hace esos papeles y me los da. Y eres tú quien los quiere de regreso. Sólo papeles. Yo ya no tendré mis cabras ni mis camellos. Pero tampoco tú los tendrás. Y no me dices por qué”.
El gobernador anotó en su libro: “Este jefe es inteligente. Habrá que tener cuidado con él”. Pasó su tiempo y se fue. Vino otro gobernador, que leyó el libro. Y tenía curiosidad por saber quién era ese jefe.
Su oportunidad llegó más adelante, cuando otro tuareg vino a Tombuctú. Traía dinero de su tribu para comprar mercancías. Al pasar frente a la casa de un dignatario de la ciudad, olió una salsa deliciosa. Era la salsa más deliciosa. Y él pensó: “Tengo que comer esa salsa”. Dio varias vueltas a la casa. Pero como valoraba su honor, no podía hacerse invitar a comer. Dio más vueltas. Hasta que compró una pieza de pan. Encontró un sitio donde se olía bien la salsa. Cerró los ojos y comió el pan imaginando que estaba bañado en la salsa.
Pero he aquí que alguien lo vio rondar la casa y advirtió al dignatario. Él llamó a la policía, que aprehendió al nómada. Fueron frente al juez. Que escuchó lo que dijo el dignatario. Después al tuareg. Y se retiró a otro cuarto a reír por la situación. Se daba cuenta de que no había delito, pero no podía desairar al dignatario.
El asunto llegó a oídos del gobernador, quien le dijo al juez: “Tengo la solución a tu problema”. Entonces mandó traer al jefe tuareg que quería conocer. Él tuvo que venir porque no tenía otra opción.
Escuchó al dignatario. Después al nómada. Y le dijo a éste: “¡Qué mal! ¡Eres culpable, muy culpable!”
Lo hizo salir a una plaza, frente a todo el pueblo, bajo el sol. Pidió que viniera el carcelero con un látigo. Y le ordenó propinar 50 latigazos. No al tuareg. Sino a su sombra.
Pues sentenció: “El nómada es culpable de haber comido el aroma de una salsa. Justo es que pague con el dolor de su sombra”.
FRENTE A LA PANTALLA CON ISSA
Para los tuaregs, el Sahara, con su extensión de 9 millones 400 mil kilómetros cuadrados (casi cinco veces México o casi cuatro veces Argentina) no es un desierto, sino muchos: el Ténéré, las montañas Aïr y las Tibesti, el Adrar des Ifoghas, entre otros. De cada uno pueden describir características específicas, como el grado de sequedad, la presencia de dunas o de rocas, la existencia de tal tipo de flora o fauna.
La pobreza ha forzado a una parte importante de los tuaregs a volverse sedentaria, pero sus costumbres siguen siendo las de un pueblo disperso en esta inmensidad. Sus festivales de música y carreras de camellos son importantes porque les dan motivo para reunirse y fortalecer los nexos de familia, clan y tribu: aprovechan para celebrar matrimonios, arreglar disputas, hacer negocios y planear expediciones.
El Festival au Désert es uno de los más importantes porque, desde 2001, ha evolucionado para incorporar a espectadores y artistas de otras partes de África y de Occidente. Por un lado, esto permite un enriquecido diálogo de la cultura de los tuaregs con las de otras partes del mundo (a partir de la exitosa banda Tinariwen, por ejemplo, su música incorporó la guitarra eléctrica y el blues), y por el otro atrae dinero del turismo, la principal fuente de ingresos en la región.
Antes de llegar, muchos asistentes extranjeros tenían dos temores: que nuestra presencia desnaturalizara el evento; y, lo más importante, que se materializaran las constantes advertencias de las potencias occidentales, en el sentido de que en Tombuctú y sus alrededores había un gran riesgo de atentado terrorista o secuestro por Al Qaeda. Ninguno se cumplió.
Los foráneos no formábamos más de un cinco por ciento, si acaso, de los 15 mil o más asistentes. Los jinetes nómadas llegaban por centenas, montando camellos, mientras que las mujeres envueltas en trajes de gran colorido ocupaban las cimas de las dunas para tener las mejores vistas. Jóvenes de múltiples tonos de piel, desde el negro ébano hasta el moreno mediterráneo, cantaban y bailaban toda la música que tocaban en el escenario. Incluso Francisco Gouygou, quien se presenta como El Charro Francés, logró una respuesta fenomenal con sus interpretaciones de rancheras y otras melodías latinas: horas después de su participación, los tuaregs seguían coreando ¡guantanamera, goguira guantanamera! (no entendieron lo de “guajira”, pero el esfuerzo es lo que vale).
A los visitantes, eso nos dio un tema de conversación recurrente: el de la sensación de seguridad que teníamos. Había algo de presencia policiaca y dos avionetas Cessna del ejército nacional hacían maniobras para hacerse notar. Era la interacción con los tuaregs, su simpatía, amabilidad y cortés curiosidad, sobre todo, lo que nos hacía sentir bienvenidos.
Con un matiz, no obstante: en Malí, como en Marruecos, Senegal y otros países francófonos, lo normal es que una clara mayoría de los viajeros esté conformada por los franceses. En Tombuctú casi no los había.
Su gobierno les había advertido que no vinieran, lo que los malienses se estaban tomando como algo personal. En Mopti, un puerto fluvial que conecta el sur y oeste de Malí con el norte y el este, y que es la base para viajar a Tombuctú, hay una industria de agencias de viaje y guías turísticos que depende principalmente del flujo procedente de Francia. Pero París ha colocado a Malí en lo más alto de la escala de riesgo.
Issa Ballo, un exitoso hombre de negocios de 37 años, que empezó a los 12 lavando coches de turistas, me mostró en su pantalla, en su oficina de Mopti, la causa de su indignación: en la sección “consejos para viajeros” de la página http://www.diplomatie.gouv.fr, del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia, el mapa de Malí aparecía en tres colores. Una pequeña parte del sur, que incluye la capital, Bamako, estaba en verde, lo que indica un nivel de seguridad aceptable. Todo el norte y el este, incluidos Tombuctú y Gao, brillaban en rojo, es una zona de alto riesgo, según París. En medio, Mopti se encontraba en anaranjado, por lo que sólo debe visitarse por asuntos indispensables.
“Lo justifican porque (en septiembre de 2010) Al Qaeda secuestró a cinco franceses (en el vecino país de) Níger”, explicó el maliense de etnia bámbara, “pero eso ocurrió en Níger, ¡esto es Malí!” Debido a la advertencia gubernamental, los grandes operadores turísticos franceses, para los que trabaja la agencia Satimbe Travel, propiedad de Ballo, cancelaron sus viajes a Malí. “Ahora manejamos un 10 por ciento de todos los clientes que teníamos”.
EN LA JAIMA CON KAOCEN
Si la caída del turismo en Mopti es grave, en Tombuctú es peor. “La gente está desesperada”, me dijo Miranda, la canadiense esposa del tuareg Shindouk, que vive allí desde hace casi ocho años. “La temporada (de visitantes, que va de noviembre a febrero) ya es breve y para muchos es la única oportunidad de tener un ingreso”.
Durante siglos, la economía del Sahara se sostuvo con el comercio de las caravanas que conectaban el sur con el Mediterráneo, lo que enriqueció Tombuctú. Pero esto es historia antigua: después de las primeras expediciones portuguesas del siglo XV, los barcos europeos fueron aumentando la frecuencia de sus visitas hasta que eventualmente reemplazaron a los camellos ern el transporte de mercancías. Desde entonces, los nómadas viven en una situación precaria, que vino a agudizarse por la colonización, la presión de los pueblos sedentarios que ocupan tierras y, recientemente, por devastadoras sequías.
Ahora –coincidían varios tuaregs con Issa Ballo–, su infortunio venía por mano de AQMI y sellado por Nicolás Sarkozy, quien castigaba a Malí al declararlo sitio no visitable. El presidente francés, por su parte, no pasaba por una racha de buena fortuna. Mientras estábamos en Tombuctú, empezaron a llegar malas noticias, rumores confusos por la falta de medios de comunicación con el exterior.
Ese 7 de enero, en Niamey, la capital del vecino Níger, un comando de AQMI entró en un restaurante muy popular, “Le Toulousain”, y se llevó a dos franceses de 25 años que cenaban ahí. De acuerdo con París, los encargados del establecimiento avisaron de inmediato y un grupo del ejército nigerino persiguió y atacó a los secuestradores, sin éxito, por lo que fuerzas especiales francesas tomaron el mando de la operación y efectuaron un segundo intento de rescate, que dejó varios muertos de ambos lados. Los islamistas, dijo Sarkozy, asesinaron a sangre fría a sus víctimas, que “no tuvieron ninguna oportunidad”.
Esta versión contradice a la de Al Qaeda, según la cual sus militantes sólo mataron a uno de los rehenes, mientras que el otro falleció en el intercambio de disparos durante el combate.
El desenlace del suceso ocurrió el día 8, último del Festival en Tombuctú, donde nos visitaba Amadou Toumani Touré, el presidente del país, quien presidió la carrera de camellos para señalar su compromiso con la protección del encuentro cultural. Y dio un discurso que tuvo en cuenta los recientes atentados: “El Sahara no es solamente una zona de inseguridad, también lo es de alegría y fraternidad”, dijo.
A los tuaregs no les gustó el subtexto. “¿Zona de inseguridad?”, rugió Kaocen ag Alhabib, un viejo fuerte y carismático que conocí en una jaima, donde nos escondíamos del calor del mediodía, y que me enseñó a colocarme el taguelmoust (turbante). “¿Cómo es que da por perdido al Sahara tan fácilmente?” El mandatario habló también de la importancia de evitar que Al Qaeda “atraiga a nuestros jóvenes”. “¿De qué jóvenes habla?”, se ofendía el nómada, “¿de los sureños de (la capital) Bamako, acaso? ¿Por qué sugiere que los jóvenes tuaregs simpatizan con los islamistas? Lo único que los expone a tomar un mal camino, sea el de Al Qaeda, el del bandolerismo meramente criminal o cualquier otro, es la pobreza, la falta de oportunidades en la que nos mantienen el gobierno y las potencias que explotan nuestros recursos naturales sin dejarnos nada a cambio”.
La gente de la región de Tombuctú ni siquiera había participado en la última rebelión tuareg, que se centró en la zona del pueblo de Kidal, hacia el este. “En mis años de subir y bajar por el Sahara, nunca he encontrado a alguien que simpatice con AQMI”, me dijo Guy Lankester, el dueño británico de la compañía especializada en el Magreb “From here 2 Timbuktu”. Según Kaocen, si Al Qaeda tenía algún respaldo social, más allá de su núcleo de militantes, lo encontraría en Níger: “Ve allá si quieres arriesgar la cabeza”. Lo mismo que me habían dicho en Mauritania sobre Malí.
EN LA CAMA CON EL TUERTO
Antes de ir a Níger, no obstante, la ruta me obligó a desandar el camino y volver a pasar por Mopti, donde mi estancia se iba a prolongar. Yo recorría África atento al peligro de una agresión humana, de terroristas o criminales. Otros que vienen aquí se cuidan de los leones, los rinocerontes, los hipopótamos. Pero el enemigo real, el que viene por nosotros sin que lo podamos detener, es infinitamente más pequeño.
Tardé en reconocer que me había atrapado. Había leído sobre los síntomas, pero no esperaba que llegara tan velozmente y me tirara en la cama sin darme tiempo a pensar: primero me golpeó con un fuerte dolor de cabeza, después invadió cada tejido de mi cuerpo con intensas oleadas de frío que me hacían temblar completamente fuera de control. Estaba solo, no podía salir de la habitación de mi hostal para buscar ayuda, ni levantar la voz para llamar la atención de alguien. Ese primer combate duró cinco horas.
Era el 12 de enero. Cuando el mal me dio una pausa, busqué una pista de lo que me estaba pasando. Me recordó algo que había leído de Ryszard Kapuściński, y era justo lo que me pasaba: “La primera señal de un inminente ataque de malaria es una inquietud interior que empezamos a experimentar de repente y sin ningún motivo claro. Algo nos pasa, algo malo. Si creemos en los espíritus, sabemos qué es: ha entrado en nosotros un espíritu maligno y nos ha embrujado. Nos ha paralizado y clavado (…) al cabo de poco rato, a veces de repente y sin haber dado ninguna señal de aviso, se produce el ataque. Es un súbito y violento ataque de frío. Un frío polar, ártico. Como si alguien nos cogiese desnudos, abrasados por el infierno del Sahel y del Sahara, y nos lanzase directamente al altiplano helado de Groenlandia y las Spitzberg, entre nieves, vientos y tormentas polares”.
Tenía malaria, paludismo. Era mi cuarto viaje por África y, de alguna torpe manera, ya no creía que me pudiera alcanzar el maldito mosquito anófeles. Durante días, las fiebres heladas se alternaban con fiebres ardientes, como nunca había tenido. Me sentía tan mal que en la noche prefería no poner el cerrojo a la puerta de mi habitación, para que mi amigo Sidiki Berthé, un maliense de padres dogon y bámbara, y de creencias animistas, que me visitaba dos veces diarias y me traía medicamentos, pudiera entrar si yo no respondía más. Él diagnosticó más tarde, sólo por su experiencia, que también tenía fiebre tifoidea, y cuando me forzó a someterme a un análisis se demostró que tenía razón.
En mi confusión, los datos que había recogido se me enredaban más. ¿Cómo era posible que AQMI actuara en Mauritania y en Malí sin que nadie hubiera visto a los predicadores y civiles que la apoyaban? ¿Por qué parecía que Sarkozy se comportaba tan erráticamente? ¿Actuaba con hipocresía el presidente Touré cuando defendía a los jóvenes tuaregs?
La cabeza se me partía en fragmentos. Había empezado el viaje retando al desierto del Sahara con fuerza y motivación, y ahora estaba hecho pedazos, temblando de frío en un cuarto caliente. ¿Me alcanzaría la fuerza para seguir recorriendo el Magreb? Si lograba acercarme a los simpatizantes de Al Qaeda, ¿qué tanto sería demasiado? En mis alucinaciones, a veces creía que estaba secuestrado en esa habitación.
Una tarde, vi a Belaouer, El Tuerto, el famoso emir argelino de AQMI de quien había leído espantosas historias de crueldad, sentado en mi cama. Miraba mi rostro desde muy cerca. Aproximó la mano a mi cara, secó el sudor de mi frente, me dio agua y sonrió soltando un gorjeo alegre. “Aquí no están, Témoris”. Era Sidiki, mi gran apoyo. “Descansa, toma tiempo para reponerte. Después tienes que seguir. Marcharás rumbo al este”.
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