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Gaza: Lo que nos queda es reconstruir


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Por Témoris Grecko / Gaza (publicado en Esquire de septiembre de 2014)

Los gritos retumban por todo el hospital. El caos: heridos graves arribando por decenas al minuto, médicos y camas sobrepasados, niños y viejos llorando, guardias incapaces de contener las oleadas de familiares que llegan en tropel a buscar a los suyos, conductores de ambulancias insultándose porque cada cual piensa que sus víctimas tienen mayor urgencia… pero esos gritos logran resonar sobre el escándalo. Con tal predominancia que no es difícil encontrar de donde provienen. Se trata de una mujer joven, con un vestido de color café y que ha perdido el jiyab con el que se cubría el cabello. Está combatiendo a cuatro hombres que no logran contenerla. El tumulto transita a empujones por las orillas de una de las salas de emergencia porque ni ellos logran inmovilizarla ni ella puede acercarse al objetivo: su hijo, de 7 años, con el brazo destrozado por uno de los cinco proyectiles con los que el ejército israelí bombardeó, a las 5.15 de la mañana del 30 de julio, una escuela de la ONU en el barrio de Jabaliya, utilizada como albergue para desplazados. La madre se lo quiere llevar de ahí, quién sabe a dónde. Los médicos le informaron que tienen que amputar.

Familias completas masacradas en Gaza, comunidades en pánico apresurándose para llegar a los refugios en Israel, padres llorando a hijos desintegrados por las bombas en Gaza, funerales de soldados adolescentes en Israel… Entre las situaciones terribles que abundan en una guerra, la anterior es una de las más dolorosas, aunque no involucre a personas que murieron. Quizás porque se trata de una madre y tal vez porque los hechos consumados conducen a la resignación y ahora, en cambio, esta lucha exasperada, histérica, parte de un instinto fundamental de esperanza, de aferrarse con todo lo que se tiene a lo único que queda, que es esperanza, de hacer de la esperanza un ariete capaz de cambiar la realidad. Esos alaridos eran capaces de imponerse a la locura del hospital Kemal Aduan porque era la esperanza misma la que gritaba, envuelta en la piel morena de una joven palestina que había perdido el jiyab y en su esfuerzo se rasgaba el vestido color café. La intransigencia de la realidad fluía, a su vez, por las piernas y los brazos de cuatro hombres. Los cuatro que apenas podían contener la fuerza de esa voluntad profunda, denodada, heroica… materna.

La operación Margen Protector del ejército israelí sobre Gaza estaba entrando en su cuarta semana. Era una guerra más larga y dañina que las dos anteriores, de 2008 y 2012. Tomaba su nombre de la argumentación del gobierno israelí de que era una reacción necesaria y legítima para defenderse. Las agresiones iniciales, aseguraba, eran todas de Hamas, el partido/milicia de ideología islamista que mantiene bajo su control a la población de Gaza, que había secuestrado a tres adolescentes judíos y después había atacado las ciudades israelíes con cohetes. Y su respuesta, insistía, era proporcional, limitada y humanitaria, cuidadosa de no provocarles a los civiles un daño mayor que el inevitable.

UNA MANIPULACIÓN TRÁGICA

Gil-Ad Shael, Naftali Frenkel y Eyal Yifrach, tres adolescentes judíos, fueron engañados por palestinos que habían robado una camioneta con matrícula de Israel. Uno de los chicos se dio cuenta y al llamar a 100, el número de la policía, fue descubierto. En la grabación telefónica se escucha que Gil-Ad dice “nos han secuestrado”, luego uno de los raptores grita, en hebreo, “¡cabezas abajo!”, siguen disparos, una voz suelta un “¡ay!” de dolor, y los muchachos no hablan más. Entonces los asesinos empiezan a cantar.

Dos años antes, Hamas había intercambiado exitosamente al soldado Gilad Shalit por 1,027 palestinos prisioneros, y ahora el plan era repetir la jugada. Pero se había malogrado: tras matar a los muchachos, los enterraron en un barranco y huyeron. El vehículo apareció al día siguiente, al norte de la ciudad palestina de Hebrón. Huellas de sangre, otras muestras de ADN y casquillos de bala percutidos confirmaron el desenlace fatal.

Los culpables, Marwan Qawasmeh y Amar Abu Aisha, dos líderes del clan Qawasmeh, se escondieron. Su desaparición fue notada de inmediato por la inteligencia palestina, que informó a la israelí. Los investigadores encontraron la cañada donde los chicos habían sido enterrados y durante más de dos semanas, miles de soldados rastrillaron cada centímetro. Hallaron las tumbas el 30 de junio.

El régimen del primer ministro Binyamin Netanyahu engañó a la opinión pública israelí. A lo largo de 18 días de angustia, mantuvo la esperanza de hallar con vida a los jóvenes que sabía muertos, provocando mayores tensiones y frustración en la sociedad. Y acusó a Hamas de haber perpetrado el crimen: con el pretexto de buscar a los muchachos, persiguió y atrapó a entre 350 y 600 militantes de Hamas, cerca, lejos y muy lejos de donde había ocurrido el secuestro. Esto incluyó a todos sus líderes en Cisjordania y a cientos de los excarcelados por el acuerdo de Gilad Shalit.

A lo largo de siete años, los principales partidos palestinos, Fatah (del presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbás) y Hamas habían sostenido una enemistad que frecuentemente condujo a enfrentamientos con sangre. Esa fractura debilitaba a los palestinos y era bien aprovechada por Israel. Tras un largo esfuerzo para reconciliarse, Hamas y Fatah formaron un gobierno de unidad, apenas el 2 de junio. Netanyahu expresó su indignación en todos los tonos de voz, acusando a Abbás de aliarse a terroristas. Al exigir la ruptura del acuerdo, el secuestro le sirvió para denunciar que Hamas seguía atacando a sus ciudadanos.

Él sabía, como todos los observadores de la política palestina, que estaba mintiendo: la responsabilidad era de los Qawasmeh, un clan bien conocido: en varias de las ocasiones en que palestinos e Israel alcanzaron un cese al fuego (tahadiyeh, en árabe: periodo de calma), un miembro de la familia lo dinamitó. Al menos 14 de sus miembros murieron en la segunda Intifada, incluidos 9 que cometieron atentados suicidas. El 19 de agosto de 2003, 52 días después de que se había anunciado un tahadiyeh para terminar esa insurrección, dos terroristas de los Qawasmeh se hicieron explotar en un autobús en Jerusalén, que dejó a 23 israelíes muertos, incluidos siete niños. Israel respondió matando a los tres más altos dirigentes de Hamas, que a su vez planeó su venganza pero no la llevó cabo a raíz de un entendimiento con Israel, que prometió detener su campaña de asesinatos. Pero el 31 de agosto de 2004, Ahmed Qawasmeh y Nassim Subhi Jabari realizaron un doble ataque suicida en la ciudad israelí de Bersheva, con 16 víctimas fatales.

Como Netanyahu, los Qawasmeh estaban inconformes con el gobierno de unidad palestino porque preveían que esto iba a llevar a Hamas a reconocer el derecho de Israel a existir. El rapto era una forma de sabotearlo pero las cosas se salieron de control. Habiendo creído que era posible hallar a vivos a los secuestrados, israelíes coléricos atacaron a árabes en las calles y algunos de ellos raptaron y quemaron vivo a un chico palestino de 16 años. Contra los cálculos de Netanyahu, Hamas decidió combatir la persecución contra sus miembros lanzando oleadas de cohetes sobre Israel. La respuesta fue la operación Margen Protector, que empezó el 8 de julio con ataques aéreos y el 17 se amplió con una invasión terrestre. La tercera guerra de Gaza.

TOQUE EN EL TECHO

Un lapso de tiempo que apenas es suficiente para despertar, sacar a los pequeños de la cama y salir despavoridos, sin apenas comprender lo que ocurre, fue el que le tomó a Rimez al Azazmhe, una madre de 27 años, pasar de ser una esposa con una vida normal a convertirse en una viuda sin casa y con cuatro hijos pequeños, refugiada en la escuela de la ONU de Jabaliya.

Vivía en el barrio de Beit Lahiya, cercano a la frontera con Israel. A las 3 de la mañana sonó el móvil: una soldado israelí “nos dio cinco minutos para levantar a los niños y salir. Mi esposo gritaba que no, que era todo lo que teníamos, que por qué, y se encerró en el baño. Yo corrí con mis hijos tan lejos como pude, pero no pude evitar que la fuerza del misil nos derribara en la calle. Él murió adentro”.

En los barrios, pueblos y aldeas de Gaza donde Israel ordenó a la población entera que se marchara, sus aviones arrojaron volantes para informar. En muchos casos, se advertía de la destrucción de una casa o edificio específico: los operadores telefónicos del ejército llamaban al dueño, al inquilino, al hijo, al primo, al vecino o al de la tienda de la esquina, para avisar sólo unos momentos antes del golpe.

Otro mecanismo de aviso es lo que el ejército presenta con un nombre que sugiere un acto de cortesía: “toque en el techo”. Lanzan un cohete que barre con todo lo que hay arriba, incluida la gente que tuvo el infortunio de hallarse allí, y estremece lo que está debajo, derribando estanterías, rompiendo ventanas, golpeando tímpanos… y aturdiendo. Los israelíes aseguran que de esa forma los habitantes entienden que su casa está a punto de ser destruida y se marchan velozmente. No es así.

Aunque sean vívidos, los testimonios de estos ataques no consiguen reflejar la angustia y la confusión con tanta claridad como el video sin cortes del periodista finlandés Antti Kuronen, que escuchó un “toque en el techo” en una casa gazatí, corrió a meterse en ella y lo filmó.

Son 2 minutos y 39 segundos de horror de la vida real. Es pleno día. Al principio, en las imágenes aparecen personas mayores paralizadas de terror en las escaleras, que no logran descender hacia la salida porque no pueden imponer voluntad en sus músculos. Segundo 0.15: hombres más jóvenes las animan a moverse. Kuronen entra en un apartamento. El piso está cubierto de fragmentos de yeso, tal vez desprendidos de las paredes por la explosión del “toque”. Unos llantos atraen al periodista hacia una habitación. 0.25: Una niña de alrededor de 11 años está en cuclillas, abrazando sus piernas y llorando inconsolable. Otra, de unos 8, en piyama y entre lágrimas, mete un poco de ropa en una maleta, descuidadamente. No parecen haber comprendido la urgencia de escapar. 0.57: El reportero sí. “Creo que tenemos que irnos ya”, le dice a su acompañante. Un adulto les da órdenes a las pequeñas. Kuronen demora hasta 1.27 en bajar las escaleras, musitando “debemos marcharnos”. Otros gritan “yala, yala!”, ¡vamos, vamos! 1.33: “¿Crees que ya?”, pregunta cuando alguien le avisa que la caída de un misil es inminente. Él y su compañero se apresuran por un corredor que va a la calle. 1.49: un zumbido anuncia la aproximación del proyectil. 1.50: revienta metros atrás. Ya en la avenida, Kuronen sigue corriendo, perseguido por la nube de la explosión. Los vecinos se alejan. 2.02: el polvo fluye como si fuera tormenta, más veloz que el finlandés. Lo alcanza en 2.15. En 2.26, un coche azul arranca. Están dejando a Kuronen. “¡Aquí estoy!”, alerta en 2.30, con un grito sin aliento.

Las convenciones internacionales de Ginebra imponen la obligación de proteger a la población no beligerante. Las personas y sus casas no pueden ser atacadas deliberadamente. Israel asegura que estas prevenciones no aplican si a los inmuebles se les está dando un uso militar, como esconder armamento o combatientes, o utilizarlos para lanzar cohetes.

El ejército no cree necesitar pruebas para demostrar lo que afirma: se da por satisfecho con asegurarlo. Una misión de la ONU que acusó, en 2009, tanto a Israel como a Hamas de haber cometido crímenes de guerra y posiblemente crímenes contra la humanidad en la primera guerra de Gaza, de 2008, reportó ataques directos del ejército contra civiles y la destrucción de casas y mezquitas en donde no se hallaron huellas de ocultamiento de armas. Eso no le importa a Israel porque cuenta con el apoyo de la primera potencia del mundo. Incondicional.

Como quedó claro en una cadena de incidentes que empezó en la misma escuela donde se refugió Rimez al Azazmhe, ese 30 de julio. La noche sólo esperaba el canto del muecín para empezar a cederle el paso al día. La mayoría de los miembros de las 17 familias que dormían en ese salón de clases, todavía aprovechaban los últimos momentos de oscuridad para protegerse en sueños de las terribles realidades que las expulsaron de sus casas. Algunos se habían levantado ya para realizar sus oraciones. Por ser tantos, mujeres y niños se repartían por el aula y los hombres se amontonaban afuera. A las 5.15 empezaron a disparar los tanques.

Tres proyectiles impactaron en la escuela. Otro en una casa vecina. El quinto, que cayó en la calle, mató al menos seis caballos que estaban amarrados junto a la entrada de la instalación de la ONU. A las 9, sus cadáveres rociados de metralla seguían sobre los charcos de sangre en el suelo, con los vientres punteados por las esquirlas y los cráneos abiertos. Las ambulancias ya se habían llevado los de los niños y adultos. Como hicieron los aviones alemanes e italianos en Gernika en 1937, Israel había dejado una escena para Picasso.

Rami Mansour Gabeh, un hombre de intensos ojos azules de 30 años, y su esposa Ataf Rabe, de 25, dormían con Abdallah, de 2 años, y Sanaa, de 14 meses. Esta nena padecía fiebre y un dolor de pecho que nadie le trataba. Abrumados con casos graves, los doctores no tenían tiempo para ella. Se tranquilizó como a las 2 y los padres empezaron a descansar los ojos. Para su suerte, estaban en una esquina de la escuela a salvo de las explosiones. Pero no de la aterradora serie de inmensos bums y broms: “No me di cuenta de lo que estaba pasando, sólo desperté encima de mis hijos”, recuerda Ataf, “había ruido y alaridos, pero yo sólo trataba de protegerlos con mi cuerpo”.

“Somos de Beit Lahiya y llevamos dos semanas aquí porque Israel nos ordenó que evacuáramos”, interrumpe Rami. “Ahora nos ataca”.

Es la sexta vez que el ejército dispara contra escuelas de la ONU, inviolables bajo la legalidad internacional. Mataron a 19 personas e hirieron a 105. Israel no admitió su responsabilidad. Estados Unidos pidió calma y esperar a una investigación. Confrontada con evidencias muy claras, la Casa Blanca demoró 24 horas en reconocer: “No parecen haber muchas dudas sobre de quién era la artillería involucrada en este incidente”.

A la mañana siguiente, 1 de agosto, un cese al fuego se rompió a las dos horas porque Israel acusó a Hamas de aprovecharlo para capturar a uno de sus oficiales. Washington lo describió de inmediato como “un acto bárbaro” y exigió a la comunidad internacional que lo condenara “en los términos más enérgicos posibles”. Ahora no le hacían falta averiguaciones, lo había dicho Israel y ésa era la verdad irrefutable. Aunque Hamás declaraba que no lo tenía prisionero ni sabía nada de él. Dos días después, el ejército anunció que su soldado no había sido “secuestrado”, sino que había muerto en combate.

LA ZONA COLCHÓN

Antes de que fracasara la tregua, ese mismo día, temprano, el ejército se había retirado de Khuzaa, que había mantenido ocupada durante dos semanas. Este pueblo se halla en lo que Israel denomina “zona colchón”: una banda de tres kilómetros de ancho a partir de la frontera, en la que prohíbe la presencia de palestinos. Ahora, los residentes aprovechan el cese el fuego para volver a buscar a los vecinos que no consiguieron huir y quedaron enterrados bajo ennegrecidos montones de arena y pilas de escombros. La destrucción del camino impide que se acerquen las ambulancias: con mantas a modo de camilla o sobre pequeños carromatos, sacan los cadáveres quemados por las explosiones e hinchados por el tiempo.

El hedor al aire libre ya es brutal. Se concentra adentro de esa casa en la que entre seis y ocho personas fueron ejecutadas. La imprecisión se debe a que los rocíos de balas, el calor de julio y el trabajo de los gusanos desintegraron los cuerpos que “estaban como derretidos”, explica Naban abu Shaar, el joven de 21 años que los encontró esta mañana.

Ya se los llevaron. Queda el pequeño baño donde estaban apilados y que guarda las huellas de la matanza. La pared agujereada por los tiros, los charcos de sangre podrida en el piso, la fauna minúscula todavía disfrutando de la fiesta. Y casquillos de bala por decenas, grabados en su parte inferior con las letras IMI. Como los que produce la empresa Israeli Military Industries, proveedora del ejército y fabricante de la subametralladora Uzi.

Afuera, los cadáveres que están trasladando ya no parecen apestosos y podridos: están frescos porque los acaban de matar. Sólo así descubre la gente que la tregua se ha roto. Los tanques se acercan disparando.

Otra vez, es urgente abandonar la zona colchón. ¿A dónde ir? Persistentemente, el gobierno israelí acusa a Hamas de amenazar a los pobladores para forzarlos a desatender sus órdenes de evacuación. No presenta evidencias. Y la pequeñez del territorio y el bloqueo de Gaza imponen claros límites. A diferencia de otros conflictos en los que se puede expulsar a los habitantes, aquí no hay hacia dónde.

Aunque los tres kilómetros del área de exclusión pueden no parecer demasiado, representan la mitad del territorio en Gaza, una franja de arena de sólo seis kilómetros de anchura. Compactan a una población que ya está bien compactada. Los residentes de Beit Lahiya, Beit Hanoun, Shojaiya, Maghazi, Khuzaa y otras localidades tuvieron que abandonar sus casas. Las escuelas de la ONU, con capacidad para 200 alumnos y convertidas en albergues, están llenos con un promedio de 3,000 personas. Los parques y espacios abiertos han sido ocupados. Nadie se refugia en las mezquitas porque los aviones israelíes las están barriendo por decenas, como si quisieran limpiar Gaza de los templos en torno a los que se desarrolla la vida social (en total, destruyeron 63, además de 138 escuelas, 26 unidades de salud, la única planta generadora de electricidad y varias de las pocas fábricas del enclave, como la de galletas y la de mosaicos).

La ONU informó hoy que 235 mil personas viven en 83 de sus instalaciones, pero la cifra total de desplazados es de alrededor de 450 mil: uno de cada cuatro habitantes.

El minúsculo Distrito Federal, en México, tiene territorio suficiente para albergar cinco veces Gaza. La densidad de población es parecida en ambos, pero a diferencia de Ciudad de México, que está protegida por altas montañas y tiene un inmenso país de soporte para satisfacer sus necesidades, todo lo que hay en Gaza son arenas: arenas de playa, arenas del Sáhara, arenas para cavar túneles y para morir en las dunas.

Debido al bloqueo de personas y mercancías que imponen Israel y Egipto desde 2007, un millón 800 mil personas viven encerradas en la prisión más grande del mundo: al aire libre y con espectaculares atardeceres, pero un gran patio jamás hizo de una cárcel, balneario.

EXTREMISTAS DE AMBOS BANDOS

Desde Israel, llegan noticias de los opositores a la guerra: cientos de jóvenes han salido a protestar en Tel Aviv, intelectuales publican ardorosos manifiestos de condena a los bombardeos, el diario Haaretz se descuelga de la aplanadora nacionalista de los medios ofreciendo una cobertura parcialmente crítica. Son acallados: las contra-manifestaciones de los belicistas son mayores e intimidan a los contrarios con violencia física y verbal. Los sondeos indican porcentajes de apoyo a la operación Margen Protector que van del 87 al 95%.

El desplazamiento de la sociedad israelí hacia la derecha es un fenómeno tan impresionante como extremo. En 2004, Ariel Sharon, el ya fallecido general y primer ministro conservador, famoso por ordenar las masacres de palestinos en los campos de refugiados de Sabra y Chatila, tenía que enfrentar a un político más joven que lo estaba rebasando por la derecha, Binyamin Netanyahu. Que desde que se convirtió en primer ministro, tiene que contener a su ministro de defensa, porque lo está rebasando por la derecha: Avigdor Lieberman. Y éste mismo está ahora preocupado por el empuje de su par de Economía, Naftali Bennett, que lo está rebasando por la derecha: desde la perspectiva actual de la política israelí, el viejo Sharon parece izquierdista.

La diputada Ayelet Shaked, una parlamentaria del partido Hogar Judío, el que lidera Bennett, ha ganado notoriedad por hacer declaraciones que contrastan con la belleza de su rostro. Escribió el 7 de julio en su muro de Facebook que “las madres de los mártires” palestinos “deberían seguir a sus hijos (al infierno), nada sería más justo. Deberían desaparecer, como también las casas físicas en las que criaron a las víboras. Si no, más víboras serán criadas allí”. Una semana antes, Shaked se preguntó: “¿Quién es el enemigo? El pueblo palestino”.

Salvo la excepción de Haaretz, la prensa israelí hace poco más que copiar y pegar los boletines del ejército y publicar artículos de opinión de hombres y mujeres que exigen no salir de Gaza sin haber aplastado total y definitivamente a Hamas. El titulado “Cuando el genocidio es permisible”, publicado por Yochanan Gordon en el blog del Times of Israel, fue retirado por el diario, pero no el de Moshe Feiglin, prominente parlamentario del partido de Netanyahu, pidiendo en el sitio Arutz Sheva, el 15 de julio, que la aviación israelí arrasara Gaza, que sus tropas la invadieran y expulsaran a la población hacia Egipto, y que se colonizara el territorio “con judíos”, lo cual “suavizará la crisis de vivienda en Israel”.

Desde la perspectiva israelí mayoritaria, los palestinos son culpables de todo lo que les pasa porque entre ellos se esconde la milicia islamista. Si un bombardeo mata a una familia completa, la generalidad del público israelí no admite dudas de que fue un acto correcto; sólo permite matices: los que hay entre quien declara terroristas a todos los muertos, sin exceptuar a los recién nacidos, pues provienen de vientres igualmente terroristas, y quien reconoce que tal vez no todas las víctimas eran combatientes enemigos pero entre ellas, al menos una sí debía serlo, de otra forma no los habría atacado el ejército, y eso lo justifica todo.

Insistentemente, se hace referencia a la elección legislativa palestina de 2006, en la que Hamas obtuvo el 44% de los sufragios (en un acto interpretado por analistas como un voto de protesta contra el corrompido liderazgo de Fatah, no tanto como apoyo a Hamas). No importa que un 56% de los electores haya preferido a otros partidos, ni que en este mismo lapso de tiempo ellos mismos, los israelíes, hayan ido a comicios tres veces, cambiando de preferencias en cada ocasión y facilitando la formación de distintas coaliciones de gobierno. Tampoco se consideran encuestas como la del Centro Palestino de Política e Investigación, de enero de este año, que indicó que sólo un 33% de los gazatíes votaría por Hamas y que un 65% prefiere al gobierno de la Autoridad Palestina que manda en Cisjordania, con reconocimiento israelí. El poder que ostenta Hamas en Gaza no fue conseguido democráticamente, sino a través de su victoria militar sobre el partido Fatah del presidente Abbas. El primer sospechoso de la matanza de Khuzaa es el ejército de Israel pero no se puede descartar que haya sido un ajuste de cuentas entre palestinos: se sabe que Hamas ha ejecutado a los que llama “colaboradores” de Israel, una etiqueta con la que podría estar disfrazando los asesinatos de disidentes y rivales.

El extremismo israelí encuentra justificación en la ambigüedad de los islamistas. El dirigente político de Hamas, Jaled Meshaal, ha dicho que la declaración fundacional de su grupo, de 1986, ha dejado de tener validez. Sin embargo, no ha habido un anuncio formal de su revocación ni se ha reformado, de manera que siguen ahí los párrafos que llaman a la destrucción de Israel.

Y por si fuera poco, Hamas continúa recurriendo, de manera tan inútil como espectacular, al lanzamiento de cohetes hacia las ciudades israelíes, con el que ha provocado dos de los tres muertos civiles fuera de Gaza (además, 64 soldados israelíes fueron abatidos en combate).

Aunque la diferencia entre las cifras de víctimas de ambos lados es enorme, la responsabilidad de los islamistas no desaparece. El 31 de julio, la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Navi Pillay, acusó tanto a Israel como a Hamas de estar cometiendo crímenes de guerra. Al primero, por atacar a la población civil. A Hamas, por lo mismo y también por emplazar sus plataformas de lanzamiento en áreas habitadas, atrayendo sobre ellas los golpes del ejército.

Lo hace desde casi cualquier sitio. Como en una transitada esquina del centro de Ciudad de Gaza, donde el poderoso ruido y el fuego de la salida de un cohete provocan el pánico en los transeúntes, que tienen que alejarse apresuradamente para que no los mate el ataque aéreo israelí. Esto ocurrió a media tarde. Pero la noche es el periodo más activo: los habitantes nada pueden hacer para evitar que los grupos armados lancen proyectiles junto a su ventana. Ni, claro está, para detener las represalias que caen en forma de bombas.

LA AUSENCIA DE HAMAS

La guerra de Gaza abunda en fotos de heridos y muertos pero pocas de cohetes y hombres de Hamas. Les resulta raro a muchos televidentes acostumbrados a ver a combatientes libios o sirios encantados de posar con sus armas. Esto le dio una oportunidad al gobierno de Israel y trata de aprovecharla.

Desde su punto de vista, la clave del conflicto está en el sufrimiento de sus ciudadanos: los cohetes que lanza Hamas amenazan sus vidas, suenan las sirenas, la gente debe interrumpir sus tareas para correr a los refugios. A pesar de que en muy raras ocasiones alcancen a provocar daños: en su mayoría, se trata de artefactos de fabricación casera que es imposible dirigir a un objetivo preciso, y casi todos van a caer a zonas deshabitadas del desierto; los que resultan una amenaza real, en cambio, son detectados y destruidos por el sofisticado sistema de defensa “Domo de Hierro”.

Salvo las dos muertes de civiles, las imágenes que puede ofrecer Israel de víctimas de los cohetes son las de personas que sufren ataques de ansiedad. No son muy eficaces frente al imparable flujo de fotos que muestran tragedias terribles.

Desde principios de agosto, portavoces del gobierno y medios israelíes intentan desacreditar toda la información que proviene de Gaza. Para ello, destacan la ausencia, aparentemente extraña, de gráficas de militantes islamistas. El objeto es colocar a los reporteros en uno o más de tres supuestos: no pueden decir la verdad porque están amenazados por Hamas; son antisemitas y/o partidarios de Hamas; o son simplemente malos periodistas.

Dentro de Gaza, la perspectiva es diferente. Se han dado casos aislados de roces con gente de Hamas, que pretende impedir que se difundan las pocas imágenes que se captan de sus operaciones. A algún periodista le ordenaron salir del territorio. Esto es un obstáculo para la prensa, como también que el ejército israelí haya detenido a varios fotógrafos para obligarlos a borrar imágenes de soldados o armamento. Los israelíes creen tener una base legal para hacerlo: sólo se puede entrar a Gaza por Israel (Egipto cerró el acceso por su frontera) y para permitirlo, el gobierno les exige a los periodistas firmar una “forma de censura”, descargable en su página oficial, con la que los compromete a obtener aprobación gubernamental antes de difundir cualquier material relacionado con asuntos de seguridad.

El problema real con Hamas no son amenazas o presiones, sino su ausencia. Los medios quieren entrevistas con sus líderes, hacer visitas a sus centros subterráneos de comando, acompañar a sus combatientes al campo de batalla. Pero no hay nadie con quien hablar. Israel, en cambio, tiene una oficina de prensa muy eficaz que pone a disposición de los reporteros a oficiales que les transmiten puntos de vista en el idioma que deseen. No le gusta que se hagan fotos de lo que no desea mostrar pero organiza tours de periodistas para que vean lo que sí quiere que se conozca, como los túneles que Hamas ha utilizado con éxito para aparecer en la retaguardia de las tropas enemigas, y que el ejército ha destruido.

No hay misterios en la falta de visibilidad de los islamistas. Combaten con técnicas primitivas (túneles y cohetes caseros) a un ejército ultramoderno que los espía electrónicamente y que está siempre encima de ellos: los drones (aviones no tripulados) vuelan 24 horas al día sobre las cabezas de los gazatíes. La precisión de los tanques, por ejemplo, es casi de 100% porque al artillero sólo le toca ejecutar la orden de disparo: el drone ya ha enviado las coordenadas de posición del objetivo, con las medidas de la dirección y velocidad de movimiento, y la computadora del cañón los recibe para calcular sus tiros al detalle.

Muchos drones llevan cohetes. Cuando desciende la oscuridad, la mayor parte de los habitantes se oculta en casa porque esos pequeños aviones están permanentemente en busca de quien sea, se sospeche que es o de alguna forma pueda ser un enemigo, para fulminarlo en el acto. Los periodistas sólo se arriesgan a salir dotados de chalecos antibalas, en los que se confía no por el blindaje, que no va a aguantar el golpe de un misil, sino porque llevan claramente inscrita la palabra “prensa”: uno desea creer que la distingue el muchacho que tiene entre los dedos —pulgar sobre el botón de disparo— el mando del drone en una oficina a muchos kilómetros de allí.

La guerra de Gaza se parece muy poco a las de Libia y Siria y mucho a las que vendrán en los años inmediatos, porque cuando un enemigo con plena superioridad tecnológica domina los cielos de forma tan completa y permanente, los combatientes no pueden andar presumiendo de revolucionarios por la calle, si quieren vivir diez minutos más. Aunque los periodistas buscan encontrar a los hombres de Hamas en acción, ellos se han ocultado tan bien bajo la tierra que ni siquiera Israel, con sus sistemas de detección y sus redes de informantes, logra alcanzarlos. Esconderse y salir cuando no se espera es la táctica que les permite resistir una ofensiva brutal y darse el lujo de declarar que están cerca de la victoria.

FUERZA PARA RECONSTRUIR

Ismaíl Hasan Limsadr y su hija están de pie. La pequeña, sobre una columna derribada que alguna vez se erigió en vertical para sostener una construcción. Observan el desastre: tres edificios de cuatro y cinco plantas destruidos por los bombardeos. Los escombros de uno de ellos cayeron sobre el muro de la familia Limsadr y parte del terreno. Los vecinos, familias enteras de vecinos del pueblo de Maghazi, se han quedado sin hogar.

Hace falta entrar por el pasillo que resistió, bajo las ruinas, para entrar al corazón de la manzana y tener una imagen más amplia de lo ocurrido: la destrucción es casi total. Recuerda a las zonas más afectadas de Alepo y a Dresde, la ciudad alemana hecha añicos por los aliados al finalizar la segunda guerra mundial. Un hombre dice que sólo en ese cuadrángulo los inmuebles arrasados son 26. Los que quedan, sufrieron daños que no permitirán que sean utilizados de nuevo.

Los antiguos residentes remueven piedras en busca de cualquier cosa útil que se pueda rescatar. A las que encuentran, no les pueden quitar el polvo porque lo llevan en la piel, el sudor y hasta en el aliento. No importa, soplan y sacuden, como si sirviera de algo; acumulan, organizan y distribuyen los objetos en grandes bolsas de plástico de color azul. Los Abu Libd, los Rayan, los Mansour y demás clanes, con apoyo de los Limsadr, se han puesto de acuerdo para compartir lo hallado: las construcciones han caído unas encima de otras, es imposible estar seguro de a quién pertenece tal puerta o tal colchón, salvo las posesiones más personales.

Algo falta en este cuadro. Un olor. El que rompe el olfato en lugares como Khuzaa o en Beit Lahiya, no se siente aquí. El hedor a muerto bien muerto. “Estamos todos bien”, se alegra Mohamed Zohir Abu Libd, uno de los mayores de su familia. “Habrá que demoler, limpiar, reconstruir”, dice al mostrar un retrato de sí mismo de hace unos diez años. Lo halló, intacto, y eso lo pone sonriente. Uno de sus hermanos da una orden y a los pocos minutos, los sobrinos traen bebidas frescas en vasos desechables para el periodista. El ánimo es bueno. Cuando ven la cámara, los chicos que están trabajando se detienen a hacer una V con los dedos.

Todos se marcharon con las primeras bombas, a mediados de julio. También las mujeres de los Limsadr. Pero no así Ismaíl Hasan y los otros cinco hombres de su familia. Sus propiedades parecen ser las que menos daños físicos sufrieron pero ellos son los que se arriesgaron frente al mayor peligro. Ante el terror de verdad.

“Me quedé porque es mi tierra, todo lo que tengo, ¿qué más voy a hacer?”, musita Limsadr. A través de su huerta de limoneros, destruida en gran parte, se llega a un cráter de unos cinco metros de profundidad y unos cuarenta de circunferencia. La bomba pulverizó decenas de árboles. Pero no es el que más miedo da: un hoyo menor, de sólo tres metros hasta el fondo, fue abierto por la explosión a seis pasos de la entrada de la casa en cuyo sótano se refugiaban. A la pregunta de cómo se sintió el estallido, Mohamed apenas puede responder ensanchando los ojos y agitando las manos.

Pero se muestra contento. En general, el ambiente en Gaza este 10 de agosto es casi festivo: la gente ha salido a las calles a comprar lo que le falta; los pescadores se aventuran tímidamente en sus botes mar adentro; los niños vuelven a jugar en la playa donde mataron a cuatro amiguitos. “Es la felicidad del fin de la guerra”, resume Limsadr.

¿Quién perdió, además del pueblo gazatí, la víctima indiscutible? Tanto Israel como Hamas dicen haber obtenido la victoria. La prensa israelí tiene otra opinión: “Cómo fue que los fabricantes de armas de Israel ganaron la guerra de Gaza”, cabecea Haaretz (12/agosto) un reportaje que hace ver que Gaza no es sólo una inmensa cárcel, también es un laboratorio de ensayo de nuevos ingenios mortales, con seres humanos vivos y encerrados en una gran caja de 6 por 42 kilómetros. Al mismo tiempo, sirve como vitrina de demostración: al igual que tras cada uno de los conflictos anteriores, dice el diario, los clientes escogen lo que les gustó y los pedidos internacionales aumentan.

Hay dos mil muertos, con medio millar de niños aniquilados, y además diez mil heridos… La gente quiere sobrevivir, no obstante. Escribió Eduardo Galeano: “Con tantas personas perdidas, llorar por las cosas sería como faltarle el respeto al dolor”. Los enemigos están en negociaciones y no se descartan sobresaltos sangrientos. Pero como en la madre peleando por su hijo en el hospital, en los gazatíes encarna la esperanza, obstinada, tenaz, motivante: están recogiendo y preparándose en su afán de recuperar la estabilidad y el porvenir, con lo que sea que les haya dejado la guerra, siempre que sea vida.

Aunque Mohamed Zohir Abu Libd y los suyos perdieron todas las cosas, se salvaron las personas y además, él acaba de encontrar su retrato intacto y todavía puede agasajar a un reportero con bebidas frescas. No les queda casi nada… pero hay fuerza. Como dijo hace un rato: “Estamos todos bien. Habrá que demoler, limpiar, reconstruir”.

 

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