
Por Témoris Grecko y Vanessa Azzi / Beirut
“Aquí estás sus estúpidas sábanas, Madame”, escribió Kassaye Atsegenet, una etíope de 23 años, en la nota de suicidio que le dejó a su empleadora, el 16 de octubre. “Hoy no las voy a lavar”. Trabajaba en un departamento en el séptimo piso de un edificio en la avenida Charles Helou, una de las más importantes de Beirut. Se lanzó desde la ventana. Cinco días después, hallaron el cadáver de su compatriota Zeditu Kebede Mantente, de 26 años, colgado de un olivo en el pueblo de Haris, al sur de Líbano. Por esos días, la prensa de Madagascar reportó que una mujer de ese país, a la que sólo identificó como Mampionona, había muerto al caer de un tercer piso mientras limpiaba el balcón. Y el 8 de octubre, Sunit Bholan, nepalí de 22 años, se cortó la garganta, también en Beirut.
Con ocho casos en total (cuatro suicidios, tres accidentes en el lugar de trabajo y un ataque cardiaco), octubre fue el mes más mortífero para las trabajadoras domésticas extranjeras en Líbano, desde que que Human Rights Watch realiza un conteo de casos. En agosto de 2008, esta organización defensora de los derechos humanos publicó un informe detallado que reveló que, desde enero de 2007 y hasta esa fecha, se habían registrado 95 muertes, más de una por semana. En octubre pasado se dobló ese promedio.
Se trata de la consecuencia inocultable de un fenómeno más complejo: la esclavitud moderna a la que estas mujeres son sometidas en Líbano. Caritas Migrant (CM), un grupo de asistencia, estima que hay unas 80,000 “maids” en el país. Rania Houkayem, coordinadora de proyecto de CM, explica que las traen engañadas, con contratos falsos, y que “desde que llegan al aeropuerto, la policía les quita los pasaportes para entregárselos a sus patrocinadores (la persona que las va a emplear), y eso es algo que la ley prohibe”. Las autoridades permiten, además, que los empleadores renueven anualmente los permisos de residencia de las trabajadoras sin que sea necesaria su presencia o consentimiento: de facto les dan trato de amos y siervas.
En un caso típico de abuso, una joven acepta un contrato para venir a Líbano por dos o tres años, a cambio de un salario mensual, comida y horario fijo con descansos. Apenas llegar, el patrocinador se queda con el pasaporte y la lleva a la casa donde debe vivir y laborar. Un sondeo de la Universidad Americana de El Cairo, realizado en 2006, reveló que en un 31% de los casos, las trabajadoras están sometidas a encierro permanente. Además, las incomunican, les dan alimentos escasos y de mala calidad, las golpean con frecuencia, las someten a vejaciones sexuales, las obligan a trabajar hasta 18 horas diarias, sin pausa semanal, y les pagan menos de lo acordado o simplemente no les dan salario alguno.

ETIOPÍA, SRI LANKA, FILIPINAS
“El patrocinador paga el boleto de avión, el seguro, un depósito de unos mil dólares, 600 dólares más por derechos de estancia el primer año y 400 dólares los subsecuentes”, explica Marie, una libanesa cristiana que es gerenta en una agencia de intermediación que, por supuesto, también cobra por conseguirles trabajadoras a quienes las necesitan. “Entonces, lo que los patrocinadores están haciendo (al retener a las chicas en casa) no es más que proteger su inversión. Si se les escapan y hacen algo malo, el gobierno los hace responsables a ellos”.
Según Marie, la nacionalidad de la trabajadora es un símbolo de estatus social y sus patronas las visten “bien”, con uniformes rosas de mucama francesa. “Yo tengo una srilankesa, pero en un año me conseguiré una filipina”. Eso se refleja en la cantidad que, al menos oficialmente, deberían pagarles mensualmente: “Una filipina cobra unos 200 dólares al mes. Las de Sri Lanka, 150, y las de Nepal y África (Etiopía, Eritrea, Sudán), 100 o 120. Es que las filipinas hablan mejor inglés”, justifica. “Y son más blancas”.
“Una tarde, Madame encontró algo de polvo en el comedor”, recuerda Joanne, una congolesa de 19 años. “Me dijo que la casa estaba sucia como mi piel”. Antes de escapar, Joanne dormía en el piso, con el perro de la familia “porque no querían que se sintiera solo y yo tenía que acariciarlo para que estuviera tranquilo. Cuando vino la guerra (en el verano de 2006, los aviones israelíes bombardearon Beirut), todos se fueron a esconder a las montañas, pero a mí me dejaron a cuidar al perro”. “Decían que yo debía estar contenta porque comía lo mismo que ellos”, se ríe. “¡Pero al día siguiente! Era lo que sobraba y ya estaba un poco pasado”.
A Kumari, una srilankesa budista de 33 años, sólo le daban pan y queso amarillo para comer. Tiene dos hijas que viven con los abuelos en su país, una de 17 y otra de 14 años, que no puede caminar. “He hecho todo por mi ella”, como venir a ganar dinero a Líbano hace siete años, pero “los doctores no han resuelto nada”. Su patrocinadora la mantuvo incomunicada mientras estuvo con ella. “Escribía cartas para mis hijas que la señora decía que iba a enviar, pero un día las encontré en el bote de basura. No podía hablar por teléfono ni salir de la casa, sólo al balcón, y por suerte, en el piso de arriba había otra srilankesa con la que podía hablar. Ella me regalaba comida”. Un día, a los tres meses, cuando trató de conectar un aparato eléctrico, se produjo un corto circuito. “La señora me dijo que tendría que trabajar gratis por 18 meses para pagar el desperfecto”.
Cuando la presencia de una mujer joven genera tensiones sexuales en la casa, ella es quien la paga. Amira, una filipina de 23 años que vino a Líbano tras concluir la carrera de enfermería, narra que además de que los hijos de su patrones la golpeaban por diversión, sin que su madre les dijera algo, el padre la violaba con frecuencia. “Yo dormía en el piso de la cocina y él iba por mí para arrastrarme al sillón. Madame nunca osó enfrentarse a él, pero cada vez que eso pasaba, a mí me gritaba durante días y me azotaba con el cable de la licuadora, no me daba de comer y me hacía trabajar de más. Un día decidió que mi cabello largo era el problema porque estaba muy bonito y me lo cortó allí mismo, con las tijeras del pollo”.
ESCAPE SUICIDA
Poco interesada en realizar investigaciones, la policía suele clasificar las muertes de trabajadoras domésticas por caídas desde alturas como suicidios. Human Rights Watch entrevistó a dos sobrevivientes, que dijeron que estaban tratando de escapar de sus empleadores. Kamala Nagari, una nepalí que cayó de un quinto piso en el 20 de febrero de 2008, dijo que “estuve encerrada sin agua ni comida por dos días y tenía que salir de allí. Traté de bajar sujetándome de unos cables, pero uno de ellos se rompió”. En otros casos, es posible que hayan sido lanzadas por sus propios patrones, pero esto no se ha podido demostrar. Sólo en el caso de la srilankesa Dewala Waty, del 12 de septiembre de 2007, quedó claro que su empleadora la había matado a golpes.
Kumari arriesgó su vida al amarrar jergas para improvisar una cuerda, con la cual se descolgó hasta la calle. Una vez ahí, se encontró en un país que no conocía nada, cuyo idioma no hablaba, sin pasaporte, dinero, amigos ni lugar a donde ir. No podía acudir a la policía a denunciar a su patrona porque seguía dependiendo de ella: sin patrocinador que la ocupe, la trabajadora queda sujeta a repatriación. No quería regresar a Sri Lanka sin haber logrado reunir lo necesario para curar a su hija pequeña.
Encontró a una compatriota que le prometió ayuda, pero de casualidad Kumari la escuchó al hablar por teléfono y descubrió que trataba de venderla como esclava a un hombre por 700 dólares. Volvió a huir. Pasó toda suerte de penas hasta que por fin, otra joven le enseñó a trabajar limpiando casas de manera temporal. Permaneció en Líbano por dos años y medio más, hasta que el deseo de ver a sus hijas la llevó a entregarse a la policía.
Mientras las autoridades buscaban a su antigua patrocinadora, quien había tirado el pasaporte a la basura, la metieron a la cárcel por tres meses antes de deportarla. En la prisión de Adlieh, ubicada debajo de un puente vehicular, convivió con criminales convictas por robo, asesinato y asalto. Joelle Khoury, de Caritas Migrant, dice que “por ley, no deberían estar detenidas más de 48 horas, ¡pero hay algunas que han pasado ahí hasta un año!” La condiciones son pésimas, explica: “Adlieh fue planeada para 200 internas, pero hay 800. Las encierran en cajas, cada celda fue concebida para 20 personas, pero hay hasta 50, y comparten dos baños. De comer, les dan sandwiches de queso o labneh (una pasta tipo jocoque) al mediodía y papas con aceitunas por la noche”.
Khoury asegura que CM las apoya con abogados, les da ropa, medicamentos, jabón, shampoo y ropa de cama, además de comida caliente tres veces a la semana. “Yo nunca los vi”, repone Kumari. “Nadie me ayudó”.
GOBIERNO PREOCUPADO
El gobierno libanés ha querido dar muestras de reaccionar. A principios de diciembre, un juez condenó a una empleadora a 15 días de cárcel y a pagarle 7,000 dólares en compensación a su extrabajadora filipina. También introdujo un nuevo contrato obligatorio que otorga algunos derechos a las extranjeras (su legislación laboral, sin embargo, las excluye porque no las considera como trabajadoras, sino como servidoras; y no hay mecanismo alguno para garantizar que dicho contrato se cumpla: dentro de las paredes de la casa, sólo rige la ley del patrón).
La intención no es responder a los informes sobre los abusos, sin embargo. “Es que nos estamos quedando sin gente que trabaje para nosotros”, admite Marie. En el otoño de 2008, las autoridades de Filipinas anunciaron que no permitirían que sus ciudadanas siguieran viajando a Líbano. En 2009, Eritrea y Etiopía hicieron lo mismo. Esto generó tal preocupación en el gobierno libanés que el 1 de diciembre, el ministro del Interior (equivalente al secretario de Gobernación), Ziad Baroud, informó a los embajadores de esos países que tomarían medidas para garantizar los derechos de sus compatriotas, como meterlas en una prisión más adecuada, darles acceso a los juzgados y acelerar su repatriación. Baroud no dijo nada de eliminar el depósito de mil dólares y los 600 dólares por derechos de estancia, es decir, los gastos que hacen que los empleadores deseen asegurar su “inversión” encerrando a las jóvenes. Tampoco planteó modificar la relación de patrocinio que pone a las trabajadoras bajo su control absoluto.
Es improbable que los diplomáticos hayan quedado satisfechos. En agosto, la embajada de Filipinas ya había anunciado que en sus pisos dormían 117 mujeres que habían escapado del maltrato. Y con respecto a la excepcional sentencia que favoreció a la trabajadora filipina, HRW indica que “una de estas embajadas (no especifica cuál) ha presentado más de 50 casos de abuso ante el Ministerio del Trabajo, sin recibir una sola respuesta”.
“Mientras ellas necesiten dinero y nosotros su trabajo, seguirán viniendo, digan lo que digan sus gobiernos”, afirma Marie. Asegura que varias agencias –no la suya– van a poblaciones rurales de esos países donde reclutan a jóvenes sin educación, con un conocimiento de sus derechos aún menor que las chicas urbanas que solían venir. “Aunque yo creo que no veremos muchas más srilankesas”. ¿Por qué, si su gobierno no ha prohibido que vengan? “Es que su embajada está metiendo la nariz en las casas”, se queja Marie. “Si sólo se quejaran, no pasaría nada. Pero no dejan que las ‘maids’ se vayan con la gente y ya. Quieren seguir en contacto con ellas, interferir, opinar. Obviamente, así no se puede”.
