Témoris Grecko / Rumangabo, Parque Nacional de los Virunga, provincia de Kivu Norte, R.D. del Congo
(Publicado en National Geographic Traveler Latinoamérica, abril de 2011)


“Voy ver a los gorilas lomo plateado”, le dije a la cónsul de la República Democrática del Congo en Kampala, Uganda, al solicitar la visa. “Voy al Parque Nacional de los Virunga”. Ella me miraba con ojos de no, ¿desde cuándo nos visitan los mexicanos? Me dio una ficha de depósito bancario por 130 dólares, que decía “ciudadanos de Estados Unidos y Canadá”. Yo le dije que no, que México no era Estados Unidos. Me la cambió entonces por otra de 80 dólares, que decía “Unión Europea”. Le dije que México estaba en América. “¿América?”, me miró molesta y me devolvió el primer formato. “¡México está en América pero no es Estados Unidos!”, insistí abrumado. Con gesto de quien se harta de la terquedad de los locos, me arrojó un tercer documento. Decía “otros países”. Y la cantidad era de 60 dólares.
¿Quién quiere ir al Congo, y en particular a la zona oriental, donde han muerto horriblemente millones de personas desde 1994? Desde que en enero de 2009 hubo un acuerdo entre el gobierno de ese país y el de Ruanda, cuya enemistad creó las condiciones para una serie de conflictos armados en el que en cierto momento se involucraron hasta siete países africanos, además de milicias, tribus y bandas criminales, la pacificación ha avanzado bastante y por primera vez, existe la oportunidad de resolver los muchos problemas que hay ahí. Y de abrir esa zona maravillosa al turismo: el Parque de los Virunga (una cordillera de siete volcanes –dos de ellos activos– que comparten Congo, Ruanda y Uganda) tiene una enorme diversidad de ambientes que alberga a un 50% de las especies de África. Hay elefantes, hipopótamos, antílopes, y mucho más. Sobre todo, gorilas lomo plateado.
Llegar fue, además, muy fácil. Me dieron la visa en 24 horas, un autobús me llevó en 9 horas de Kampala a Kigali, la capital de Ruanda y ahí tomé otro hasta Gisenyi, en la frontera congolesa. Éste fue el único momento en que me preocupé porque el vehículo era de una compañía llamada “Atraco Express”… al bajarme, todas mis posesiones seguían en mi poder. Cruzar los puestos migratorios me tomó 15 minutos, y de pronto ya estaba en Goma, la ciudad más importante del este del Congo. A la mañana siguiente, un hombre pasó corriendo en busca de su teléfono celular para capturar imágenes de un maravilloso eclipse de sol, que yo no esperaba y pude fotografiar. Al día siguiente, con mi amigo congolés Eddy Mbuyi (quien se encarga del blog gorilla.cd, del Fondo de Conservación Africana), subí al puesto de guardaparques de Bukima, en Virunga, donde él vivió por un año. Frente a nosotros había dos volcanes apagados, Karisimbi (4,500 metros de altura) y, muy cerca, Mikeno (4,400m). Más atrás, uno activo, Nyiragongo (3,500m), que en el fondo del cráter no tiene un lago congelado sino uno de lava ardiente, cuyo rojo resplandor se refleja en las nubes. Eso no era lo más impresionante: a la derecha, a unos 30 kilómetros, el Monte Nyamulagira (3,000m) estaba en plena erupción: por el telescopio veíamos la lava elevarse cientos de metros, antes de caer sobre la pendiente, en dirección al Lago Kivu.
Sólo por eso, sentía que había valido la pena llegar hasta aquí. Yo quería ver gorilas, sin embargo. Una de las ventajas de venir a sitios como éste, tan alejados del mapa de la industria del placer, es que uno no tiene que competir con los grandes rebaños que manejan los operadores turísticos, ni siquiera con otros viajeros. En Ruanda, por ejemplo, uno debe esperar días antes de poder sumarse a uno de los densos grupos que cotidianamente abruman a las familias de gorilas. Aquí, los guardaparques pasan la mayor parte de las jornadas en solitario, cuidando a los primates.
A veces la diosa Fortuna me hace bromas de mal gusto, sin embargo. Eddy y yo nos preparábamos para realizar nuestra expedición, dándonos el lujo de poder elegir entre tres grupos de simios: los Kabirizi, los Humba y los Munyaga. Entonces nos llegó la noticia de que desde Goma venían en camino no uno, ni tres, sino cinco visitantes más. En temporada alta, cada mes, no llegan más de 20 forasteros a hacer el recorrido. Pero justo ahora éramos siete. El ICCN no permite más de seis, así que Eddy, que ya ha tenido muchas de estas experiencias, declinó acompañarnos.
JA’NGGGH
Se trataba de tres amigos –dos ingleses y un keniano– y una pareja de Bulgaria. La cantidad de personas y la distancia determinó que fuéramos a ver a los Humba. Mis privilegios se habían esfumado. Venían también tres guardaparques: un protector con fusil, un machetero para abrir camino y un guía, Diddy Mwanaki, que por su rostro redondo y su bigotito tiene toda la pinta de latino (lo imagino fácilmente en Veracruz o Cartagena). Él nos llevaría, primero, a donde sus compañeros dejaron a Humba y su familia el día anterior. Desde ahí buscaríamos sus huellas para seguirlos. Diddy nos llevó a lo largo del borde de la jungla, por campos comunales que la gente abandonó por la guerra y en los que ahora, que regresó la paz, no ha vuelto a cultivar, o empezó a sembrar hace apenas seis meses.
Algunos árboles delgados y muchos arbustos han crecido en esas tierras. Diddy habló y desde detrás de la maleza se escuchó una voz. “¡Guau!”, dijo uno de los británicos, “aquí uno le habla a la selva y ella te responde”. “Esto no es la selva”, atajó Diddy, “no es nada como la selva”. El inglés se puso terco: “Pues en Londres, esto sería una selva”. Pero estábamos en el Congo. Y nos dimos cuenta cabal de la diferencia cuando por fin entramos en la selva: por momentos parecía que tratábamos de atravesar una pared verde, porosa y húmeda. Perdimos el contacto con la tierra: raíces, troncos caídos, ramas y hojas crean un grueso colchón sobre el que uno camina. Es blando y uno lo agradece porque hay que saltar muchos obstáculos y se siente menos el impacto.
A veces era lo contrario, parecía que la vegetación tratara de impedirnos el paso y nos sujetara: nuestros pies se enredaban con raíces largas y flexibles como sogas, en la capa de materia orgánica por la que avanzábamos se abrían hoyos pequeños y grandes con los que tropezábamos, gruesos troncos lamosos se nos atravesaban, las ramas puntiagudas que el machetero había cortado esperaban un descuido nuestro para rasguñarnos. Si a veces saltábamos, en otras teníamos que agacharnos, o de plano arrastrarnos. Cuidando, siempre, de no poner la mano sobre una serpiente o meter la nariz en la telaraña de una hembra grande, peluda y furiosa.
Por suerte, el sol brillaba con fuerza. No es que lo pudiéramos ver con frecuencia, las copas de los árboles apenas nos permitían atisbar el cielo y el ambiente de la selva está marcado por la penumbra. Lo importante es que no llovía. Ya era demasiada el agua que pesaba en las hojas de las plantas y empapaba nuestros zapatos y ropas. Los guardaparques no lucían botas de montaña de marca cara, como el londinense, sino humildes botas de plástico que los mantenían bien secos. Y a salvo de las hormigas: aunque los demás habíamos metido nuestros pantalones debajo de los calcetines para protegernos, el inglés no había creído necesario hacerlo y se detenía cada cinco minutos a hacer cosas un poco a escondidas. Se veía raro porque se ponía de espaldas a nosotros y realizaba movimientos con la mano que la búlgara malinterpretó: “No sabía que ver gorilas excitaba tanto a los hombres”, dijo.
Hasta que el hombre no aguantó: “¡Oye!”, se dirigió a uno de sus amigos, “¡cómo demonios me quito las hormigas de ahí!” El búlgaro llevó a su pareja a buscar monos dorados en las ramas altas, mientras el londinense se medio desnudaba en plena selva para sacudirse los minúsculos insectos que retozaban en sus piernas, muslos y bajo vientre.
Una hora y media después de haber salido, llegamos al último sitio donde los guardaparques vieron a los gorilas el día anterior, de acuerdo con las coordenadas que daba el dispositivo GPS. 20 minutos después, encontramos el lugar donde habían dormido. “Hay diez nidos”, explicó Diddy, de pie sobre uno de ellos. “Esto significa que son, por lo menos, diez gorilas. Pueden ser más si algunos de ellos no han aprendido a hacer los suyos. Los Humba son doce, incluidos dos bebés”.
Seguimos el rastro. A los obstásculos normales de la selva, había que añadir los redondos y abundantes excrementos que confirmaban que íbamos por la ruta correcta. Tras unos 40 minutos, Diddy nos dio la indicación de guardar silencio y ponernos los tapabocas que nos había proporcionado. Los gorilas son muy vulnerables a las enfermedades humanas y no queremos infectarlos. Por eso la regla exige mantener una distancia mínima de siete metros.
Yo no estaba seguro de querer acercarme más de eso. El grupo se atrasó y yo iba detrás de Diddy. Él se detuvo intempestivamente. Volteó a verme y con los ojos y la boca me indicó que mirara a la izquierda, mientras con la parte baja del cuello realizaba sonidos roncos, como quien se aclara la garganta, en series de dos: “Ja’ngggh, ja’ngggh”. Muy próxima a mí, inmóvil, recargada contra una pared vegetal, en la semioscuridad, se hallaba sentada una estatua enorme, grande y gruesa, de costado negro y frente grisáceo, y rostro inexpresivo. De haber sentido ganas de demostrar cariño, le hubiese bastado extender un brazo para prenderme y depositarme en su regazo. Preferí imaginar eso y no que estaba a una fracción de segundo de ser alcanzado por un gorila furioso.
Ni una cosa ni la otra. El objetivo del ja’ngh del guardaparques es hacer notar la presencia de seres humanos inofensivos en las cercanías, para que el simio no se sienta amenazado ni sorprendido. La gran bestia, sin embargo, no se molestó en hacer saber que nos había notado. Humba, el inmenso lomo plateado de 250 kilogramos, siguió tranquilo, mirando hacia la nada con gran tranquilidad, disfrutando de la calma de la selva. Nosotros, efectivamente, estábamos ahí para admirarlo y contribuir, con el pago de nuestra cuota, a la preservación de su selva. Si tuviera noticia de lo que le ocurrió a la familia de su pariente, Rugendo, tal vez no nos hubiera recibido con el mismo desinterés.
NDEZE Y NDAKASI
A pesar de la mala fama que les han hecho, los gorilas son animales pacíficos. Vegetarianos absolutos, lo único que les importa de los demás animales es que no constituyan un peligro para la familia. Los conservacionistas, por su lado, saben que la deforestación que realiza el hombre está destruyendo el hábitat de los primates y creen que, para convencer a la gente de que vale la pena conservarlo, es buena idea convertir a los gorilas en una fuente de ingresos que beneficie a todos. Por eso, desde mediados de los años 80, han trabajado para “habituar” familias a la presencia humana. Un simio normal se alejaría de la gente o la atacaría si se sintiera en peligro. El ja’ngh, sin embargo, le anuncia la presencia de unos primates flacos y sin pelo, un poco latosos con sus cámaras fotográficas (¡prohibido el flash!), pero sin riesgo.
Es lo que percibieron los Rugendo, una familia de gorilas habituados (que lleva el nombre de un gorila ya fallecido), cuando llegaron por ellos, en julio de 2007. El combustible de uso más común en esta región es el carbón vegetal, que se elabora mediante la quema de grandes cantidades de madera, y los últimos árboles disponibles están en las selvas de los Virunga, el país de los gorilas. Los guardaparques están en combate contra esa industria ilegal, en la que están involucrados desde políticos y militares congoleses hasta los peligrosos milicianos hutus, los mismos que escaparon de Ruanda en 1994 después de haber masacrado horriblemente a alrededor de un millón de civiles tutsis. En el conflicto del carbón, no han faltado los muertos de ambos lados. Pero los mafiosos creyeron tener una idea genial: si lo que quieren es que dejemos de hacer carbón para proteger el hábitat de los gorilas, ¿qué tal si matamos unos cuantos de ellos para demostrarles que es mejor dejarnos en paz?
En la mañana del 23 de julio, los guardaparques encontraron a tres hembras de la familia Rugendo, muertas a balazos: Mburanumwe, que estaba embarazada, Neeza, madre de una gorila de dos años que desapareció, y Safari, que cinco meses atrás había tenido una bebé, Ndeze. Al día siguiente, hallaron el cadáver de Senkwekwe, el lomo plateado que era jefe de los Rugendo, en posición de ejecutado.
Un mes antes, los matones habían asesinado a otras dos hembras, Nsekuye y Lessenjina, de la familia Kabirizi. Cuando los guardaparques las hallaron, dos días más tarde, del cadáver de Nsekuye estaba prendida su bebé, Ndakasi.
Ésas fueron las peores de varias represalias que ocurrieron en ese año, antes de que la campaña contra la mafia del carbón empezara a empujar a los delincuentes fuera del parque. En total, el saldo de 2007 fue trágico para los gorilas: sólo quedan 700 de ellos en el mundo (de los que 380 están en el lado congolés de Virunga y 320 en el ruandés), y mataron a diez. Otros dos desaparecieron.
En la lucha por defender la fauna y las selvas del Parque Nacional Virunga de tantos enemigos (las mafias del carbón, los cazadores furtivos, y las muchas milicias y ejércitos depredadores) han muerto cerca de 130 guardaparques desde 1996, incluidos cuatro en 2009.
Inesperadamente, la pequeña Ndeze reapareció cuatro días más tarde: sólo pudo sobrevivir porque dos gorilas lomo negro, su hermano Kongomani (entonces de cinco años), y Mukunda, la protegieron.
Por mucho cariño que le dieran a Ndeze, Kongomani y Mukunda no podrían mantenerla viva. Ninguna de las hembras la adoptó. Ndakasi estaba en la misma situación. Emanuelle de Merode (hoy director de Virunga) y Samantha Newport, del Fondo de Conservación Africana, las colocaron en una casa en la ciudad de Goma. Querían cuidarlas hasta que pudieran ser independientes, pero en un ambiente urbano nunca adquirirían las habilidades necesarias para sobrevivir en la selva. Así emprendieron una campaña de recolección de fondos con la que levantaron en Rumangabo, el cuartel general del Parque, el Centro Senkwekwe, una hectárea de selva protegida por un muro, en la que las dos gorilitas (hoy de casi tres años de edad) pueden crecer a salvo de búfalos, leopardos, babunes y, por supuesto, seres humanos.
Samantha me llevó a verlas, desde una plataforma de observación que asegura que los visitantes no las contaminen con sus gérmenes. Fui el primer periodista en tener ese privilegio. Un equipo de cuatro guardianes las cuidan 24 horas. Vi a dos de ellos y su estrecha relación con las pequeñas: parece que ellas los ven como a sus padres. Los buscan, los invitan a jugar, los abrazan.
Y se mueven por el Centro como por su casa. Hacen periprecias sobre una estructura tubular de bambú y sobre ella hallan la manera de disfrutar de la pereza en perfecto equilibrio. Hasta que llegue el momento de su reintegración a la naturaleza. (“En la familia Rugendo hay cinco machos y sólo queda una hembra de cuatro años”, señala mi amigo Eddy. “Tal vez ahí les den una recepción entusiasta”.)
LA FAMILIA HUMBA
Después de un rato de observar a Humba, el enorme lomo plateado nos miró. Por poco tiempo, ya que no sintió que debía preocuparse por nosotros. Resultábamos tan aburridos que prefirió tomar una siesta: la gran mole se movió para echarse panza al piso, de cara hacia nosotros.
Mientras Diddy nos acompañaba, sus compañeros peinaban la zona para ubicar al resto de la familia. Así dejamos descansar a Humba y fuimos a ver a dos jóvenes, Mahindure y Matembela, de 8 y 9 años de edad, que jugaban entre las hojas, retozaban y hacían piruetas. No les gusta dar espectáculo a desconocidos y se nos quedaron mirando. Unos minutos después, Matembela se puso de pie, se dio tres golpes en el pecho y rodó sobre la maleza, alejándose de nosotros. Mahindure lo siguió de la misma forma.
Entonces nos llevaron a conocer a Gashangi, una hembra que nos miraba como una anciana desconfiada, detrás de una sólida nube de mosquitos. “Humba se la robó a Kabirizi en 2008”, explicó Diddy. Cuando decimos que los gorilas son pacíficos, nos referimos a que no atacan sin motivo a otras especies. Pero entre ellos las cosas son distintas: es el mundo de los machos alfa y las peleas son frecuentes. Humba derrotó a Kabirizi y como trofeo, se llevó a dos hembras, Gashangi y otra más joven, Bonane.
Kabirizi no podía quejarse. Hace siete años, él llegó a esa familia cuando no había jefe y dos lomos negros se disputaban el liderazgo. A ambos los hizo pedazos: hasta el día de hoy, Buhanga tiene la quijada desprendida e hinchada, mientras a Karateka (a quien llaman así porque tira patadas) lo encontraron los guardaparques medio muerto días más tarde, abrazado a un árbol. Hasta hoy, viven en soledad.
Las familias de gorilas están organizadas alrededor del lomo plateado, el macho dominante que es el único que puede tener relaciones sexuales con las hembras. Los lomos negros, los machos jóvenes, enfrentarán un grave castigo si se les ocurre coquetear con las chicas del jefe. “En un par de años, Matembela estará en condiciones de retar a Humba”, pronosticó Diddy. Si lo vence, se quedará con la familia. Si pierde, será expulsado del grupo y se convertirá en un solitario, hasta que adquiera la fuerza necesaria para derrotar a Humba, Kabirizi o a algún otro lomo plateado, tomar su lugar y ser rey por unos cuantos años. El destino final de todos ellos, sin embargo, es debilitarse, perder ante un joven y morir solos. En la cumbre de su poder, el inmenso Humba tiene ahora 20 años. En un par de temporadas enfrentará el reto de Matembela y, si su suerte es mala, será destronado y condenado al ostracismo. Los gorilas viven hasta los 40 años.
A Diddy le daban mucha risa las penurias del londinense porque antes, cuando el guardaparques congolés había jugado con que él era un lomo plateado y nosotros, lomos negros, el inglés (con cabello entre rubio y rojizo) había dicho que era un lomo gengibre y le disputaría el liderazgo. La estaba pasando tan mal en la selva que más que amenazar, daba pena.
Nos alejamos de la suspicacia de Gashangi para encontrar a una hembra adulta, Magori, con su bebé de cinco meses, Bavuhati, y Kanyarunga, un hijo de otra hembra, Gato. La escena era demasiado humana: Bavukahe era un latoso juguetón que quería ver quiénes eran los visitantes, pero Magori y Kanyarunga tenían más interés en una siesta y la madre quería disfrutarla con su bebé. Una y otra vez, Bavuhati se escapaba de entre los brazos de su madre para mirarnos, y de nuevo, las gruesas manazas lo atrapaban en el camino y lo retornaban al pecho. Aunque no deban tener sexo, los lomos negros sí pueden gozar del gusto de dormir con los demás y uno de ellos se acercó a descansar la cabeza sobre Magori. Diddy se estaba preguntando por su otro hijo, Semakuba, cuando éste casi me cae encima: estaba explorando las partes altas de un árbol y cometió algún error que lo colocó rápidamente en el suelo.
Me pareció pequeño. Mas no tanto un rato después, cuando él me encontró en su camino: la figura negra avanzaba sobre sus puños, se detuvo un instante para mirarme mientras me apartaba, y pasó junto a mí, sin respetar la distancia que se debe mantener. Creo que a Semakuba no le importan mucho las reglas humanas.
Ellas establecen que el tiempo máximo de contacto es de una hora y estaba por cumplirse. Cuando nos marchábamos, encontramos otra vez a Magori y Bavukahe, quien con los labios estaba prendido del pecho de su madre. Ella lo abrazaba con cuidado. Si la imagen fuese una pintura, la llamaríamos Madonna del Congo.
El camino de regreso fue más corto pero más difícil: ya no teníamos que vagar en busca de la familia, los guardaparques sabían cuál era la dirección de salida. Pero los gorilas no habían hecho ese camino al andar, el machetero tenía que abrirlo golpe a golpe. Estaba destinado a tener una existencia breve, porque la fertilidad de la jungla es tal que pronto las plantas lo harían desaparecer. Yo miraba hacia arriba y me admiraba de la locuacidad del famoso novelista Edgar Rice Burroughs, quien imaginó a un blanco vestido con calzón de tigrito, que se desplazaba velozmente saltando de liana en liana. Si un hombre tratara de hacer como Tarzán se arrepentiría, porque sus acompañantes tendrían motivo para reírse toda la vida, y con ellos su red de amigos de Facebook, porque hasta ahí iría a dar el video de su pronta y graciosa caída. No hay espacio entre las ramas de los árboles, y las lianas no son cuerdas de trapecista.
A quien no le hicimos fotos fue al londinense lomo gengibre, que ya había perdido la gorra y tenía la camisa desgarrada y llena de lodo. Al pasar por una especie de claro (como tenía árboles destrozados y plantas aplastadas, yo le pregunté a Diddy si había pasado por ahí una manada de elefantes; “Fueron gorilas”, respondió, “un grupo muy grande”), el inglés preguntó si ya habíamos salido de la jungla. Todavía no. Cuando llegamos al mismo sitio que, horas antes, había descrito como la selva en Londres, se dejó caer de rodillas a la tierra y musitó: “Por fin, fuera…”
Pobre chico. Mi experiencia en el Congo, con eclipses, volcanes y gorilas, me estaba haciendo sentir maravillado, pero la suya, probablemente, no era tan buena y acaso querría escapar de allí de inmediato. “¿Odias la selva? ¿Te arrepientes de haber venido al Congo?”, le pregunté. “¡De ninguna manera!”, rebatió. “Mañana, iremos a buscar a los Kabirizi. Y el próximo año…” Volteó a mirar el volcán del lago de lava. “El próximo año escalaré el Nyiragongo”.