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Israel-Palestina. La maldición de tierra santa


LA MALDICIÓN DE TIERRA SANTA

La vida en los territorios palestinos ocupados transcurre entre nubes de gas lacrimógeno y la acumulación de agravios

Por Témoris Grecko / Publicado en Esquire Latinoamérica, noviembre 2011.

Entre los sillones que ocupan Subhiah Abu Rahmah y su hijo Ahmad, de 39 años, se levanta una mampara con retratos de Bassem y Jawaher, hermano y hermana de Ahmad, que murieron en abril de 2009 y en enero de 2011, respectivamente, víctimas de la represión del ejército israelí contra el pueblo palestino de Bil’in. “Los veo en mis sueños cada noche”, dice ella en árabe.

Sólo 25 kilómetros al noreste de Bil’in, en Itamar, una colonia ilegal israelí en tierra palestina, los ojos del alcalde Moshe Goldsmith se llenan de lágrimas cuando muestra la ventana por la que, en la noche del 11 de marzo pasado, un grupo de palestinos de una aldea cercana irrumpió en la casa de la familia Fogel y asesinó a cuchilladas a ambos padres y a sus hijos, de 11 y 4 años, y de tres meses de edad.

“Luchamos por defender la tierra donde mi familia ha vivido por cientos de años”, alega Ahmad. “Esta tierra es nuestra y sólo nuestra, nos la ha dado dios”, replica Moshe.

Muchos muertos se apilan año con año en esta región del mundo, cada uno como consecuencia de una afrenta anterior y convirtiéndose en motivo de nuevas venganzas. Para sentarse a negociar, los líderes palestinos piden que se detenga la expansión israelí en sus tierras. El gobierno de Israel responde que esos son pretextos y que no acepta condiciones previas. La constante migración de colonos israelíes hacia Jerusalén Oriental y Cisjordania, la expansión de sus asentamientos en tierras palestinas de propiedad pública y privada, y la lucha por el control del agua se han convertido en el principal obstáculo para la paz en Medio Oriente.

Es un conflicto en el que el estancamiento es la característica más notoria. En mi última visita a Cisjordania, la cuarta desde 2009, las cosas parecían no haber cambiado nada. No se dan pasos hacia el diálogo, los extremistas de ambos lados se fortalecen a costa de los moderados, los agravios se siguen acumulando. Este recuento es un retrato de la vida bajo una ocupación militar que no tiene fin a la vista.

CASA POR CASA

Los israelíes dicen que Jerusalén es su capital “eterna e indivisible”. Los palestinos quieren que la parte oriental de esa ciudad, de mayoría árabe, encabece el Estado que desean crear.

A la población árabe, asentada en Jerusalén durante siglos, se le entregan “permisos de residencia” que pueden ser revocados por muchas causas y provocar su expulsión hacia Cisjordania. Si un palestino se casa con un compatriota no jerosolimitano, o con un extranjero no judío, la única forma de que vivan juntos es que abandone Jerusalén, pues el matrimonio no otorga el derecho de mudarse a la ciudad. Los árabes tampoco pueden levantar nuevas casas o añadir habitaciones a las que ya tienen porque la administración les niega sistemáticamente los permisos de construcción y la demolición de obras ilegales, con los costos pagados por el infractor, es frecuente.

Cualquier judío del mundo, por contraste, puede llegar a vivir a Jerusalén cuando lo desee, adquirir la ciudadanía israelí sin restricciones y comprar alguno de los miles de apartamentos en los edificios que están siendo construidos. Para acabar con la idea de una Jerusalén Oriental árabe, Israel está tratando de poblar esa sección de la urbe con judíos y de rodearla con un anillo de asentamientos que la separan de otras zonas palestinas.

En 1967, cuando Israel conquistó militarmente los territorios palestinos de Gaza y Cisjordania, que incluye Jerusalén Oriental, sólo unos cientos de judíos habitaban ahí. En 1993, cuando los acuerdos de Oslo abrieron el hasta ahora infructuoso proceso de paz, los israelíes habían igualado a los árabes, con 150 mil habitantes de cada grupo esa parte de la ciudad. Sin embargo, la inmigración judía no ha podido compensar la alta natalidad de los palestinos y, en 2008, éstos sumaban 260 mil frente a 195 mil judíos.

Los barrios judíos y árabes se mezclan en las colinas de Jerusalén. La forma más fácil de distinguirlos es mirar las azoteas: las que están coronadas por numerosos tanques negros de agua son palestinas. Los hogares israelitas, en cambio, son servidos por un flujo ininterrumpido del líquido y no les hace falta almacenarlo.

Existe una lucha lenta y permanente, calle por calle y casa por casa. Grupos extremistas judíos han invadido u obtenido por resolución judicial israelí numerosas propiedades de familias palestinas que han sido expulsadas. Su argumento es que fueron despojados de esos bienes inmuebles tras la guerra árabe-israelí de 1948-49. Los palestinos han presentado documentos que, aseguran, demuestran que los poseían legalmente. En todo caso, añaden, a ellos se les niega el derecho de reclamar las propiedades en suelo israelí quelos judíos les arrebataron en ese mismo conflicto.

El del barrio de Sheikh Jarrah es un caso emblemático de familias como la de los Al Kurd, que desde noviembre de 2008 viven en la calle, frente a su casa, ocupada por jóvenes extremistas judíos. A unos metros, la familia Al Ghawi está sometida a una extraña resolución judicial que la obliga a compartir su hogar con un grupo radical israelí que invadió la mitad de la propiedad. El 7 de abril de 2010 pude ver cómo muchachos vestidos a la usanza de los haredim (judíos ultra-ortodoxos) insultaban desde la puerta de la casa a las mujeres y los niños Al Ghawi que estaban sentados en el porche. “Sharmuta”, siseaban. “Putas”, el insulto más bajo para una mujer musulmana. Ellas gritaban que las dejaran en paz. Me dijeron que también reciben ataques físicos de manera cotidiana, desde pedradas hasta puñetazos y palos. Los colonos judíos accedieron a hablar para una cámara de la televisión israelí pero no conmigo.

Ese 16 de abril, como cada viernes de los últimos tres años, los palestinos e israelíes del Movimiento de Solidaridad con Sheikh Jarrah se manifestaron para protestar por los desalojos, pero tuvieron que quedarse en una avenida cercana porque el ejército declaró el área “zona militar cerrada”. Sólo permitían el paso a los extremistas judíos. Cuando chicas israelíes trataron de infiltrarse, fueron rechazadas violentamente por los policías. En otras ocasiones hay arrestos. Las habitantes palestinas del barrio tuvieron que salir a encontrarse con mujeres judías que les mostraban su solidaridad.

“Esto no es un problema de religiones”, me dijo una joven que se cubría el cabello con un pañuelo, al estilo musulmán, y que sostenía un cartel que decía “Alto a la limpieza étnica”. Y agregó: “Muchos queremos vivir juntos. El problema es el fanatismo y la intolerancia”.

UN PAÍS COMO LOS OTROS

De hermosos ojos oscuros, esa joven palestina compartía comentarios y risas con una judía rubia, cuya pancarta rezaba “Fin al muro del apartheid”. Éste es el nombre que le dan sus opositores a una barrera de concreto de nueve metros de altura, construida a lo largo de 730 kilómetros. Es un nombre que molesta al gobierno israelí, porque “apartheid” recuerda al régimen racista que prevaleció en Sudáfrica hasta 1994. La denominación oficial, sin embargo, tiene el mismo significado: “geder haHafrada” es, en hebreo, “valla de separación”, y apartheid quiere decir “separación” en la lengua afrikaans de los blancos sudafricanos de origen holandés.

El argumento para erigir el muro, que se empezó a construir en 2003 y no ha sido terminado, fue el de impedir el paso de potenciales terroristas palestinos a Israel. Pero no fue levantado sobre la “línea verde” que, de acuerdo con la legislación internacional, es la frontera entre Israel y los territorios palestinos que ocupó en 1967. La valla tiene un trazado sumamente irregular que invade Cisjordania y que, en los hechos, está anexando un 12 por ciento de la misma a Israel.

“Es difícil exagerar el impacto humanitario de esta barrera”, dice el informe de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) “Impacto humanitario de la barrera de Cisjordania en las comunidades palestinas”, de marzo de 2005. “La ruta dentro de Cisjordania cercena muchas comunidades, el acceso de la gente a servicios públicos, sus medios de vida e instalaciones religiosas y culturales”. El documento añade que 49 mil 400 palestinos quedaron atrapados en el área anexada de facto a Israel, que tiene además “parte de la tierra más fértil en Cisjordania”. Otros están prácticamente encerrados, como el pueblo de Qalqilya, rodeado por el muro (y separado de sus tierras de cultivo) desde todas las direcciones, excepto por un estrecho camino de salida.

La aldea de Bil’in quedó del lado palestino. Pero sus pobladores afirman haber perdido el acceso a un 58 por ciento de sus terrenos de cultivo en febrero de 2005, cuando se construyó el muro. Desde entonces, cada viernes realizan una manifestación de protesta. Además, interpusieron un proceso legal que se resolvió con un fallo parcialmente favorable: en 2007, la Corte Suprema de Israel consideró que no había necesidades de seguridad que justificaran el trazo original de la barrera y ordenó modificarlo. Las autoridades demoraron cuatro años en cumplir, hasta junio de 2011. De todas formas, Bil’in sólo recuperó menos de la mitad del territorio reclamado, 110 de 235 hectáreas. Y para redondear su decisión, el tribunal determinó la legalización (inválida para la legislación internacional) del asentamiento israelí de Modi’in Illit, construido en tierras de los 1800 habitantes palestinos de Bil’in.

La familia Abu Rahmad fue una de las más afectadas, pues el muro la separó de la totalidad de sus siete hectáreas. La resolución de la corte le devolvió cinco, que fueron arrasadas: el ejército israelí cortó todos sus olivos, unos 150 árboles de más de 100 años de antigüedad. La aceituna es el principal producto de los campesinos de Cisjordania y, en total, la aldea perdió entre 10 mil y 15 mil árboles. “Hemos intentado volver a plantar, pero los soldados destruyen lo que hacemos”, dice Ahmad abu Rahmad. “Cuando nos dejen, tendremos que esperar diez o quince años para que vuelva a crecer cada olivo”.

El costo fue especialmente alto para los Abu Rahmad. El día en que estuve en la manifestación de Sheikh Jarrah, venía de la de Bil’in, donde la protesta semanal estuvo marcada por el primer aniversario de la muerte de Bassem abu Rahmad, acaecida el 17 de abril de 2009. Las fotos retratan a un treintañero carismático y sonriente, y sus vecinos comentan que era un símbolo de la resistencia pacífica contra el muro, que atraía el rencor de los militares.

Ese 17 de abril, los soldados dispararon numerosas granadas de gas lacrimógeno que crearon una densa nube tóxica en una hondonada, donde varios activistas israelíes, de un grupo de solidaridad con Bil’in, se sofocaban en total confusión, incapaces de salir de ahí. Bassem empezó a dialogar en voz alta con las tropas, pidiéndoles que suspendieran su ataque para permitir que esas personas se retiraran. El fotógrafo suizo Lazar Semionov me mostró la secuencia de imágenes (disponible bajo el título “RIP Pheel” en su página http://www.lazarsimeonov.com) que él captó: Bassem aparece con otras cuatro personas cuando recibe el golpe de una granada de gas que le destroza el pecho. Murió en ruta al hospital.

“Lo mataron deliberadamente”, me dijo su hermano Ahmad cuando regresé a Bil’in, el 24 de septiembre de 2011. “Por lo general disparan elevando el fusil lanzagranadas unos 45 grados, para tener mayor alcance, pero esa vez el soldado apuntó directamente contra Bassem”.

Mientras conversábamos se acercó otro hijo de Subhiah, Ashraf, un apasionado de la enseña palestina. El día anterior, lo había visto subirse a un promontorio frente a los soldados que lo vigilaban desde lo alto del muro —y que después nos arrojarían granadas de gas lacrimógeno— para mostrarles una bandera atada a globos que lanzó a volar. Una foto de meses atrás lo muestra trepado en lo alto del brazo telescópico de una grúa con la que construían la barrera, también para hacer ondear la bandera. Por actos así ha sido arrestado cuatro veces y ha pasado hasta seis meses en la cárcel.

En un famoso video en YouTube (Soldier fire ‘rubber’ bullet at Palestinian detainee), Ashraf aparece tranquilo, vendado y atado cuando un oficial israelí le ordena a un subordinado que dispare contra el pie del palestino una bala de acero recubierta de plástico.

“Cuando mataron a Bassem, la familia trató de superar el dolor”, recuerda Ashraf. “Entonces perdimos a (su hermana) Jawahar”.

La mujer de 35 años falleció el 1 de enero de 2011, cuando ella y otras vecinas acudieron al muro a exigir que les devolvieran sus tierras. Quedó atrapada en una nube de gas lacrimógeno y sus pulmones no resistieron.

Los Abu Rahmad dicen que no les guardan odio a los israelíes, sin embargo. A lo largo de esta lucha, “muchos de ellos han venido cotidianamente a apoyarnos”, reconoce Ahmad, que tiene cuatro hijas y un hijo, de entre seis y 16 años. “Quiero que crezcan felices y en paz, y que tengan libertad. Que Palestina sea un país como los otros. Que nos dediquemos a construir un futuro, no a destruirlo. Que quitemos todos los muros”.

SOLIDARIDAD INTERÉTNICA

El respaldo que brindan los activistas judíos a los palestinos no se limita a manifestarse junto a ellos: también obstaculizan la acción de las fuerzas de seguridad israelíes para darles tiempo de escapar a los palestinos.

Lo pude ver dos veces el mismo día, el 9 de abril de 2010. Al sur de la ciudad de Hebrón, en Cisjordania, los israelíes han creado dos asentamientos conocidos por su extremismo, Ma’on y Karmen, en colinas vecinas dentro de una zona de pastoreo de tribus de beduinos.

El procedimiento común para crear y expandir colonias israelíes en Cisjordania es el siguiente: agrupaciones religiosas o sociales organizan a judíos, israelíes o del extranjero, que van en casas rodantes por sorpresa a ocupar una cima o área elevada. Por procedimiento cotidiano, el ejército establece perímetros de protección alrededor de toda nueva colonia, sin que importe su estatus ante la legislación israelí, para proteger a sus habitantes de la reacción de los pobladores palestinos. Después, bajo el amparo de los soldados, los recién llegados instalan casas prefabricadas, se apropian de pozos de agua y levantan cercas, que poco a poco van haciendo avanzar sobre tierras privadas o comunales palestinas. La resistencia de los propietarios motiva intervenciones del ejército o de la Magav, la policía paramilitar de fronteras, a favor de los israelíes. Cuando el asentamiento se ha consolidado, algunos de sus habitantes construyen puestos avanzados (pequeños núcleos de casas) que funcionan como extensiones de la colonia, a una distancia que permita que los perímetros de seguridad se conecten y fusionen, anexando y expropiando de hecho los terrenos que resulten afectados.

Éste es uno de los mecanismos que han permitido que la población israelí en Cisjordania (sin contar Jerusalén Oriental) pasara de 111 mil a 304 mil personas entre 1993 y 2008, según el Jerusalem Institute for Israel Studies.

Las autoridades israelíes han prohibido a los beduinos (un subgrupo étnico árabe) pastorear en la zona que se abre entre Ma’on y Karmel, de unos 1,500 metros de largo. Esa mañana de abrilde 2010, un grupo de judíos trató de evitar que siete soldados y tres policías del Magav arrestaran a dos niños con ovejas. Éstos pudieron escapar, pero tres activistas, un hombre y dos muchachas, que resistieron sentándose en el suelo, fueron detenidos. “No serán demasiado agresivos con nosotras”, me había dicho una de ellas. “Pero si agarran a los chicos (beduinos), los van a golpear y a encarcelar por mucho tiempo”.

Al mediodía fui al pueblo palestino de Safa, cerca de Beit Ummar, al sur de Jerusalén. La gente estaba protestando porque, a dos kilómetros de distancia, colonos israelíes del asentamiento de Bat Ayin, levantado en territorio de Safa, en la ladera de una colina, habían construido una pared como adelanto de la invasión de más terreno. Los adolescentes árabes empezaron a destruirla con las manos y golpeando piedra contra piedra.

Llegaron siete carros blindados. Pude contar al menos diez soldados y diez policías, con armas automáticas. Dieron diez minutos para que la gente se marchara y al concluir el plazo, lanzaron gases lacrimógenos y granadas de aturdimiento, y avanzaron sobre los palestinos, que respondieron lanzando piedras.

Los activistas judíos se tiraron al suelo para impedir el paso de los militares y los entretuvieron, al costo de ser sometidos por la fuerza y de hacerse arrestar. Ser periodista no era garantía de nada: un colega fue zarandeado y detenido. Los jóvenes árabes se retiraron por el camino a su aldea. Yo opté por alejarme del enfrentamiento y corrí por unas terrazas de olivos, en la pendiente del cerro. Me perseguía un soldado que me apuntaba con su M-16. En principio, sólo debía disparar una bala de acero recubierto de plástico si se hubiera sentido amenazado, pero abundan los casos en que lo han hecho sin motivo ni castigo posterior. Estos antecedentes no me animaban a sentirme seguro de que no me dispararía con plomo. Saltaba piedras y arbustos levantando los brazos y mirándolo a los ojos, para hacer evidente que no tenía pretextos.

Me dejó en paz. A lo lejos, un grupo de chicos palestinos pensó que estaba perdido y se me acercó para correr conmigo y guiarme. “Yallah, yallah!” (¡vamos, vamos!), gritaban. Eran muy amables, pero su proximidad era exactamente lo que yo no quería. Nos detectaron a lo lejos y las granadas de gas empezaron a caer cerca de nosotros.

Cuando logré regresar al pueblo de Safa, me detuve pensando que no se atreverían a atacar un área residencial. Me equivoqué. Dispararon granadas de gas lacrimógeno sobre las azoteas y en los patios. Con los ojos llenos de lágrimas y sofocadas, las ancianas salían de las casas para escapar en dirección a Beit Ummar. Padres cargaban a sus niñas que tosían y lloraban. El saldo fue de al menos tres palestinos evacuados en ambulancia y ocho detenidos: tres árabes, un periodista local y cuatro israelíes. Esa misma noche liberaron a estos últimos (aunque después tuvieron que defenderse en un proceso judicial en su contra). Los demás se quedaron tres días tras las rejas.

QUE EL ENEMIGO TE PROTEJA

Las autoridades israelíes actúan con más tiento cuando se trata de los colonos judíos radicales que atacan sistemáticamente a personas y propiedades palestinas. Estos grupos están practicando lo que se conoce como “política de la etiqueta del precio” (price-tag policy), un eufemismo para justificar las agresiones contra personas inocentes.

La población árabe está casi indefensa legalmente. Escribo “casi” porque en algunos casos inusuales consiguen obtener resoluciones favorables. Los colonos han tenido libertad para apropiarse de tierra palestina de propiedad pública, y también de la que tiene dueños particulares si de alguna forma se alega que es necesario ocuparla por “razones de seguridad” o por necesidades básicas del asentamiento.

Una táctica más es atemorizar a la gente, mediante agresiones a personas y bienes, para forzarla a dejar sus casas y tierras: de esta forma los colonos judíos pueden reclamar la aplicación de la “ley de ausencia”, aprobada en los primeros años del Estado de Israel para legalizar la ocupación de las propiedades de los palestinos que tuvieron que escapar por la guerra de 1948-49 y se convirtieron en refugiados en otros países.

A veces, sin embargo, todo esto no funciona, los palestinos se quedan, consiguen que se les reconozca la posesión legal y demuestran que no hay motivos de seguridad que justifiquen el despojo. Es así que los jueces ordenan la restitución del bien y las autoridades tienen que desalojar a los colonos. En abril de 2008, después de que el ejército expulsó a un grupo de israelíes radicales que habían ocupado una casa palestina en la ciudad cisjordana de Hebrón, los extremistas anunciaron que se arrogaban el derecho de vengarse atacando a cualquier árabe, aunque no tenga nada que ver con el asunto.

Es la “etiqueta del precio”. Y con los años, estos radicales han ampliado el espectro de sus blancos: de la destrucción sistemática de olivos, plantaciones, ganado, vehículos y casas de palestinos, y del hostigamiento contra personas y aldeas, en los últimos meses pasaron a profanar sitios de oración, a realizar actos de vandalismo contra instalaciones del ejército israelí, a atacar a soldados y, el pasado 3 de octubre, quemaron una mezquita dentro de Israel, en la población galilea de Tuba Gandariya. “Han cruzado todas las líneas rojas”, declararon dos respetados rabinos.

Aunque el gobierno israelí está consciente de esto, su política es destacar los riesgos reales o supuestos que representan los árabes. En septiembre, cuando los palestinos organizaron manifestaciones para acompañar la solicitud de ingreso de su hipotético Estado en la ONU, el ministro israelí de asuntos exteriores, Avigdor Lieberman, advirtió que sus verdaderas intenciones (de los palestinos) eran “crear un baño de sangre”.

En realidad, el primer ministro, Binyamin Netanyahu, y sus oficiales estaban preocupados por la reacción de los colonos, quienes habían anunciado que enfrentarían con violencia la iniciativa palestina ante la ONU. El 21 de septiembre, cuando Netanyahu salía a Nueva York, se reunió en el aeropuerto con el ministro de Defensa, quien le dijo que el ejército “no espera motines (palestinos) inminentes en Cisjordania”. Días antes, el 13 del mismo mes, el diario Haaretz había filtrado un informe del Shin Bet (servicio de seguridad interior israelí) en el que se adelantaba que colonos radicales estaban planeando atentados contra palestinos e izquierdistas israelíes, “lo que constituye una actividad terrorista”, y advertía de su capacidad de desestabilizar Cisjordania al generar un ambiente de confrontación que podría provocar un alzamiento árabe.

El 27 de septiembre, otro documento del Shin Bet se refirió específicamente a la yeshiva (centro de estudios religiosos judíos) Od Yosef Hai de la colonia de Yizhar (norte de Cisjordania), cuyo rabino principal, Yitzak Shapira, enseña que el asesinato de goyim (no judíos) es moral y legítimo.

En su libro La Torá del Rey: Leyes de vida y muerte entre Israel y las naciones, publicado en 2009 en coautoría con el rabino Yosef Elitzur, Shapira explica que el mandamiento de “no matarás” sólo es válido entre judíos, en tanto que los goyim (no judíos) “por naturaleza carecen de compasión” y por lo tanto, es moral atacarlos a ellos y a sus niños, quienes, dice el teólogo, “crecerán para dañarnos”. En 2006, pidió que todos los palestinos mayores de 13 años fueran eliminados o expulsados de los territorios ocupados, y en 2008, expuso su propia versión de la doctrina de la “guerra preventiva”: “Que cada quien imagine lo que el enemigo está planeando hacer contra nosotros y lleve a cabo una represalia proporcionada”.

Son raras las detenciones de colonos, sin embargo. Al respecto de la yeshiva de Shapira, el Shin Bet sólo pidió (sin éxito) que se suspendiera el financiamiento público que le otorgan los ministerios de Educación y de Asuntos Sociales, y un juez emitió “órdenes de alejamiento” que prohíben que algunos de los radicales más agresivos permanezcan en Cisjordania, por periodos de tres a nueves meses, y que no son respetadas.

Los palestinos están indefensos frente a los colonos. Los acuerdos de Oslo, de 1993, dividieron Cisjordania en tres áreas: la A, un 19 por ciento del territorio, donde la Autoridad Nacional Palestina (embrión de un gobierno palestino) se encarga de la administración y la seguridad; la B (21 por ciento), donde los palestinos administran y los israelíes controlan; y la C (60 por ciento), bajo administración y control israelí. Es decir que en un 81 por ciento del territorio, la población palestina depende exclusivamente del ejército israelí para su protección, pues la policía palestina tiene prohibido ingresar.

En enero de 2010, la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios-Territorios Palestinos Ocupados, estimó que 250 mil palestinos en 83 comunidades de Cisjordania tenían una vulnerabilidad “alta o moderada” a la violencia de los colonos israelíes. De esa cantidad, 75 mil 900 estaban concentrados en 22 comunidades altamente vulnerables. “La principal preocupación es la frecuente omisión de las fuerzas de seguridad israelíes de intervenir y detener los ataques de los colonos, incluida la omisión de arrestar a colonos sospechosos en el lugar y momento (de las agresiones)”, dijo el organismo. “Entre las principales razones de estas omisiones está el mensaje ambiguo que han dado el gobierno de Israel y la cúpula del ejército a las fuerzas de seguridad en el campo, con respecto a su autoridad y responsabilidad de aplicar la ley sobre los colonos israelíes”.

PARA NO MORIR EN SILENCIO

Fui al pueblo palestino de Qusra (cerca de Nablus, en el norte de Cisjordania) el 21 de septiembrede 2011, un día después de que un ataque de colonos consiguió llegar hasta el centro de la población y dañar la mezquita con graffiti. “Mahoma es un cerdo” (un animal impuro para judíos y musulmanes), estaba escrito en hebreo en las paredes.

La parte urbanizada de Qusra es área B y sus tierras, área C. La seguridad es responsabilidad israelí. Pero cuando el ejército llegó, los soldados se interpusieron entre los agresores y los habitantes que se defendían, arrojaron gases lacrimógenos contra estos últimos y les dispararon balas de goma. Me mostraron fotografías del incidente, incluidas las de un joven con la pierna destrozada: herido en el tobillo, había caído al suelo cuando un colono se acercó y lo golpeó varias veces con el filo de una pala. Perdió el pie.

Al día siguiente de mi visita, los radicales regresaron. El ejército volvió a interponerse, pero esta vez disparó con balas de plomo, mató a un palestino e hirió a otros dos. Después de eso, apresó a un par de adolescentes árabes que arrojaba piedras. Haitham Khatib, un documentalista palestino de 35 años, cuenta que los chicos le explicaron que “los capturaron los soldados después de haber herido a Issam (el que murió, padre de siete niños). Cuando estaban vendados de los ojos y atados de manos, los colonos pidieron permiso de golpear a los detenidos. Lo consiguieron. Les dieron patadas y les lanzaron piedras. Uno levantó una roca y la azotó contra el rostro de uno de ellos. Le reventó la frente”.

Harriet Sherwood, del diario británico The Guardian, estaba ahí cuando unos 15 colonos bajaron a campos palestinos con banderas israelíes, la gente de Qusra fue a detenerlos, el ejército llegó, “empezó a tirar gas lacrimógeno antes de que (los árabes) comenzaran a lanzar piedras. Los militares dijeron que había habido un ‘motín violento’”, explica la periodista, “en el que los palestinos aventaron piedras contra personal de seguridad que, durante el motín, utilizó medios de dispersión de manifestaciones y eventualmente, fuego real. Lo que yo atestigüé, sin embargo, fue que la dispersión del motín llegó antes del propio motín”.

“Tenemos que hallar maneras de defendernos”, me dice Khatib. Él forma parte de “Negándonos a morir en silencio”, una patrulla civil que, ante la imposibilidad de intervenir, registra en video los ataques de colonos israelíes.

El norte de Cisjordania es un lugar de ocres pálidos y verdes apagados, de montes pedregosos y estrechos valles. No parece haber un rincón intocado por los seres humanos en esta región habitada desde hace miles de años. Las terrazas de olivos en las laderas hacen pensar en gigantescas escaleras. Aquí también es fácil reconocer el carácter de las poblaciones: las palestinas están en las partes bajas, y los asentamientos israelíes en las cimas, desde donde se controlan los movimientos en la zona. Las plantaciones israelíes tienen sistemas de riego y pozos de agua, las palestinas dependen del temporal.

A Khatib le parece todo muy bello, por supuesto. Está tratando de terminar su segundo documental, pero “desde que organizamos la patrulla, hace diez días, no tengo tiempo de nada”, me dice mientras conduce a la aldea de Burin. Nos detenemos junto a una pequeña estación de bomberos, desde donde se divisa una colina y, arriba, un extremo del asentamiento israelí de Yizhar, el del rabino Shapira. Khatib me muestra en su cámara un video tomado días atrás, en este mismo sitio, en el que aparecen colonos israelíes incendiando los olivos.

El palestino extiende la mano para señalar el daño, aproximadamente a un kilómetro de distancia. “Tardaríamos unos cinco minutos en llegar con el carro de bomberos y apagar el fuego”, asegura, “pero no podemos porque, para pasar la carretera, necesitamos pedirles permiso a las autoridades militares. Si no, se considerará justificado que los colonos disparen sobre nosotros. Y si acaso nos dan autorización, se toman su tiempo para hacerlo. Poco a poco van acabando con todos nuestros árboles”.

ANEXAR LA PROPIA CASA

Moshe Goldsmith está visiblemente afectado cuando me muestra una ventana de la casa de los Fogel, actualmente vacía. Sólo medio año atrás, explica, palestinos de un pueblo cercano se infiltraron en el perímetro de seguridad del asentamiento israelí de Itamar, traspasaron las vallas electrificadas y se metieron a la sencilla residencia. Con cuchillos asesinaron a las cinco personas que encontraron, incluido un bebé. Después escaparon. Un palestino acaba de ser condenado a cadena perpetua por el crimen.

No todos los colonos israelíes en Cisjordania quieren expulsar a los palestinos de ahí. Hay muchas vertientes: algunos quieren adoptar la nacionalidad de un futuro Estado palestino, si es que se crea; otros desean convertirse en una minoría israelí en ese Estado; incluso hay quienes dicen que regresarían a Israel. Los colonos de Itamar pertenecen al sector más radical, el de la política de la etiqueta del precio. Y habían anunciado una marcha para ese 21 de septiembrede 2011.

Entrar en el asentamiento, sin embargo, fue muy fácil: un autobús de colonos me recogió en la carretera y me llevó gratis. Al chofer y a dos guapas chicas les pareció encantador que yo fuera mexicano. Cuando buscaba a una autoridad con quien hablar, me indicaron dónde estaba el baño y de pronto me hallé en la guardería de bebés de Itamar, sin duda su punto más tierno y vulnerable.

Descubrí que los habitantes no corresponden al modelo de religioso fanático que hay en otros asentamientos. Pertenecen a una secta judía de origen ucraniano que, en vez de promover una vida de restricciones y sacrificio, predica que hay que ser feliz.

Y su marcha lo fue: unos 200 niños y adolescentes bajaron siete kilómetros por una carretera, desde el asentamiento hasta un cruce de caminos, en una manifestación alegre, llena de música y banderas, protegida por el ejército. Me extrañaba no ver adultos armados con fusiles automáticos, como es común. ¿Dónde estaban? Después me enteraría que, al mismo tiempo, colonos de Yizhar estaban atacando con protección militar la aldea palestina de Assira al-Kibliya, muy cerca de allí. ¿Habrán participado los de Itamar?

Con los niños sólo había dos veinteañeros y tres hombres mayores, Goldsmith entre ellos. Insistió en que los que viven en el sitio equivocado son los palestinos, que se tienen que marchar, que nunca jamás permitirán que creen un Estado soberano, que la solicitud ante la ONU lo tenía sin cuidado. ¿Estaba entonces a favor de que Israel se anexe Cisjordania, o Judea y Samaria, como dice él? En un ámbito práctico, meramente formal, sí, me dijo.

Pero no desde un punto de vista de legitimidad, porque, añadió Goldsmith, “no tendría sentido: uno no anexa su propia casa. Ésta es nuestra tierra, nos la dio dios, renunciar a ella sería renunciar a él. Está en la Biblia. No hay nada más que decir”.

(((RECUADRO)))

LA RESISTENCIA DE AL SHABAAB

“Tienen que saber que nunca vamos a dejar de resistir”,me explica un joven palestino enmascarado. Con sus compañeros, arroja piedras que difícilmente alcanzarán a los soldados israelíes que, a unos cien metros, los observan a través de las miras telescópicas de sus rifles.

Con tranquilidad, sus francotiradores disparan contra al shabaab, los muchachos, balas de acero recubiertas de plástico, que en principio no son letales pero que han acabado con dientes, con ojos y con vidas. Por costumbre, se confunde a estos proyectiles con las balas de goma que ocasionalmente también usan, pero son más peligrosos y los palestinos caen retorciéndose. Cada vez que esto ocurre, las ambulancias que esperan en las cercanías hacen sonar las sirenas. Entre heridos y sofocados por gas lacrimógeno, se llevarán a 70 en esas tres o cuatro horas del 23 de septiembre de 2011.

Esto ocurre en el puesto de control fortificado de Qalandia, una especie de frontera que recuerda la que hay entre México y Estados Unidos: cuando uno viene de Jerusalén a la ciudad palestina de Ramala, pasa sin tener que detenerse. En sentido contrario, las personas se amontonan contra unas puertas giratorias tras las que deberán mostrar sus documentos y pasar sus pertenencias por una máquina de rayos X.

Afuera, la rutina: Al shabaab llegan a arrojar piedras. Los soldados salen en tropel, de una forma temible pero decepcionante por mal organizada, a tomar posiciones como si se tratara de un combate contra un enemigo armado. Después avanzan por la calle, entre coches (jamás se suspende el tráfico y los automovilistas quedan en medio del enfrentamiento), comercios y edificios residenciales. Arrojan granadas de aturdimiento y utilizan el “scream”, un arma nueva que emite un sonido molesto que provoca problemas de equilibrio. Y otras ocasiones, sacan el cañón de “agua de zorrillo”, un químico que produce un olor terrible y náuseas en quien lo recibe, que permanece varios días en su piel y provoca graves alteraciones en sus relaciones románticas.

Los chicos queman neumáticos y tratan de acercarse para ver si sus piedras pueden causar algún daño. Utilizan contenedores de basura y láminas de madera para protegerse de las balas. Queman una bandera israelí y bailan frente a sus rivales para burlarse. Cuando se aproximan demasiado, las granadas de aturdimiento los obligan a huir.

En algún momento, un oficial da una orden y un vehículo blindado se aproxima con una lanzadera de gas lacrimógeno: treinta latas caen al mismo tiempo entre la multitud. Una enorme nube se alza entre las casas mientras la gente corre o cae sofocándose. Las ambulancias suenan las sirenas. Los soldados sacan sus teléfonos móviles para hacer fotos del caos. Al shabaab regresarán. Quieren resistir.

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