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Etiopía: En el horno del mundo


2012 04 pdf cover danakil

Texto y fotos por Témoris Grecko / Volcán Ert Ale, Dancalia, Etiopía

No hay región más caliente en todo el planeta; remota, aislada y bruta de resequedad; ubicada lo más cerca del centro de la Tierra a lo que uno puede llegar en el continente africano; habitada en mínimos números por un pueblo huraño, violento y dolorosamente estoico, que vive de extraer y transportar sal en camello como en tiempos antiguos; y marcada por un volcán que nos lleva al principio del mundo (el Ert Ale, activo, con su lago de lava fundida) y por otro que nos hace sentir en un planeta lejano (el Dallol, con géiseres y formaciones rocosas de colores que no parecen naturales): la región de la Dancalia, y, dentro de ella, la Depresión de Danakil es, además, un punto de sangrientos roces armados entre Etiopia y Eritrea, que se originan en los torpes trazos del colonialismo y se prolongan por la rivalidad de sus regímenes autoritarios.

 

Empecé a organizar una pequeña expedición para recorrer la Dancalia y presenciar el espectáculo del lago de lava candente del Ert Ale. La perspectiva era fascinante. Y daba miedo. Una sensación que fue trágica, triste, espantosamente subrayada por la masacre de cinco europeos y el secuestro de cuatro personas que tuvo lugar el 17 de enero, precisamente en el anillo del cráter del volcán y mientras yo partía de Addis Ababa, la capital de Etiopia, con rumbo a la ciudad norteña de Mekele, la más cercana a la depresión.

 

Mataron a dos alemanes, dos húngaros y un austriaco. Se llevaron secuestrados a dos alemanes y a dos guías etiopes (hubo siete heridos que lograron escapar: húngaros, alemanes, italianos y un policía etiope). No se sabe quiénes fueron los agresores, que atacaron esa madrugada el campamento disparando indiscriminadamente, como si regar las rocas con sangre extranjera les importara más que capturar vivos a rehenes intercambiables por millones de euros. Parecía que enviaban un mensaje fatal o buscaban provocar una reacción concreta, destruyendo vidas innecesariamente. Sin pruebas, el gobierno etiope aseguró que se trataba de una banda armada por las autoridades eritreas, que a su vez rechazaron airadamente la acusación.

 

Nosotros (tres italianos, un etiope y yo), en el grupo con el que iba a realizar sólo la primera parte del viaje –hasta Mekele—, tardamos en recibir la noticia. Nos topamos con otra, acaso más dramática, de un golpe bestial, esa misma mañana. La carretera de Addis Ababa a Gonder, tercera ciudad del país, cruza el Nilo Azul, una de las dos fuentes principales del histórico río. Es una barranca de unos mil metros de profundidad, que el angosto e irregular camino baja con un serpenteo interminable de curvas muy cerradas. Hacen falta máquinas en buenas condiciones para descender sin peligro. El autobús de las 7 am de Skybus, una de las compañías caras, se quedó sin frenos. A las 9 cayó con sus 47 ocupantes, sólo 80 metros de los 400 que le faltaban para llegar al río: la gran roca que lo detuvo también lo hizo estallar.

 

Llegamos minutos después. Impresionados, además, porque habíamos visto pasar ese autobús y porque, de hecho, si no hubiéramos logrado alquilar una camioneta todoterreno, habríamos viajado en él. Decenas de civiles trataban de realizar el rescate ante la ausencia de cuerpos especializados. Yo no podía ver cadáveres: todo eran fierros y llamas. Era como un oprobioso anticipo de los fuegos magmáticos del Ert Ale. Y en conjunto con la matanza ocurrida pocas horas antes, resultaba un augurio que cayó sobre mi ánimo como plomo fundido, ardiente. Me dirigía al ojo del volcán. A un orificio del averno.

 

HERMANOS ENEMIGOS

 

Mi plan de separarme de los italianos en Mekele y encontrarme en esa misma ciudad con el segundo grupo, el que estaba formando para la Dancalia, se desintegró: comprensiblemente, mis potenciales compañeros desertaron al conocer la noticia del ataque, que provocó conmoción en Etiopia. Pensé que el gobierno declararía el cierre de la depresión de Danakil a extranjeros. Por lo menos. A partir de ahí, las alternativas llegaban hasta la guerra.

 

En octubre, había visto de cerca cómo incidentes parecidos, menos espectaculares pero en serie (tres operaciones de secuestro que dejaron tres europeos raptados y dos muertos), realizados en Kenia pero lanzados desde Somalia, daban lugar a la invasión de este último país por fuerzas del primero. Las autoridades etiopes elevaron el tono y las eritreas, más.

 

Los antecedentes revelaban una animadversión binacional mayor que la existente entre Somalia y Kenia: por muchos cientos de años, no existió una identidad diferenciada entre eritreos y etiopes, eran parte de una unidad política y cultural. Sin embargo, medio siglo de colonialismo italiano (que fracasó dos veces en su intento de conquistar Etiopía, pero dominó Eritrea de 1890 a 1941) creó divisiones que eventualmente condujeron a una guerra fraticida, larga y muy costosa en términos humanos y económicos, de 1961 a 1991. Desde entonces, las cúpulas gobernantes se odian a muerte: la etiope, que asume rasgos cada vez más autoritarios, y la eritrea, que ha convertido su país en una dictadura autárquica que se compara con Corea del Norte. Varios incidentes fronterizos provocaron una nueva guerra, de 1998 a 2000, que dejó 100 mil muertos.

 

Ambos países no han dejado de enseñarse los dientes. En 2007, el secuestro de cinco europeos y 13 etiopes (que eventualmente fueron liberados), en esta misma región, estuvo a punto de reactivar la locura bélica. Por eso temí que la matanza del 17 de enero en el Ert Ale diera el golpe definitivo.

 

A lo largo de nueve días de recorrido por el norte de Etiopía, siguiendo en paralelo la frontera con Eritrea, constaté que la reacción del gobierno no había sido cerrar zonas a los extranjeros, sino reafirmar su autoridad reforzando su presencia militar para garantizar la seguridad y mantener la región abierta. En las carreteras vimos camiones que transportaban tanques de guerra, y en los pueblos y aldeas, destacamentos de soldados. Mi intención era ser prudente. La expedición a la Dancalia, sin embargo, volvió a parecer posible. Así fue que empecé a buscar nuevos compañeros.

 

EXPEDICIONARIOS

 

“Me toca ir acompañada de personajes intensos”, me dijo Helen, una médica de 23 años, recién egresada de una universidad estadounidense de élite, que fue la única mujer del grupo, y la más joven por mucho. Me hizo el favor de incluirme: “Tú también eres un intenso”. No se daba cuenta de que ella completaba el septeto de la candela.

 

Además de nosotros dos, venían tres hombres de alrededor de 60 años que competían para ver quién conservaba la potencia de la juventud en su estado más puro, energía dentro de carne mórbida. Doug, un granjero de 62 años de Estados Unidos cuyo plan de ir a Nigeria a enseñar apicultura se había frustrado porque le negaron el visado, en vista de que el grupo fanático Boko Haram había intensificado sus campañas de matanza de cristianos; Georg, de 59, un alemán del sur que soltaba su descontento con Etiopia y África en exabruptos de inglés incomprensible; y Yoel, un calvo de 58 años de barba de chivo canosa y camisetas sin mangas, que no se apuraba a revelar que es israelí y que se sumó a la expedición en el Jeep biplaza negro con el que lleva siete años recorriendo el continente.

 

Lo acompañaba Christophe, un francés de 40 años que sufre de problemas de espalda desde la adolescencia y utiliza lentes de contacto sobre sus enormes ojos azules, a pesar de lo cual enfrentaba los violentos tumbos del camino y las tormentas de arena en ese pequeño vehículo sin techo ni ventanas: como Yoel, no usaba equipo alguno para protegerse. Sólo se cubrían cabeza y rostro con unos pañuelos negros, a la usanza de los tuaregs del Sáhara. El último expedicionario era un eslovaco que se reclama checo, que odia al Che Guevara, a Rusia y a todos los rusos, así como a los himnos nacionales sudamericanos, pero ama a Mao y descalifica toda crítica hacia China (como que hay contaminación en Beijing) con un simple “¡eso es propaganda!”

 

Había intensidad. ¿Qué otra cosa se podía esperar?, le dije a Helen. Era un viaje a una zona que en sentido literal era súper caliente, por temperatura tanto como por violencia geológica y humana. Le pregunté si esperaba que a esta aventura se apuntaran personas sosegadas. “Yo soy muy tranquila”, repuso en castellano, y pasó a contarme cómo había abandonado las comodidades de Boston para trabajar como voluntaria enseñando inglés a maratonistas etiopes que opinan que aprender cualquier cosa es desperdiciar energía que puede usarse para el deporte.

 

El equipo lo completaban tres tigriñas (cristianos oriundos del Tigrai, la región norte de Etiopía) que trabajaban bien y con ánimo: un par de conductores y un excelente cocinero.Viajábamos en dos camionetas todoterreno, en medio de las cuales debía ubicarse el Jeep, pero Yoel no estaba allí para ajustarse a ningún orden y como aparecía, desaparecía.

 

PUÑALES Y GRANADAS

 

Salimos de Mekele, a 2036 metros de altura, el 30 de enero, y subimos hasta los 2500 metros. De pronto, vino la caída: caminos de tierra estrechísimos, que se pegaban a las montañas mordiéndoles el costado, y que además teníamos que compartir con largas caravanas de camellos, burros y mulas cargados de sal, descendían centenares y centenares de metros, hasta llegar al nivel del mar… y más abajo.

 

Habíamos llegado al borde de la placa tectónica africana nubia y estábamos descendiendo por él. Entrábamos en una región geológica única, conocida por los geológos como el Triángulo Afar (toma su nombre del pueblo musulmán que la habita, los afar) y a la que pertenece la Dancalia. Es el punto donde está ocurriendo la separación de tres grandes placas tectónicas: la africana nubia corre hacia el oeste, la africana somalí, hacia el este, y la árabe al norte. Como ejemplo de contraste, la cordillera de los Himalaya se origina en el choque de la placa india con la asiática, lo que genera que la tierra se levante. En el Triángulo Afar ocurre al revés: se retira.

 

Las consecuencias son claramente visibles en cualquier mapa que incluya al vecino país de Djibouti, que forma una C de tierra alrededor de una gran entrada de agua: el hundimiento de la región provocará que se inunde y se cree un nuevo mar, dentro de un millón de años. El Triángulo Afar es el límite norte de la Gran Grieta africana, que se extiende por 6 mil kilómetros hasta el Lago Malawi y Mozambique, ya cerca del sur de África, cruzando Tanzania, Kenia y Etiopía, y que eventualmente va a separar el este de África, creando primero una península y después una enorme isla.

 

La depresión del Triángulo Afar lo ha convertido en el punto más bajo de África, con -155 metros en el Lago Assal (en Djibouti), y en el más caliente del planeta (título disputado también por Azizia, en Libia), con registros de temperatura de hasta 55 grados centígrados. Y es así, igualmente, un lugar tan cerca del corazón de la Tierra que sus latidos suelen levantar volcanes.

 

La intensidad de la zona se refleja inevitablemente en la gente que la habita, que por muchos años sólo ha conocido la vida más dura. Para explicar la naturaleza de los afar, una guía de viajes cita uno de sus proverbios: “Es mejor morir que vivir sin matar”. Un occidental inculto se podrá reír de la vestimenta de los hombres, similar a una falda: su carcajada durará poco, pues ceñida a ella todos portan un puñal.

 

Eso es tan solo lo que marca la costumbre: después de las guerras protagonizadas aquí por italianos y abisinios (el nombre antiguo del país es Abisinia), por etiopes y eritreos, por las incursiones de pueblos vecinos como los issas, y sobre todo por milenarias luchas entre los clanes afar, la Dancalia está llena de armas y a la daga tradicional se ha sumado el monstruo del doctor Kalashnikov, el rifle de asalto AK-47, así como pistolas y explosivos. Los artesanos afar utilizan cueros de camello y oveja para elaborar cinturones que sujetan cuchillo, cargadores de munición y cuatro granadas de mano.

 

Los tigriñas dicen que también se usan finas bolsas de piel de escroto humano, pero no lo repiten delante de un afar: aunque se lo tome a broma, su sonrisa no es de las que tranquilizan: cuando eran pequeños, las madres les afilaron a muchos de ellos los dientes frontales superiores para hacerlos lucir guapos, de manera que parecen vampiros de muchos colmillos.

 

En el pueblo de Berkihale nos detuvimos a entregar los permisos necesarios para ingresar en la zona afar. Y contratamos a dos guerreros armados como guardias. No porque creyéramos que los necesitábamos: uno de los misterios de la matanza del volcán es que todos los muertos estuvieron entre los protegidos y ni uno entre los protectores. No se sabe qué se hizo, si algo, para defender a los extranjeros. Llevar “seguridad” es obligatorio, no obstante: de esa forma, la comunidad recibe beneficios de nuestra visita.

 

Son 350 birr (20 dólares) por guardia y día. Mucho dinero en una zona extremedamente pobre, con escaso flujo de efectivo. La primera vez que escuché de la Dancalia fue por boca de un viajero que se vio en medio de lo que estuvo a punto convertirse en una batalla entre afar: un jefe había designado a unos como guardias, pero otros, que se sintieron perjudicados porque querían participar del negocio, rodearon los vehículos y amenazaron con sus armas.

 

Comentamos que ninguno de nosotros sacrificaría su vida por 20 dólares y que no creíamos que nuestros contratados lo fueran a hacer por nosotros. De cualquier forma, lo mejor era llevar la fiesta en paz.

 

Esa noche, por fin, llegamos a Hamed Ela, una aldea de casuchas de irregulares ramas de árbol, cubiertas por petates. Está ubicada en medio de un mar de piedras grises, como si alguien hubiera tenido un enorme exceso de ellas y no hubiese encontrado nada mejor qué hacer que arrojarlas ahí. Estábamos ya a 80 metros bajo el nivel del mar. La oscuridad había llegado sin llevarse el calor. Sacamos camastros de madera de las chozas y nos acostamos en el exterior.

 

PLANETA DE COLORES

 

Es común para mí despertar en medio de la noche, confuso, preguntándome en qué habitación de qué lugar de qué país estoy. Esa vez me descubrí sin sábanas encima, ni techo. Si estaba a la intemperie, ¿por qué no sentía el paso del viento ni escuchaba los ruidos de los espacios abiertos? Me pareció que un techo oscuro con destellos debía ser el cielo estrellado. Lo comprobé al ponerme las gafas. Sobre mí, brillaba la constelación que siempre busco para tener una referencia común de mis viajes, y que a veces se me hace perdediza: ahora cuidaba mi sueño la Cruz del Sur. Tranquilo, dormí como no lo había hecho en meses.

 

No les ocurrió igual a algunos de mis compañeros, que se quejaron de llantos de niño, balidos de oveja y rezongos de camello. Queríamos salir de inmediato, sin embargo. Daniel, el cocinero tigriña, llenó nuestros estómagos y pronto avanzábamos por esos desiertos, adelantando las inmensas filas de dromedarios, atados cola a nariz, que son la marca vital de la esos rumbos. Los chicos que las conducían saludaban y pedían agua. Los animales se asustaban con el paso de nuestros vehículos.

 

Vimos el lago Asale (distinto del lago Assal, el de Djibouti) y entramos en él por una calzada de tierra. Ahí empezaban los territorios de la sal. Y los yacimientos de potasio, que desde que vinieron los primeros italianos y hasta hoy, explotan hombres venidos de otros lados. Además, buscan petróleo y otros recursos. La riqueza histórica de los afar, no obstante, ha sido siempre la sal, depositada aquí a lo largo de millones de años: cuando la zona se convierta en mar, no será más que un proceso repetido, pues lo ha sido antes varias veces. En cada ocasión, cuando los movimientos geológicos cortaron la comunicación del Triángulo Afar con el océano, el agua encerrada se secó, dejando ricos depósitos salinos de un kilómetro de espesor. Se estima que hay casi 300 millones de toneladas de sal.

 

El final de la avenida terregosa estaba en una mina de potasio. ¿Qué haríamos ahí? Nos internamos en el agua: el lago Asale era evidentemente superficial, pero no imaginé que su profundidad no fuera mayor a diez centímetros. Entre los sumergidos bloques de sal, dibujados por la naturaleza en hexágonos y pentágonos, se apreciaban las estelas de vehículos que pasaron haciendo camino sobre lo que fue y volverá a ser la mar.

 

Rompiendo la evocación poética de Machado y como confirmación del continuo tránsito, encontramos una camioneta de una de las compañías productoras de potasio, volteada recientemente frente a una pequeña isla (considerada la más baja en el planeta). “La gente no entiende que no se puede correr en cualquier lado”, criticó Moges, el conductor.

 

El agua se acabó antes que los pentágonos de sal, enmarronados a fuerza de sol. Después entramos en un desierto muy plano, de arenas inmóviles de tonos intensos de rojo, cobre y amarillo. En medio, emergiendo de la nada, el volcán de Dallol. Que no parecía ser más que un amontonamiento de rocas de unos 70 metros de altura: aún así, la cima está a 48 metros por debajo del nivel del mar.

 

Nuestra “seguridad” afar no había venido. El comandante del destacamento de Hamed Ela había preferido enviarnos con tres soldados y un suboficial, que se desplegaron profesionalmente sobre el terreno para evitar sorpresas. Estábamos a sólo 14 kilómetros de la frontera con Eritrea.

 

La primera parte de la exploración del volcán mostró formaciones que indicaban que eso alguna vez había sido el fondo del mar.

 

Cuando entramos al cráter, de 3 kilómetros en su eje más largo, lo que vimos nos hizo pensar que súbitamente habíamos llegado a un planeta donde éramos gigantes atónitos por los colores: verdes fosforescentes, amarillos azufre, rojos férreos, naranjas neón, blancos impolutos y azules acrisolados pintaban pequeñas lagunas que semejaban mares de tonos radioactivos, diminutos volcanes de sal, una infinidad de géiseres de cinco centímetros o de tres metros de altura, cataratas salinas, cordilleras de cuatro palmos…

 

Es el resultado del colapso de numerosas capas de sal, que una multitud de manantiales de agua calentada por el magma subterráneo desgastó, creando vacíos interiores que en algún momento se derrumbaron. Ese calor también trae a la superficie el sulfuro y el hierro en numerosos tonos, y ha convertido el agua en una mezcla con ácido sulfúrico con un PH inferior a 1… al que temíamos poder caer en cualquier momento, pues muy cerca debajo de nuestros pies, por donde caminábamos, se escuchaba el rumor de líquido hirviendo a borbotones.

 

En realidad, el Dallol no es un volcán de fuego, sino de agua. Las capas de sal se han introducido en el magma basáltico. Los líquidos superficiales se infiltran por las profundidades, alcanzan las rocas hirvientes y se transforman en vapor que, sobrecalentado, se acumula presionando hacia arriba hasta reventar el suelo, que no es más que sal, en una explosión tan poderosa que genera un cráter. Esto es algo que ha ocurrido –la última vez en 1926—, que puede volver a ocurrir en cualquier momento y que seguramente ocurrirá.

 

HOMBRES DE LA SAL

 

Lago Giallo, lo llamaron los italianos. Lago Amarillo. A pocos kilómetros de Dallol, en tierras rojas, una acumulación de agua mezclada con aceite nos recordó que en esta región hay hidrocarburos (“Energy & Capital”, un sitio web para inversionistas, describe la Gran Grieta africana como “uno de los últimos grandes depósitos de gas y petróleo en la Tierra” y pide a sus lectores apresurarse, pues en la industria “hay ya una lucha por adquirir tierras”), y unos borbotones sulfurosos que se abrían paso hasta alcanzar la superficie de la oscura laguna, eran más señas de la actividad geológica de la Dancalia.

 

Regresamos al lago Asale. Una vez surcando sus aguas sobre cuatro neumáticos, divisamos lo que nos pareció una rara concentración de palmeras en un islote inexistente y resultó ser una multitud de hombres, camellos y mulas, ubicados en un punto de extracción de sal: por siglos han ido recorriendo la superficie lacustre, levantando los duros hexágonos salinos y cortándolos en rectángulos con los que cargarán los camellos en largas caravanas, subiendo el borde de la placa tectónica africana nubia (que para los camelleros no es más que las tierras altas) en el trayecto de cinco días hasta Mekele.

 

Laboran con los pies desnudos siempre sumergidos, a 123 metros bajo el nivel del mar. No es raro que lo hagan bajo temperaturas mayores de 40 grados, y ha llegado a subir por encima de los 50. No se pueden enjugar el sudor ni aliviar la sed con el agua caliente e híper salina del lago. Se rieron cuando les pregunté que si vivían en las cercanías: “Aquí no hay persona que sobreviva”. Habitan en Hamed Ela, a unos 15 kilómetros de distancia, y de hecho ya nos habían visto. Dijeron que su aldea de piedras, a una altura apenas 40 metros superior, está en una zona “templada” donde hay temporadas en que no se pasa de los 40 grados.

 

Su trabajo es brutal no sólo por el clima, sino por las condiciones medievales en que lo realizan y por la paga, inferior a 15 dólares mensuales.No conocen otra forma de vida. De regreso en Hamed Ela, fuimos a buscar cerveza (Dashen para mí, St George para el eslovaco) al bar del destacamento militar, donde el único televisor del pueblo reúne una audiencia como si fuera cine. Hay que pagar 5 birr (30 centavos de dólar) por sentarse y la mayoría no los tiene. Para ellos, es una ventana al mundo demasiado costosa.

 

Las mujeres y los niños pasan el día acarreando agua desde el camión que la trae: a las botellas amarillas de 10 y 20 litros, han adaptado correas para cargarlas en la espalda como mochilas. Chiquitos de 4 o 5 años también las llevan. O transportan hatos de leña que recogieron por ahí. Beber y calentar: nosotros, que tenemos servicios de agua y gas que llegan a casa, no tenemos idea del inmenso avance que esto representa, todo un fenómeno de liberación.

 

Al día siguiente, vimos las casuchas aisladas del desierto más allá de las piedras, donde las cosas son todavía más difíciles. No hay más que arena. Debajo. Y arriba. Afuera. Y adentro. La gente ha olvidado lo que es vivir sin el rostro lleno de arena, las orejas, la nariz, la boca. Lo que es comer sin arena. Si es que alguna vez lo supo: casi todos los niños crecerán sin experimentar otra cosa. En los días buenos, no hay más que muchísima arena que se levanta y oculta el azul del cielo.

 

Y en los días malos, como el que nos tocó, hay más, más y más arena. Se anunció desde la noche previa, tras nuestro retorno de Dallol y el lago Asale. Había un viento persistente que no nos dejó dormir y que traía de lejos los lamentos de los animales y los humanos. Busqué la Cruz del Sur. No la pude localizar, las nubes de polvo me escondieron estrellas. Por la mañana, nuestra condición era parecida a la de esa gente de arena y sal.

 

El convoy salió al desierto, con los guardias afar y dos muchachos a quienes les hacíamos un favor transportándolos sobre el techo de nuestra todoterreno, acostados. El aire se fue agitando hasta que se convirtió en una tormenta de arena en toda forma.

 

No sé si Moges, nuestro conductor, siempre seguro y prudente, se puso nervioso, pero empezó a correr a 80 kph con visibilidad absolutamente nula. Yo admitía que él debía conocer muy bien el camino y seguramente no había obstáculos fijos, salvo algunos desniveles del terreno que nos hacían saltar y preguntarnos si todavía traíamos a esos dos chicos arriba. El problema era que había animales y gente por ahí. Ya me imaginaba un camello montado por un afar con el cinturón lleno de granadas que entraba por el parabrisas.

 

Además, no tenía caso apresurarnos: íbamos adelante y los coches que nos seguían sin vernos debían ser más prudentes, a riesgo de chocar de pronto contra nuestro vehículo.

 

Efectivamente, cuando el viento amainó y la niebla arenosa nos permitió ver a unos 20 o 30 metros, tuvimos que deternos a esperar a los demás. El dúo del Jeep llegó cargando toneladas de polvo. El pobre Christophe se veía aterrado. Yoel, manteniendo la actitud de tipo duro, aceptó que la tormenta había sido uno de los peores momentos que había pasado al volante y que se había tenido que detener: “Simplemente no veía ni mis manos”.

 

CHOZAS DEL DOLOR

 

Abrupta, afilada, engañosa, la roca volcánica es un sitio peligroso para que una familia se establezca sobre ella con sus niños. Para muchos afar, sin embargo, es la forma de escapar de la arena, o al menos en parte. Cuando salimos de las dunas y entramos en una extensa área cubierta por la lava de los volcanes, de frágiles casas de ramas salían decenas de chiquitos a vernos y cantar. No hay mucho más qué hacer allí.

 

Es uno de los caminos para vehículos más difíciles que he visto. Fueron horas de subir y bajar amontonamientos de negra piedra basáltica. Asombrosamente, no tuvimos una ponchadura y las todoterrenos y el Jeep no se desarmaron con tantos golpes.

 

Así llegamos a Dodom, una aldea en las faldas del volcán Ert Ale, deshabitada hasta que en los últimos días la ocupó un pequeño pelotón del ejército, como respuesta a la matanza de extranjeros.

 

A partir de allí, todo sería a pie. El terreno era de alguna forma familiar para mí: entre las negras rocas de Ciudad Universitaria, en Ciudad de México, construida sobre la lava arrojada por el cráter del Xitle, nos solíamos perder con nuestras amigas para resolver interesantes enigmas volcánicos. Ahora sería muy distinto: nos esperaban una decena de kilómetros en ascensión, con ese calor y, sobre todo, con la idea de que subíamos al sitio de la reciente masacre.

 

Los guardias afar aparecían y desaparecían a su antojo. Montado en largas piernas, el eslovaco se adelantó de inmediato, sin atender a consideraciones de seguridad. Doug y Yoel traían una rivalidad particular de condición física y corrieron hasta quedar exhaustos. Eventualmente, llegamos al anillo del volcán, a 613 metros de altura sobre el mar, sin incidentes, cuando ya había oscurecido. Unos 20 metros abajo, se extendía la ancha superficie gris-negra de la caldera, de 1600 x 700 metros. Y un poco más allá del centro, se anunciaba el cráter con un brillo rojizo.

 

Nos tomó media hora recorrer unos 500 metros hasta llegar a él. Nos asomamos a sus fuegos, que dilataron nuestras pupilas con su resplandor. Mirábamos un fenómeno muy poco común: el del Ert Ale es uno de los cuatro lagos de lava que existen en el planeta (los otros son el Nyiragongo, en Congo; el Kilauea, en Hawaii; y el Monte Erebus, en la Antártida).

 

Teníamos que descansar, sin embargo. Volvimos al anillo, donde había unas pocas chozas sin puertas. Helen, Christophe y yo compartimos una. Con los ojos cerrados, recostado sobre el saco de dormir e ignorando los piquetes de las pulgas, meditaba sobre lo que había visto. Y recordaba a las cinco personas que habían muerto ahí mismo, dos semanas atrás.

 

Mi alarma sonó 15 minutos antes de la hora en que habían llegado los asesinos, la 1 de la mañana. Me inquietaba la idea de que el sonido de los poderosos ventarrones podría haber impedido que las víctimas escucharan a los 30 o 40 hombres que las emboscaron. Imaginé que habían entrado en las primeras débiles cabañas, disparando sin deseo de hacer prisioneros, pues dicen que no tiene sentido vivir sin matar. ¿Y el dolor? ¿Y los gritos? ¿Qué habrían hecho los guardias afar? Di un breve paseo y no encontré a los que habíamos contratado. Los siete heridos que escaparon se escondieron entre las rocas durante 12 horas. Nadie había dado aviso del ataque, pero por fortuna una europea con un teléfono satelital logró hacer contacto con alguien en Addis Ababa y enviaron un helicóptero.

 

De pie en lo alto del volcán, estaba muy por encima de toda la depresión de Danakil y de sus nubes de arena. Las estrellas brillaban muy cerca. La Cruz del Sur apareció con bella claridad, por encima de los rumores del viento. Agradecí con un beso la tranquilidad me brindaba su intangible caricia. Volví a dormir.

 

FUEGOS DEL ORIGEN, FUEGOS DEL FINAL

 

Nos levantamos a las 4 y media de la mañana para regresar al cráter. Entonces descubrimos que había más gente, tres o cuatro soldados que guardaban el anillo. Menos mal, pensé, a pesar de que su instrumento principal era una ametralladora con bípode, cuyo uso parecía inapropiado para un terreno tan irregular.

 

Pronto estuvimos de nuevo mirando esa conexión candente con el centro de la Tierra. El calor.

 

Es un fenómeno que toca lo más profundo de la conciencia. Es el final, caer ahí es desaparecer por completo. Pero, ¿no es el fuego también el principio de todo? Del planeta, del universo. Origen y destino. Que nos llama, nos atrae, invitándonos a acercarnos a pesar de la temperatura y de los gases. El cráter del lago de lava es una especie de olla de piedra escarbada en la caldera, un hueco redondo de honduras invisibles. Lleno de lava, hasta un nivel a sólo diez metros por debajo de nuestros pies. En ocasiones, asciende para desparramarse por encima del anillo y correr falda abajo del volcán, abrasando lo que encuentra.

 

La violencia del magma era tal que no nos hubiera sorprendido que eso ocurriese mientras estábamos ahí. Es temible pero atrapa la vista, los sentidos, el ánima. Es la extraña e incognoscible fuerza que mueve la Tierra. Explota, ruge, salta y quema, motivada por deseos más allá de lo que podemos imaginar.

 

En un extremo, la fuente principal se había abierto un hueco en la roca antigua, desde donde escupía energía sin cesar. Otras más pequeñas se abrían ocasionalmente en las márgenes. Todo tiene que ver con la cantidad de gas contenida en el magma. En los periodos de baja convección, que duran de una a 10 horas, la actividad desciende y en la superficie del lago la lava se enfría, hasta apenas unos 200 grados centígrados, y se solidifica, formando una corteza de roca de 8 a 10 centímetros de espesor.

 

Aunque siguen teniendo espacios de salida (las fuentes), los gases se concentran en este tiempo a una profundidad de 300 metros y empiezan a presionar hacia arriba. Se produce entonces un cambio de convección, la corteza se derrite y se hunde y la lava más rica en gases asciende hasta la superficie y se levanta en borbotones de dos a cuatro metros de altura. En los periodos de alta convección, que duran de una a 3 horas, la temperatura sobrepasa los 1100 grados centígrados y nos sacuden tremores de alta frecuencia.

 

Los movimientos de la corteza me parecieron un ejemplo de los de las placas tectónicas del planeta. En esos delgados mantos de piedra apenas sólida, se abrían paso fracturas llameantes que cambiaban su forma y los hacían moverse, alterando constantemente el fascinante dibujo ígneo del lago. Por momentos, una parte de la corteza avanzaba por debajo de otra, subsumiéndose y creando la imagen de una catarata sin caída: la roca derretida y brillante se doblaba sobre sí misma para hundirse en el magma.

 

En un extremo, la fuente principal, que no cesaba su actividad, me hacía pensar que el planeta jamás se enfría, y que de pronto aparecen volcanes nuevos que nos lo recuerdan. Las fases, además, se alternan, la paz da lugar a la inestabilidad y todo se altera. Así vimos llegar el periodo de alta convección, justo antes de que el día empezara a clarear: en medio del lago, la corteza se rompió en una formidable explosión de magma gaseoso que burbujeó con potencia de la que Vulcano, el dios herrero del Olimpo, hubiera deseado disponer para forjar sus mazos divinos. Era como la erupción definitiva en el ombligo del mundo, del planeta que destruiría.

 

Pocos seres humanos han llegado hasta esta región remota, en busca del regalo de Prometeo, en recuerdo de su sacrificio interminable en el Cáucaso. Con toda su violenta intensidad, sus tormentas de arena, sus inhóspitos países salinos y sus agresivos hombres de puñal y granada, la Dancalia nos había permitido alcanzar nuestra meta: su entraña de hierro fundido, tan próxima al corazón de la Tierra, exhalación del fuego que nos creó y que nos va a desintegrar.

 

Hemos olvidado que en el crisol fatal de la Gran Grieta africana nació el ser humano. Acaso será también aquí donde comience el fin de la especie. No importarán más las hazañas, la sal de la vida, vivir para matar. La gloria es efímera y nada significa. El conquistador lucha para respirar pocos instantes más que el conquistado, y desaparecer.

 

Si queda algo de mí después del fuego, acaso cenizas, sólo pediré entonces a los vientos elevados que las dispersen por encima del dolor y de las nubes de arena. En el anillo de un volcán cerca de las estrellas. Bajo el brillo de la Cruz del Sur.

 

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