Tag Archives: Libya

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Libia: Un ataque camuflado

Por Témoris Grecko (publicado en Proceso, 23/sep/2012)   El ataque contra el Consulado estadounidense en Bengasi, la ciudad natal de la revolución libia, el 11 de septiembre, pareció confirmar los peores temores sobre la evolución del proceso de reconstrucción de … Continue reading

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Y después de Gadafi…

Por Témoris Grecko (publicado en Proceso, 23-oct-2011) El 15 de febrero, Abdallah al Senoussi detuvo en Bengasi a un abogado defensor de derechos humanos y ordenó atacar a las personas que se manifestaban para exigir su liberación, en un intento … Continue reading

Re: Libia y Gaddafi La verdad que se supone NO debes conocer

La propaganda de los simpatizantes de Muamar Gadafi circula por la red, generando dudas en mucha gente. Una amiga me acaba de hacer llegar un texto que le pasaron a ella y que la inquietó por la posibilidad de que fuera cierto.
Pego aquí mi respuesta y, debajo, el texto en cuestión:
.
hola querida!
Son mentiras. Simplemente. No tengo tiempo para contestar todo, pero te doy botones de muestra que te indican el deseo que tienen de exagerar, mentir y ocultar:
¿El país más pobre del mundo? ¿Ni el Congo? ¿Por qué mencionan 1951, sólo unos años después de que Libia fue el escenario de la devastadora guerra del desierto entre el nazi Rommel y el británico Montgomery, y no 1969, justo cuando Gadafi tomó el poder? ¿por qué no dicen que a Gadafi, tras dar un golpe de Estado, le tocó hacerse cargo de un país que acababa de descubrir que era uno de los más ricos del mundo en reservas petroleras? ¿por qué no dicen nada de los negocios de Gadafi, de los miles de millones de dólares que sacó del país –y que ahora buscan para incautárselos–, de que para hacer negocios en Libia tenías que regalarles una parte de tu empresa a él o a sus asociados?
¿Nivel de vida más alto de África? ¡Qué impresionante! ¿Más alto que  Brasil? México lo tiene, todavía (ese país es más poderoso porque es demográficamente mayor, pero en términos per cápita, México –14,430 usd anuales– sigue siendo más rico que Brasil –11,239–). ¿Más alto que Rusia y Arabia Saudí? Mentira total.
¿Gadafi elevó el alfabetismo a 83%? ¿Después de gobernar 42 años con enormes recursos? ¿Por qué no es de 93% como en México?
¿1.7 millones de libios salieron a manifestarse en apoyo a Gadafi? ¿Y las imágenes? Una de las cosas que nos dieron mucha risa a los reporteros es que en esas escenas de manifestaciones de apoyo que transmitía la televisión gubernamental libia todas las tomas eran cerradas: eran multitudes compactas, apretadas, y la cámara siempre mostraba pequeños planos. ¿Dónde está la foto tomada desde el fuerte que domina la Plaza Verde, en donde se ve el lugar abarrotado y las calles llenas?
¿El Libro Verde de Gadafi es algo para admirarse? Jaaaaajajajajajaja! Es ridículo! Es una pieza de consejos y frases sabias que parece una tarea de secundaria. Pero esto denota también qué clase de texto es éste, el de un incondicional de Gadafi.
¿30,000 muertos causó la OTAN? Qué gracioso. Ni siquiera Moussa Ibrahim, el portavoz de Gadafi, maneja esa cifra.
¿Y no dicen nada de los asesinatos de Gadafi, las torturas, las desapariciones, las ejecuciones públicas, el terror?
Lo más importante… ya he visto otros argumentos, como los de una tal Leonor Massanet que tenía un negocio turístico en Libia, que dicen que los libios eran felices y felices con ese dictador sangriento… y si era así, ¿por qué hicieron una revolución?
Ese señor que los hizo tan felices los llamó ratas y prometió ir a exterminarlos casa por casa. Amenazó con que, si él caía, se llevaría a Libia entera con él. ¡Chulada de tirano!
Esto es propaganda. Por favor, querida, hazle llegar mi respuesta a quien te lo pasó. Si tienen dudas, que me busquen a través de mi blog.
Besos!
Témoris Grecko
temorisblog.wordpress.com

De:
Para: Temoris Grecko 
Enviado: Domingo, septiembre 18, 2011 8:16 P.M.
Asunto: FW: Libia y Gaddafi La verdad que se supone NO debes conocer

 

Libia y Gaddafi La verdad que se supone NO debes conocer
Yo tampoco lo sabía pero ya investigando es increíble como los medios de comunicación pueden convertir a una persona en Heroe o Villano. Tu opina.
  • En 1951 antes que Gaddafi llegara, Libia era el país mas pobre del mundo.
  • Después de cuatro décadas de Gaddafi y antes de la invasión de la OTAN el 2011, (por EUA, Francia, Italia, Alemania, etc), Libia tenia el nivel de vida mas alto de África mas alto que Rusia, Brasil y Arabia Saudita.
  • La electricidad era gratis para todos
  • En Libia la casa es considerada un derecho de la humanidad.
  • Recién casados reciben $50 mil dolares para comprarse una casa.
  • Todos los prestamos de cualquier clase son con 0% de interés por ley.
  • Gaddafi prometió una casa a todos antes de poner en una casa a su padre y mantuvo su promesa: su padre murió sin casa.
  • Solo un quinto de libia antes de Gaddafi podía leer y escribir.
  • Ahora con Gaddafi la educación es gratis y de alta calidad y el nivel de alfabetismo es de 83%.
  • La atención medica es gratis para todos y de alta calidad.
  • Si los libios no pueden hallar educación o atención medica del nivel adecuado que necesitan, el gobierno les da los fondos necesarios para conseguirlos fuera del país.
  • Si los libios compran un coche, el gobierno paga el 50%.
  • El precio de la gasolina es 14 centavos de dolar el galón.
  • Cualquier libio que quiera ser agricultor recibe gratis, tierra, una casa, animales, equipo de agricultura y semillas.
  • El 1ro de Julio 1.7 millones de libios marcharon en la Plaza Verde de Trípoli para protestar el bombardeo por la OTAN. Esto era el 95% de la población de Trípoli. Libia solo tiene cinco millones de habitantes.
  • El banco central de Libia pertenece a Libia. y no como en la mayoría del mundo occidental que pertenecen a una organización de Rothchild.
  • El banco de Libia lanza moneda sin deuda.
  • Gaddafi pedía pago del petroleo en otra moneda y ya no en dolares. Pero en la moneda de dinars africanos respaldado en oro. a esto Sarkozy, el presidente de Francia, lo llamo como un peligro para las finanzas del mundo.
  • El primer acto de los rebeldes fue crear un nuevo banco central de propiedad del grupo europeo Rothchild. La familia Rothchild es propietaria de la mitad de la riqueza del mundo. Ese banco crea dinero de la nada y sin respaldo para venderlo con grandes intereses para que los prestamos no se puedan pagar y hasta nuestros hijos serán esclavos de esas deudas.
  • Gaddafi no vendió a su gente, como un Judas, a los bancos de Rothchild como lo hizo Obama en EUA, Sarkozy en Francia y Cameron en Inglaterra. Libia no tenia ninguna deuda con nadie.
  • ¿Quien esta detrás del bombardeo contra Libia? los libios tenían mucho mas que los ciudadanos de EUA, Inglaterra , Francia etc etc. los libios tenían un líder que velaba por sus intereses con integridad y coraje no obedecía los intereses de los banqueros.
  • Libia compartía su tesoro con otros países de áfrica. Sin la tiranía de los bancos de Rothchild todos podemos vivir libres sobre la tierra sin cargar enormes deudas a grandes intereses. los bancos y sus políticos comprados están robando trillones de dolares, euros y libras todos los años. Fuimos globalmente esclavizados. Ahora Libia sera esclavizada.
  • Se estima que mas de 30 mil libios ya han sido asesinados por los bombardeos de la OTAN y los rebeldes.
  • Gaddafi cree en la democracia directa que esta en su libro Verde. Gaddafi cree que la democracia parlamentaria es corrupta y que la gente debe representarse ella misma sin intermediarios. El Libro Verde de Gaddafi es realmente algo para admirarse.
  • No podemos mantenernos sin reaccionar cuando gobiernos corruptos asesinan salvajemente con las armas mas poderosas del mundo a países como Libia y los medios endemonian con pura propaganda falsa a esos países que son realmente libres y prósperos.
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África Occidental: Tras las huellas de Al Qaeda

PARTE UNO  La muerte de Osama bin Laden no es la de la red terrorista que fundó. Sus combatientes todavía tienen el respaldo de predicadores y civiles en regiones como África Occidental. Nuestro colaborador recorrió seis países del Sahara para … Continue reading

Libia. El reto, armar el rompecabezas

Por Témoris Grecko / Madrid (Publicado en Proceso, 28 de agosto de 2011)

En los días previos a la toma de Trípoli, los políticos occidentales filtraban a los medios su preocupación por las señales de descontrol que daban los rebeldes. La conquista de la capital libia iba a ser un “éxito catastrófico” que provocaría un vacío de poder y caos, confió un diplomático occidental al diario londinense The Times, que mantuvo su identidad en reserva. Alcanzar ese objetivo cuanto antes, sin embargo, era una prioridad para los mandos militares de las fuerzas extranjeras, y su involucramiento en la victoriosa operación resultó mayor de lo que se había supuesto. Fue más allá, en todo caso, de la participación que la alianza había reconocido tener, limitada a la imposición de una zona de exclusión aérea y a bombardeos contra posiciones del dictador Muamar Gadafi.

En medio de la excitación causada por los avances sobre el terreno, hay importantes dudas sobre la capacidad del revolucionario Consejo Nacional de Transición (CNT) para imponerse sobre las numerosas milicias que sólo en teoría lo obedecen, sobre las diversas tribus que componen el entramado social libio e incluso sobre las dispares tendencias ideológicas que actúan dentro del órgano.

El tiempo no es su aliado, además. Además de consumar la victoria mediante la captura de Gadafi, le es urgente poner en marcha una nueva administración civil para Trípoli y el país, liberar los fondos y activos libios que congeló la ONU y que permitirán financiar la reconstrucción y, tal vez lo más delicado, volver a poner en marcha la única y vital industria del país, la petrolera, por la que ya se empieza a ver que habrá sordas luchas.

AMANECER DE LA SIRENA

La intervención internacional que empezó el 19 de marzo detuvo la ofensiva de Gadafi, justo antes de que aplicara un castigo potencialmente genocida sobre Bengasi, sede del CNT y capital de la provincia de la Cirenaica, en el este. Pero eso no permitió que los revolucionarios pudieran lanzar un contrataque serio: su ejército no eran más que bandas mal armadas, sin orden, disciplina, estructura ni estrategia.

La esperanza era que la oposición en Trípoli, en el lado contrario del país,  a 1,600 kilómetros por la carretera del oeste, pudiera montar una insurrección, lo que se llamaba en jerga “la hora cero”. Que nunca llegó: las fuerzas gadafistas realizaron una agresiva limpieza urbana que acabó con las vidas y la libertad de un número aún desconocido de personas, y además reconquistó varias ciudades rebeldes, entre las que destacó por su valor estratégico Zauiya, 60 kilómetros al oeste de Trípoli. Sólo la tercera población del país, Misrata, 90 kilómetros al este de la capital, resistió un sangriento asedio de tres meses sin caer.

Empezó entonces un paciente proceso de planeación, en el que los revolucionarios recibieron asesoría táctica y logística, armamento e información de inteligencia de las fuerzas extranjeras. Con personas que habían escapado de la ciudad, formaron la Brigada Trípoli, un cuerpo de alrededor de 700 miembros que fue preparado por asesores militares y civiles británicos, franceses, italianos y cataríes. Un centenar de ellos viajó para recibir entrenamiento en Catar, un emirato árabe en el Golfo Pérsico que, además, asumió la representación comercial del CNT para vender petróleo libio.

Después crearon células “durmientes” en Trípoli, introdujeron armas y explosivos de contrabando y difundieron la voz de que un día del Ramadán, el mes sagrado de ayuno para los musulmanes (que este año corrió del 1 al 29 de agosto), se daría la señal para iniciar una ola de protestas en la ciudad al finalizar las oraciones vespertinas. La fecha elegida fue el 20 de agosto, aniversario de la liberación de La Meca por el profeta Mahoma.

La ofensiva empezó dos semanas antes de ese día y no la encabezaron los grupos rebeldes más notorios hasta el momento, los árabes de Bengasi y de Misrata. Una minoría étnica particularmente agraviada por Gadafi, los bereberes, habían resistido en las montañas de Nafusa, al sur de Trípoli y cerca de la frontera de Argelia, durante meses sin recibir la atención del mundo. Ellos crearon el espacio geográfico donde los asesores extranjeros pudieron hacer su trabajo y preparar a la Brigada Trípoli, y sólo fueron detectados por los pocos periodistas internacionales que llegaron hasta allá.

En unos cuantos días, los bereberes y los tripolitanos lograron tomar varias ciudades claves al sur-suroeste de la capital, y el viernes 19 recuperaron Zauiya: de esta forma se apoderaron de la única refinería que proveía de combustible a la Trípoli y cortaron su conexión con la frontera de Túnez.

El sábado 20 atacaron la capital desde el oeste y el sur; mientras, los rebeldes de Misrata presionaban por tierra desde el este, y por mar desde el norte, con una flotilla de pequeños barcos, en una operación llamada “Amanecer de la Sirena”; los cazas tripulados y los aviones no tripulados de las fuerzas de intervención atacaron objetivos específicos, que destruyeron los mecanismos de comunicación del ejército gubernamental y sus arsenales, e informaron a los revolucionarios sobre los movimientos del enemigo; y las células durmientes se levantaron dentro de la ciudad, desmantelando la retaguardia gadafista.

El domingo, tomaron la Plaza Verde, corazón social de la Libia de Gadafi, y le devolvieron su nombre original, el de Plaza de los Mártires; y el martes 23 saquearon Bab Aziziya, la urbanización militarizada que le servía al dictador como cuartel general: las imágenes de rebeldes que destruían el monumento más querido por Gadafi, el de un puño que aplasta un avión estadounidense, pueden convertirse en un símbolo como las de los iraquíes echando abajo la estatua de Sadam Husein, en 2003. Gadafi, mientras tanto, está escondido, probablemente en alguno de los muchos búnkeres subterráneos con los que ha plagado el país, o en su bastión tribal de Sirte, en la costa central, dispuesto a hacer tanto daño como pueda. Según el CNT, la batalla de Trípoli dejó 400 muertos y 2 mil heridos.

LOS RETOS DEL CNT

En un principio, algunos observadores especularon que los rebeldes habían demostrado una capacidad militar inesperada o que había sido el golpeo aéreo constante el que finalmente había provocado que el régimen se desmoronara y fuera incapaz de resistir la ofensiva rebelde. La ayuda exterior fue clave, sin embargo, como reconoció Fadlallah Harun, un portavoz militar opositor que colaboró en la elaboración del plan, y quien dijo a la agencia AP que: “Honestamente, la OTAN jugó un papel muy grande en la liberación de Trípoli. Bombardearon todos los sitios importantes de los que no podíamos dar cuenta con nuestras armas ligeras”.

Para los rebeldes, la importancia del rol de sus distintos grupos será más difícil de admitir internamente, sin embargo. Los bereberes siempre han tenido un lugar secundario en Libia y ahora no es del todo claro que lograrán ser más respetados. La gente de Misrata acusa a la de Bengasi de haber sido excesivamente lenta para enviar víveres y combatientes en su apoyo. Los tripolitanos se sienten incómodos con la presencia de foráneos que quieren tener autoridad sobre ellos. Hay 140 tribus en el país y algunas de ellas se han sentido agraviadas o no están plenamente divorciadas del gadafismo. En general, hay recelos del CNT, al que se ve como demasiado vinculado a Bengasi, y esta ciudad tiene rivalidades históricas con Trípoli.

El Consejo ya ha mostrado dificultades para imponer su autoridad en su mismo lugar de origen, como se hizo más que evidente el 28 de julio, cuando una de las milicias rebeldes secuestró al propio comandante de las fuerzas de la revolución, el ex ministro del Interior Abdel Fatah Younis, y lo asesinó con dos de sus compañeros. Nadie sabe cuántos grupos armados existen ni hay garantías de que todos los jefes aceptarán desamarse o integrarse en el nuevo ejército libio sin condiciones.

Por necesidad, la conformación del CNT incluyó al más amplio abanico de corrientes (islamistas y laicistas, socialistas y nacionalistas, empresarios y trabajadores), que se unieron para oponerse al dictador y que ahora deben acordar un proyecto nacional compartido.

Martin Chulov, el corresponsal de The Guardian que fue el primer periodista en entrar clandestinamente en Libia, 36 horas antes que el de Proceso, en febrero, está de regreso en el país y advierte: “Las lecciones de lo que le pasa a un estado de Medio Oriente que de pronto pierde a su hombre fuerte son recientes y crudas. Más de ocho años después de que Bagdad cayó con la misa rapidez que Trípoli, sigue siendo un lugar de agendeas en competencia, una clase política dividida y ciudadanos que se enfrentan a la realidad de que el Estado no tiene la capacidad o la voluntad de ocuparse de ellos”.

El hecho de que el CNT le puso precio a la cabeza de Gadafi (ofrece amnistía y una recompensa de 1.3 millones de dólares a quien lo entregue vivo o muerto) y de que al cierre de esta edición se disponía a trasladarse a la capital nacional, con la esperanza de ganar legitimidad y representatividad, revela que hay conciencia de que el reto militar y el político son prioridades para el Consejo. Al igual que el financiero: la ONU impuso sanciones económicas a la Libia de Gadafi y congeló sus fondos. Para levantarlas y empezar a aliviar las urgencias del nuevo gobierno, las potencias occidentales y los países árabes celebrarán una cumbre con la diregencia del CNT, este jueves 1 de septiembre, en Catar.

LA DISPUTA POR EL PETRÓLEO

Qué hacer con la industria petrolera es otra tarea apremiante. En los días previos al inicio de la intervención internacional, algunos entre quienes se oponían a ella en Occidente denunciaban que estarían motivada principalmente por el deseo de apropiarse del petróleo de Libia. En Bengasi, capital de facto de la revolución, sin embargo, Proceso encontró que se pensaba lo contrario: dado que Gadafi había otorgado las concesiones de exploración, extracción, transporte y comercialización de los hidrocarburos a compañías extranjeras –sobre todo occidentales—, si la comunidad internacional no impedía que Gadafi masacrara a las ciudades rebeldes, sería porque lo único que le importaba era preservar su control sobre el petróleo.

“Gadafi era la mejor garantía no sólo de un abastecimiento continuado de crudo sino de importantes contratos en Libia para las petroleras europeas y cuantiosas inversiones libias en Europa”, escribió el analista del diario El País, Ignacio Torreblanca (25 de agosto).

La italiana Eni, la británica British Petroleum, la francesa Total, la española Repsol YPF y la austriaca OMV son las empresas que producían más petróleo en la Libia de Gadafi, seguidas por compañías de China, Rusia y Estados Unidos.

Hasta el inicio de la guerra, cuando Libia extraía 1.3 millones de barriles al día, Italia saciaba allí un 20% de su sed de combustibles, mientras que Francia, Suiza, Irlanda y Austria lo hacían en un 15%. El conflicto provocó el desplome de la producción hasta sólo 60 mil barriles diarios.

La perspectiva del reinicio de las actividades (la nueva administración espera poder exportar 1.5 millones de barriles al día dentro de un año) no sólo trajo una baja de 3% en el precio del crudo, hasta 108.42 dólares por barril, el lunes 22, sino que adelantó lo que, inevitablemente, será una nueva batalla por el petróleo: las compañías que tenían contratos esperan asegurar su cumplimiento y, si pueden, arrebatarle alguno a la competencia. Eni y Total son las que han hecho los primeros movimientos, lo que los observadores interpretan como señal de la agresividad de la pelea.

Otro motivo para el pleito es la perspectiva de que los revolucionarios tomen represalias contra las empresas de los países que no los apoyaron, como Rusia y China, que en marzo amenazaron con usar su poder de veto para bloquear la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU, amparo legal de la intervención internacional contra Gadafi. Rusia y Brasil, además, denunciaron reiteradamente que los bombardeos contra el régimen excedían el mandato de las fuerzas extranjeras.

Aunque las nuevas autoridades libias no dejan ver su juego y han descartado que pretendan actuar contra esas naciones, el deseo de cobrar afrentas está vivo y lo que los jugadores toman en cuenta no es el diplomático anuncio de que nada cambiará, sino que éste se produjo como desmentido a la declaración de Abdelyalil Mayouf, vocero de la petrolera de los rebeldes, Agoco, quien dijo a Reuters que: “No tenemos problemas con países occidentales, como las compañías italianas, francesas y de Gran Bretaña. Pero es probable que tengamos diferendos políticos con Rusia, China y Brasil”.

Four happy Arab dictators

This picture was taken at the 2010 “Arab African Summit” in Sirte, Gaddafi’s hometown. The four leaders in front: Tunisia’s Ben Ali (now exiled and on trial in absentia), Yemen’s Saleh (injured and held in Saudi Arabia), Libya’s Gaddafi (facing defeat) and Egypt’s Mubarak (on trial and risking death penalty).

Who’s next to join them?

Esta foto es de la Cumbre Árabe-Africana del año pasado en Sirte, lugar de nacimiento de Gadafi. Los cuatro líderes al frente: el tunecino Ben Ali (ahora en el exilio y juzgado en ausencia), el yemení Saleh (herido y retenido en Arabia Saudí), el libio Gadafi (enfrentando la derrota) y el egipcio Mubarak (en juicio y con riesgo de recibir la pena de muerte).

¿Quién sigue?

Libia: Cerca de la victoria, los rebeldes están divididos

Por Témoris Grecko. Publicado en Proceso, 21 de agosto de 2011

La victoria de las fuerzas revolucionarias en Libia parece estar a la vista. A una serie de triunfos militares se sumaron la deserción de un alto miembro del gobierno y una débil llamada a la resistencia que hizo Muamar Gadafi, todos como signos de que el principio del fin puede haber comenzado.

Contra lo que se pudiera haber esperado, sin embargo, la perspectiva de un triunfo cercano no ha hecho felices a muchos de quienes han trabajado por él. El reciente asesinato de uno de los principales líderes rebeldes, a manos de sus propios compañeros, y las muestras de caos e indisciplina entre sus mandos y sus tropas, ha generado inquietud de que la victoria de las fuerzas opositoras se convierta en un “éxito catastrófico”.

AVANCES

Un diplomático occidental basado en Bengasi, sede del rebelde Consejo Nacional de Transición (CNT), describió la toma de la capital libia, Trípoli, por los rebeldes como “el peor escenario posible” en la situación actual, según el diario británico The Times.

“La frase que estamos usando generalmente en la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte, la alianza militar occidental a cargo de la ofensiva aérea en apoyo a las tropas de la CNT) es que nos estamos enfrentando a un éxito catastrófico en Libia”, continuó la fuente del periódico. “Y aunque no fuera catastrófico, será un éxito caótico porque la oposición no está lista para gobernar ahí y habrá un vacío si Gadafi se va”.

A fines de julio, la actitud en la OTAN era de impaciencia porque, tras casi cinco meses de continuos bombardeos contra las fuerzas de Gadafi, las tropas rebeldes no parecían capaces de emprender la ofensiva. La segunda semana de agosto, sin embargo, trajo consigo significativos avances en ciudades cercanas a Trípoli (como Zauiya, simbólica por la resistencia que ofreció ante un prolongado sitio impuesto por Gadafi) que amenazan con romper las líneas de abastecimiento de la capital cortando sus comunicaciones con la frontera, privarla de sus últimas fuentes de combustible y, lo más significativo, separar a las fuerzas gubernamentales, que quedarían aisladas en tres bastiones: Trípoli, Sirte (ciudad natal de Gadafi) y el lejano oasis de Sebha.

El martes 16, el líder que mantuvo a Libia bajo un férreo control durante 42 años, hizo uno más de sus acostumbrados llamados a la resistencia, pidiéndoles a sus seguidores que se “deshagan de los traidores” y proclamando que “la sangre de los mártires es gasolina para la batalla”. El mensaje, sin embargo, transmitió una sensación de debilidad, pues Gadafi lo dio mediante una llamada telefónica de muy mala calidad a la televisión gubernamental, y una parte de ella fue inaudible.

El día anterior, además, el ministro del Interior, Nasr Al Mabrouk Abdullah, había volado a Egipto en lo que fue la primera deserción de alto nivel desde marzo.

PELIGROS

Estos hechos ocurren después de que el confuso asesinato del general rebelde Abdel Fatah Younis generara una grave crisis en el lado revolucionario. Durante décadas, Younis estuvo al lado de Gadafi, para quien creó un cuerpo de tropas especiales y sirvió como ministro del Interior. Esto lo hacía necesariamente cómplice y responsable de los brutales actos de represión del régimen, pero el 20 de febrero, sólo tres días después del inicio de la insurrección, Younis cambió de bando y su colaboración fue vital para liberar Bengasi.

Younis ganó una disputa contra otros dos dirigentes por asumir la dirección de las tropas rebeldes. Esto, o el odio que se ganó por su papel como ministro, pueden haber sido las causas de su muerte. El 28 de julio, fue detenido para ser interrogado y poco después apareció su cadáver y el de dos oficiales. Cuando Ahmed Abdeljalil, presidente del CNT, informó del hecho, quiso hacer pensar que los responsables eran gadafistas embozados, pero los seguidores del fallecido general rechazaron la versión y culparon a la Brigada de los Mártires del 17 de Febrero, una poderosa milicia que, como otras, actúa con un amplio margen de autonomía y apenas reconoce la autoridad del CNT.

La protesta de los simpatizantes de Younis, incluida la influyente tribu a la que pertenecía, la de los Obeidi, así como el descontento de las potencias extranjeras que apoyan al CNT, forzó a Abdeljalil a despedir a su primer ministro y reemplazar a los miembros del poder ejecutivo, en una operación que a la fecha no ha podido ser concluida. De igual forma, la investigación sobre el crimen que prometió el presidente no se ha llevado a cabo.

Esto confirmó las sospechas de que el poder real del CNT es limitado, que su capacidad operativa es nula, que hay anarquía entre las tropas rebeldes y que es posible que, ante el triunfo revolucionario, se produzca una lucha de facciones para hacerse con el poder.

“Con el asesinato de Younis y la posible toma de Trípoli, todos los planes se han esfumado”, dijo a The Times el diplomático consultado. “No hay una estructura del CNT, el comité ejecutivo ha desaparecido, nada ha tomado su lugar. Creo que el peor escenario posible es que Trípoli cayera ahora mismo, no habría nadie que se pusiera a cargo”.

Tras las huellas de Al Qaeda. Parte 3 de 3: Los motivos del guerrero

TRAS LAS HUELLAS DE AL QAEDA

PARTE TRES: LOS MOTIVOS DEL GUERRERO

 Al final de su búsqueda por el desierto del Sahara, nuestro colaborador va a la guerra para conversar con un yijadista.

(Éste es el texto completo. Aquí puedes encontrar el pdf de la versión publicada, con mis fotos.)

Ve a la parte 1 de 3

Ve a la parte 2 de 3

Texto y fotos de Témoris Grecko

Publicado en Esquire Latinoamérica – Agosto 2011

En el aeropuerto de Trípoli, la capital de Libia, tuve que cambiar vuelos de la aerolínea de ese país, Al Afriqiyah. Venía de Niamey, en Níger, y me dirigía a un lugar que después de 4 mil años de atraer visitantes, había abandonado súbitamente del mapa turístico mundial. “¿Vas a El Cairo? ¿En serio? ¿Qué no has escuchado de la plaza Tahrir?”, me decía el oficial que revisó mi pasaporte. “¡Tahrir, Tahrir!”, gritaba para llamar la atención de sus compañeros y burlarse de mí a carcajadas, “¡éste va para allá, donde tienen una revolución, la gente se está matando!”

No podía imaginarse que yo llevaba ya más de dos meses recorriendo el desierto del Sahara, tratando de resolver un enigma: ¿dónde estaba la base social de Al Qaeda, aquella muchedumbre salvaje que, como se daba por hecho en países occidentales, nutría de militantes y apoyo al enemigo que trata de imponernos un califato islámico global? Si existía, no era significativa en los países del sur de la región, donde lo que había encontrado era un enorme rechazo hacia ese grupo. Pero en el norte, según las señales, tal vez la podría hallar.

Siguiendo a la revolución de Túnez, de diciembre de 2010, la de Egipto había estallado el 25 de enero, para derrocar regímenes aliados de Occidente. Esto era algo que el líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, había pedido reiteradamente: anunció su beneplácito con una grabación en la que calificaba la serie de alzamientos árabes como una “rara y grande oportunidad histórica de levantarse con la comunidad islámica y liberarse de la servidumbre de los gobernantes, las leyes hechas por el hombre y la dominación occidental”.

En el bando contrario, grandes medios de comunicación alertaban de la perversa presencia de Al Qaeda en la insurrección egipcia. Lo veía en la pantalla de Douglas Cronym, un maestro de primaria estadounidense que residía en Niamey y sólo disponía de una fuente de información televisada en inglés: The Pentagon Channel es un canal del Departamento de Defensa de Estados Unidos que alterna su programación (que en lugar de anuncios comerciales pasa homenajes a veteranos de las últimas guerras, a los que describe como real american heros, “auténticos héroes americanos”) con horas completas de los principales canales de noticias de su país. Todos ellos coincidían en señalar el peligro de que Al Qaeda aprovechara los disturbios, sin fuentes ni datos duros que respaldaran sus afirmaciones.

Un presentador de Fox News, por ejemplo, mostró un gráfico con un gran cuadro naranja a la izquierda, que decía Hermanos Musulmanes (el principal partido islámico egipcio, de perfil electoral y no violento), y dos más pequeños, del mismo color, a las derecha: uno decía Hamás (el grupo islamista palestino que domina la franja de Gaza) y el otro, Al Qaeda. No adornaron el esquema con elementos que intentaran vincular, ni siquiera burdamente, las tres figuras: líneas, flechas, ganchos… nada. Pero el presentador dio por demostrada la asociación de Hermanos Musulmanes con Al Qaeda, a pesar del conocido historial de rechazo mutuo entre ambas organizaciones.

La coincidencia entre Bin Laden y Fox News, sin embargo, podría ser una pista. ¿Acaso lograría encontrar entre los árabes insurrectos el soporte popular de Al Qaeda y la explicación social de ese apoyo?

EN EGIPTO CON EL PERIODISTA

El único televisor de la sala de espera del aeropuerto mostraba imágenes de horribles enfrentamientos en Egipto. Los atónitos pasajeros veíamos carros blindados aplastar manifestantes, hombres disparando a sangre fría, personas caer heridas de bala, chicas chorreando sangre. Horas más tarde, llegué a un El Cairo reducido a una situación medieval, en la que los vecinos de cada cuadra controlaban los movimientos de los transeúntes como si se tratase de señoríos feudales, y donde la buena razón de los mayores y educados era sometida por los impulsos hormonales de adolescentes que gozaban de pequeños ámbitos de poder por primera ocasión en sus vidas. Los periodistas éramos perseguidos: por la policía secreta y los soldados que nos detenían, por los golpeadores y los esbirros del régimen que nos querían matar.

Sólo ese espacio que tanto asustaba al oficial libio, la pequeña “república” rebelde de la plaza Tahrir, era relativamente seguro. Libertario. Democrático. Autogestivo. Y siendo religioso (las cinco oraciones del día eran atendidas), resultaba secular e incluso ecuménico: un nuevo símbolo, formado por una media luna islámica y una cruz cristiana que se entrelazaban, se repetía en carteles, mantas y cualquier otro soporte en representación de la unidad entre los egipcios. Incluso las piedras que guardaban para defenderse de los ataques se utilizaban, en días tranquilos, para dibujar sobre el pavimento este grito de solidaridad interreligiosa, que haría llorar desconsolado a Bin Laden.

Personas de ambas fes realizaban ceremonias conjuntas en las que las manos alzaban pequeños ejemplares de El Corán, cruces coptas de madera, banderas egipcias y teléfonos celulares para grabar el fenómeno. Vi a un cura barbudo a quien atendía un joven médico: “¡Este chico es musulmán”, me dijo el viejo, “¡y mira qué bien me trata!”

¿Estaba Al Qaeda presente de alguna forma entre los revolucionarios de Tahrir? ¿Tiene simpatías o alguna popularidad en el movimiento? “La respuesta a esas preguntas es cero y cero”, dijo Jorge Fuentelsaz, corresponsal de la agencia española EFE en El Cairo y que ha vivido los últimos once años en Siria y Egipto.

Los manifestantes estaban en la calle, pero no exigían la imposición de un régimen islamista, en sus demandas simplemente no había un contenido religioso: querían opciones políticas, oportunidades económicas, acceso a la educación… en suma, leyes hechas por el hombre. Al contrario de lo que algunos temían, lo que pusieron en evidencia las insurrecciones en Túnez y Egipto fue la enorme dimensión del fracaso de Al Qaeda y el yijadismo global: aunque los dictadores contra quienes la gente se alzó eran todos enemigos de Bin Laden (unos aliados de Occidente, otros no), nadie exigía la sharía (ley islámica), sino las libertades que el fundamentalismo les quiere negar.

La única presencia islamista relevante era la de Hermanos Musulmanes, el partido que al principio manifestó sus dudas sobre la revolución, tardó en sumarse a ella y a final de cuentas tuvo un peso minoritario: el 12 de febrero, cuando los revolucionarios festejaban en Tahrir la caída del dictador Josni Mubárak, vi a un grupo de Hermanos celebrar en un sector de la plaza… deben haber reunido a unas 200 personas entre los cientos de miles que había ahí.

Fuentelsaz, quien realizó su tesis doctoral sobre esta organización y es autor del blog especializado hermanosmusulmanes.wordpress.org, me explicó que “los Hermanos y al Qaeda se llevan mal”, en particular Ayman al-Zawahiri (quien meses después, tras la muerte de Bin Laden, se convertiría en jefe de Al Qaeda): “Él rompió con ellos en su adolescencia y nunca les ha perdonado que participen en el juego político, algo que Zawahiri considera una legitimación del régimen y, por lo tanto, una traición a los principios islámicos. Por su parte, los Hermanos, aunque a Bin Laden tras su muerte le pusieron el apelativo de jeque, siempre han condenado los métodos violentos” (de manera general: Fuentelsaz precisó que esa postura cambia en el caso de “lo que denominan luchas de resistencia contra la ocupación”, es decir, contra los israelíes en Palestina).

“Aquí hay salafistas y esperarán la mejor oportunidad para manifestarse”, me alertó el periodista egipcio-alemán Amr Hayed. Los Hermanos Musulmanes son muy distintos de la gente de Bin Laden, pero como ocurre con Al Qaeda en el Magreb Islámico, con los yijadistas de la palabra con los que hablé en Níger y con los extremistas de Barcelona, el salafismo es una de las sectas más intolerantes y está presente en Egipto, aunque no se dejaron ver por Tahrir ni en los eventos de la revolución.

“(Los salafistas) consideran infieles a los que no piensan como ellos y, por lo tanto, creen que es legítimo derramar su sangre”, me explicó Fuentelsaz. Dentro de esa corriente, sin embargo, existen grupos con posturas divergentes, como los tafkiríes y los wahabíes: “Al Qaeda es uno de los grupos salafistas, los considerados radicales tafkiríes”, precisó el periodista español. “Aunque algunos de los salafistas egipcios se aproximan mucho a las ideas takfiríes, no son violentos. Además, hasta la caída de Mubárak, predicaban en contra de la implicación a la política actividad que consideraban haram (prohibido por el Islam). Para ellos, lo importante era respetar al gobernante. Eran ideas más salafistas wahabíes, es decir influidas por las prédicas de Arabia Saudí. Digamos que (tafkiríes y wahabíes) coinciden en ciertos principios morales ultrapuritanos y rigoristas –modos de vestir, prácticas religiosas, conductas morales…–, pero no en los métodos”.

En suma, los salafistas egipcios pueden compartir ideas sobre el deber ser con Al Qaeda, pero no simpatizan con la yijad mundial, la guerra santa para imponer por la vía de las armas el califato global.

CAMINO A LIBIA

Quienes sí habían peleado bajo el liderazgo de Osama bin Laden estaban en Libia, según reportes recientes. En esos días, el descontento se extendió a esa república dictatorial para convertirse en guerra civil: el 17 de febrero, había iniciado una revolución que al principio había querido ser pacífica, pero que se convirtió en armada cuando la represión del régimen se tornó sangrienta y el pueblo saqueó los arsenales militares.

La “capital” rebelde era Bengasi y, otra vez, los medios y líderes occidentales alertaron del peligro islamista, mediante la “revelación” de información ya conocida, la de que de esa ciudad, en la década pasada, habían salido decenas de combatientes islámicos que pelearon contra fuerzas occidentales. El centro político de la insurrección era la ciudad de Bengasi, capital de la provincia de Cirenaica, de la que salieron al menos 73 yijadistas a pelear en Irak como parte de las fuerzas de Al Qaeda (la quinta parte del total de extranjeros), según el instituto Combating Terrorism Center de la academia militar de West Point. “Si quiero arriesgar la cabeza” –me llegó la frase que se había convertido en sello de esta expedición—, “debo ir a Libia”.

Trevor Snapp, un fotógrafo estadounidense, y yo nos dirigimos en autobús a la frontera de Egipto, con la esperanza de poder colarnos por ahí a pesar de que el gobierno libio de Muamar Gadafi ni daba visas ni quería periodistas. Una noche en el camino, paramos en el pequeño pueblo beduino de Sidi Barrani, a la orilla del Mediterráneo. Era un rincón remoto de Egipto al que habían llegado muy pocos viajeros occidentales desde la segunda guerra mundial, cuando pasó el Afrika Korps del general nazi Erwin Rommel, el “Zorro del Desierto”, sólo para retornar perseguido por las tropas aliadas del británico Bernard Montgomery, en 1942.

Un joven egipcio muy atento nos invitó a beber té. Quiso saber a dónde íbamos. Se asustó: “¿A Libia? ¡A Libia! ¿Qué no han escuchado de lo que ocurre en Libia? ¡Ahí tienen una revolución, cientos de muertos!”

Pensé en el sarcástico oficial del aeropuerto de Trípoli, que se carcajeaba de los enfrentamientos en Egipto sin sospechar que pronto los tendría en su propio país. Y mucho más graves.

EN LA GUERRA CON EL EXYIJADISTA

¿A qué clase de gente encontraríamos del otro lado de la frontera? El régimen había perdido el control del puesto militar e ingresaríamos al país clandestinamente. Gadafi había advertido dos cosas: que los reporteros que hallaran sus fuerzas serían tratados como colaboradores de Bin Laden y que los revolucionarios eran todos yijadistas drogados, porque Al Qaeda les ponía a los jóvenes “pastillas alucinógenas en el Nescafé”. ¿Estábamos entrando en territorio de combatientes islamistas?

Lo parecían. Las primeras personas que se nos pusieron enfrente eran civiles con largas barbas, vestidos con chilaba (un camisón que baja hasta los tobillos) y chalecos de camuflaje, y que nos mostraban sus fusiles Kalashnikov. No nos secuestraron ni torturaron: preocupados por nuestra seguridad, nos ayudaron a conseguir transporte y enviaron a un guardia armado para que nos protegiera.

Al día siguiente, llegamos a Bengasi. Desde la azotea del edificio Seggressioni, una herencia de la época de la colonia italiana, cada viernes presenciábamos el imponente espectáculo de miles de hombres orando juntos en la plaza de la Mahkama de Bengasi. Guiados por el imán y con el Mediterráneo detrás, a veces soportando furiosas borrascas, otras bajo el sol de invierno, recordaban a los caídos y pedían ayuda divina para vencer al “satánico” Gadafi y sus “demonios”.

Aunque el libio es un pueblo muy religioso, de nuevo escasearon las señales de extremismo. Las demandas eran las mismas que en Egipto: democracia, libertades, empleos. Por el liderazgo no competían clérigos fanáticos, sino los abogados defensores de los derechos humanos que habían convocado a las primeras manifestaciones, y exfuncionarios del régimen que se habían pasado al bando rebelde. Estos últimos eran peligrosos oportunistas, me quedaba claro, pero no tenían relación alguna con Al Qaeda.

Tres semanas después, a mediados de marzo, física, emocional y mentalmente extenuado por meses de desierto, conflicto y guerra, estaba elaborando un plan para salir de Libia cuando uno de los portavoces de la dirigencia revolucionaria me confió que en uno de los “pelotones” rebeldes habían detectado a algunos luchadores que habían peleado para Al Qaeda en Irak. Estaba combatiendo 160 kilómetros al sur de Bengasi, en la puerta occidental de Ajdabiya, una ciudad estratégica a la que trataban de conquistar las fuerzas de Gadafi.

Yo ya no esperaba encontrar a las masas de simpatizantes de Bin Laden que, dados algunos reportes de televisión, nos imaginamos en Occidente. Probablemente las había en otra región del mundo, pero en el desierto del Sahara, le había dado la vuelta, la actitud predominante en la gente había sido de repudio a Al Qaeda. Además, no me quedaban ganas de regresar al frente de batalla, donde había pasado algunos sustos: la enorme indisciplina de las tropas rebeldes provocaba que la línea de combate fuera peligrosamente inestable y fluida. Una vez que un grupo de estos muchachos inexperimentados empezaba a huir, el terror se expandía en instantes y la resistencia desaparecía. El ejército de Gadafi avanzaba entonces con velocidad y ya había capturado a varios colegas reporteros que fueron sorprendidos.

Ésa era quizá mi oportunidad de obtener explicaciones, sin embargo, de conocer a yijadistas de las armas que en otro tiempo habían formado parte de la base social de Al Qaeda, y que podrían explicarme por qué estaban o habían estado dispuestos a morir por ella.

Mustafa Sanfaz, el militante revolucionario que me condujo en su auto a Ajdabiya y que serviría de traductor al inglés, me anticipó que Al Qaeda seguramente querría aprovechar la oportunidad de infiltrarse en el movimiento, “pero por ahora, dudo que alguien los pudiera respaldar. No conozco a nadie que simpatice con su ideología extremista, estamos a gusto con el Islam como lo practicamos. Lo único que hará que algunos apoyen a Al Qaeda será que los occidentales se sienten a ver cómo Gadafi nos aplasta”.

Encontramos al “pelotón” mientras hacía los rezos de mediodía, detrás de unas tiendas de campaña, junto a la carretera. Era tal vez el único momento en el que todos parecían serios y disciplinados. Cuando concluyeron, observé que los más jóvenes eran indistinguibles de los de otros grupos de luchadores, pero a diferencia de casi todos los adultos que había visto, varios de los mayores mostraban la seriedad de la experiencia de combate. Asumí que esos eran los antiguos miembros del Grupo Combatiente Islámico Libio (GCIL) que atentó contra Gadafi en 1996, que fue aplastado por la represión y cuyos militantes se exiliaron para luchar en otros países como parte de Al Qaeda.

No tuve que improvisar una forma de aproximarme: mientras yo los evaluaba, Mustafa había empezado a hablar y reír con ellos, extrayéndoles información. Él sabía que yo había sido bautizado Mohamed Tariq ya dos veces y escogió ese nombre para presentarme y ganar confianza. Pronto me habían rodeado: “Éste peleó en Ciudad Sáder (un barrio de Bagdad) hasta 2007”, señalaba mi compañero. “Y éste, colocaba explosivos improvisados en la carretera a (la ciudad iraquí de) Faluya”. En lugar de mostrarse reservados ante el periodista occidental, los rebeldes hacían bromas sobre lo que imaginaban que era México, “un lugar con mucha nieve”.

“Es que ya han dejado el fanatismo atrás”, explicó Mustafa, “dicen que los tiempos han cambiado y el sentido de la lucha, también. Antes odiaban a los cristianos porque estaban aliados con Gadafi mientras él mataba a nuestra gente, pero esta vez esperan que Occidente nos proteja”. “Respetamos al emir (Bin Laden)”, intervino Mahmoud, el de Ciudad Sáder, en buen italiano, “pero sus lugartenientes han convertido a Al Qaeda en una máquina de matar musulmanes. Al Qaeda perdió la posibilidad de convencer a los fieles, y el Islam, un poco de su prestigio y fuerza moral. Ahora lo importante es ganar la libertad”.

La lengua italiana carece del sonido J y era curioso que mi interlocutor, que me invitó a sentarme a tomar el té que preparaba con fuego de soplete sobre la carretera, lo introdujera con sonoridad a mitad de las palabras. Sólo eso resultaba cómico en ese hombre de 40 años, que no era especialmente afable. Pero inspiraba confianza. En su cráneo sin pelo destacaban las cejas tupidas y los ojos, con negras pestañas de camello y mirada directa que hacía sentir que hablaba con verdad.

TRAS LA DUNA, BAJO EL AVIÓN

Eran días de temor porque Gadafi por fin había logrado consolidar sus tropas, los rebeldes retrocedían con rapidez y Ajdabiya estaba en peligro: “Al shabab (los jóvenes) van al combate sin entender nada”, lamentó Mahmoud. Entonces sonó el potente rumor de un bombardero y, como todos los demás, combatientes y mirones, salimos en estampida. Las ametralladoras antiaéreas retumbaban estúpidamente, arrojando metal hacia cualquier rincón del cielo porque los operadores no veían su objetivo. Como no tenía otra idea mejor, seguí a Mahmoud. Saltamos tras una duna y nos dejamos caer sobre la arena. Mi boca se llenó de gránulos. Si la onda de la explosión venía del lado contrario, explicó, tendríamos algún nivel de protección, aunque fuera mínimo. Si no, de todos modos sería casi imposible sobrevivir. El misil cayó a un kilómetro de distancia.

¿O había caído antes de que yo lo percibiera? Cómo saberlo. La confusión era tal que podríamos habernos convertido en polvo sin darnos cuenta. ¿Qué fue primero, el avión o la bomba?

— Si escuchas el avión, ya te salvaste, Mohamed. Las bombas llegan primero, –me instruyó Mahmoud.

— ¿Es así?, –repliqué. –Entonces, ¿por qué corrimos?

— Eso es lo que se dice. ¡Allá tú si quieres quedarte a descubrir que es falso!

Por un momento supuse que tendría un dejà vu, la sensación de que revivía aquel momento, casi cuatro meses y cinco países atrás, en que había empezado mi búsqueda del otro lado del Sahara, también en un paisaje desértico-apocalíptico, atento a la aeronave que cruzaba las alturas. Pero era muy distinto: ahora los del avión querían matarnos, me encontraba en medio de la guerra y los que se levantaban frente a mí no eran oxidados cadáveres de coche, sino los hombres que iban a morir.

Profundamente desorganizados, carentes de estructura de mando, sin táctica ni estrategia, ni algo que se pareciera a un plan, los rebeldes libios confiaban en dios, en la justicia de su causa y en la fuerza de su empuje suicida. El humo de la explosión se alzó decenas de metros, sofocando el viento con cenizas y arena que pronto empezaron a descender sobre nosotros.

No habían herido a nadie, sin embargo. Decenas corrimos hacia el cráter recién creado. Los adolescentes y los adultos, disfrazados de militar o de revolucionario (preferidos eran el estilo Arafat –pañuelo negro y blanco al cuello o sobre la cabeza—, y el estilo Che, de boina calada y barba) con cualquier prenda que hubieran hallado, levantaban metálicos restos del misil, disparaban sus Kalashnikov al aire y celebraban con gritos de “Alá akbar” el evidente milagro de la protección divina.

Mahmoud era muy devoto, pero su experiencia bélica lo forzaba a descreer. No había sido dios, sino algún plan diabólico de Gadafi. “Está jugando con nosotros, juega, juega”, musitaba como única manera de explicarse el mal tino del artillero del avión. “Ya viene Gadafi a destruirnos. Acabará con todo. Con nuestra gente, nos matará a todos. Él tiene la fuerza. Él tiene el poder. Ahí están sus aviones”.

Década y media atrás, este guerrero y sus compañeros del GCIL habían sido aplastados por Gadafi. Años después, con al Qaeda en Irak, fueron incapaces de expulsar al ejército estadounidense y sus aliados. “Nos rebelamos contra la injusticia”, explicó. “Éramos muy jóvenes y a nuestros ojos, los predicadores del emir (Bin Laden) le dieron sentido a nuestra furia, un sentido divino. Que fue rompiéndose en pedazos con cada bomba musulmana que mataba musulmanes. Nosotros enfrentamos a invasores armados, hombres de guerra. Nunca osamos atacar a nuestros hermanos”. Los hombres de Bin Laden, sí. Pero Mahmoud no veía culpabilidad en él: la atribuía a jefes secundarios que no entendían el mensaje del líder. “Los hombres pervierten lo que tocan”, continuó, “pervirtieron a Al Qaeda y dañaron el Islam”.

Ahora, el exyijadista se encontraba en una situación que jamás imaginó: exigir la ayuda de sus antiguos enemigos. Yo lo veía como una vuelta más de la rueda de la fortuna, del juego absurdo de la política global de la violencia: si Estados Unidos se había aliado a Bin Laden y terroristas como él en los 80, para combatir a la Unión Soviética en Afganistán, y después había encontrado en ellos a sus peores adversarios, no resultaba sorprendente lo que le ocurría a Mahmoud. Él no conocía esos antecedentes, sin embargo. Sólo se sentía en un mundo enloquecido en el que había que tener el pragmatismo para resolver las urgencias inmediatas, y el ejército del dictador venía con todo.

“Los occidentales se hicieron ricos vendiéndole armas (a Gadafi) a cambio de nuestro petróleo”, afirmó. Algunos en Europa clamaban que, si las potencias occidentales intervenían, estarían demostrando que sólo les interesaban los recursos energéticos libios. Mahmoud sentía que era exactamente al contrario: “Han tenido todo el combustible que han deseado gracias a Gadafi. Si ahora no vienen a detenerlo, si no entran a salvar al pueblo del genocidio, quedará claro que lo único que les importa es el petróleo. Y entenderé que tenían razón quienes me condenaron por abandonar la Yijad (guerra santa)”.

EN LA FRONTERA CON MI SOMBRA

Días más tarde, el 19 de marzo, después de que el ejército había tomado Ajdabiya y hecho polvo la posición donde yo había bebido té con Mahmoud, aviones franceses barrieron tanques y blindados que avanzaban en columnas de kilómetros de largo, y con los que el gadafismo había llegado a las afueras de Bengasi, dispuesto a arrasarla. Se evitó lo que amenazaba con convertirse en la masacre de una ciudad de un millón de habitantes, una Srebrenica (la ciudad bosnia destruida por los serbios) multiplicada.

Cientos de miles de libios musulmanes salieron a las calles a ondear las banderas azul, blanco y rojo de Francia y Estados Unidos, los mismos países que odian en Gao y otras partes del otro lado del Sahara. También mostraron las enseñas de Gran Bretaña, España y Catar, que también apoyaban la intervención extranjera, y las de los igualmente revolucionarios Egipto y Túnez: las oraciones de los viernes se convirtieron en auténticos actos internacionalistas.

Y si hay alguien que tenga simpatías por Al Qaeda, hoy deben ser más débiles que ayer. No sé si Mahmoud y sus amigos exyijadistas, que imaginaban un México polar, sobrevivieron a la sangrienta toma de Ajdabiya. De estar vivos, supongo que ahora celebrarían la colaboración entre musulmanes y cristianos por la que rezaban y que salvó a su gente del exterminio. Y me pregunto qué sentirían, en cambio, si conocieran el penar de los tuaregs y otros pueblos, estrangulados por la cuádruple pinza que forman las potencias cristianas y los gobiernos musulmanes de la región, los católicos narcotraficantes latinoamericanos y los salafistas de AQMI: otro acto de (involuntaria) cooperación inter-religiosa, esta vez con signo fatal.

Tal vez concluirían que la maldad no es exclusiva de una fe u otra. En la tierra de nadie donde mi búsqueda empezó, marroquíes y mauritanos se enseñan los dientes y las bayonetas, después de haber colaborado para aplastar a los sajaráuis, los indígenas del Sahara Occidental que todavía luchan por su independencia. Y todos ellos son musulmanes. Pero quienes les compran los recursos naturales y les venden las armas son poderosas naciones cristianas. Las mismas cuyos más influyentes medios de comunicación presentan a la pobre gente del desierto como terroristas en potencia y candidatos al caos sin remedio.

Un caos que en buena medida está siendo provocado por los juegos megalomaníacos de Francia, Estados Unidos y sus aliados regionales, a quienes les conviene exagerar la popularidad de Al Qaeda para justificar sus actos (hasta Gadafi utiliza el fantasma de Al Qaeda para desprestigiar a los rebeldes). Las mismas acciones que pueden convencer a algunos de abrazar el terrorismo: es un círculo vicioso artificial.

“Con mis piernas es suficiente”, le dije al conductor de un taxi mientras atravesaba los dos kilómetros que hay que caminar del puesto libio al final del egipcio. Estaban asfaltados, no tenían dunas ni minas explosivas, al contrario de aquella inhóspita frontera que había cruzado al principio de la travesía. Cientos de refugiados africanos estaban empantanados entre ambos países, sin poder avanzar ni querer regresar a la guerra.

Yo sí podía salir de ahí. Y no tenía más motivos para quedarme. Las jorobas de mi sombra se encogían hacia mis botas, como si el calor derritiese las mochilas que reposaban sobre espalda y pecho. Sentía en el cabello el peso de arenas de varios extremos del mayor desierto del mundo. Y en mi interior, burbujeaba la indignación del que ha visto la mentira, y a los mentirosos seguir mintiendo: en los países de Occidente, la verdad oficial transmitida por televisión seguirá siendo que los pueblos del Sahara –los que sufren más que nadie la presencia de los terroristas— esconden y fortalecen a Al Qaeda.

Pero la brisa salada del Mediterráneo, el cercano mar cuyo aroma me acariciaba aunque no alcanzara a ver sus volátiles espumas, me refrescó con otras imágenes que se abrieron paso con suavidad en mi mente: las historias de Shindouk, el tuareg, plenas de sentido común; el ecumenismo de Oumar, en el puerto de Diré, y del viejo cura copto con su médico musulmán, en Tahrir; el candor de “El Charro Francés” que puso a los nómadas a bailar Guantanamera; la convicente mirada de Mahmoud, el exyijadista, que fue capaz de reconocer sus errores y reconducir su lucha; y las nobles atenciones de Sidiki, el maliense animista que cuidó mi malaria en Mopti.

Son grandes derrotas de la mentira –pensé mientras me subía al coche de unos beduinos, que cortésmente ofrecieron acercarme a El Salum, el primer pueblo en Egipto—. Evidencias de que la verdad no ha renunciado a vivir entre nosotros.

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Revolución en Libia: David vs Goliat

Por Témoris Grecko / Bengasi (publicado en Esquire de abril de 2011) Jaled Jibril supo que estaban perdidos cuando la camioneta pick-up finalmente se atascó: la arena de las dunas era precisamente la que más le gustaba, suave y fresca, … Continue reading

¡Zaura! Adentro de la revolución libia

Por Témoris Grecko / Bengasi

Publicado en ESQUIRE (abril 2011)

Jaled Jibril supo que estaban perdidos cuando la camioneta pick-up finalmente se atascó: la arena de las dunas era precisamente la que más le gustaba, suave y fresca, pero en ese momento resultaba una maldición porque cedía bajo las ruedas e impedía el escape. Él estaba detrás, en la caja del vehículo, y pensó en saltar al suelo, pero no lo haría sin Amr, su amigo de muchos años que yacía herido de bala encima de los cadáveres de otros revolucionarios.

El conductor y tres compañeros más, todos conocidos desde tiempos escolares, habían conseguido bajar y le gritaban que los siguiera. Jaled se inclinó sobre Amr para tratar de cargarlo. En ese momento, un proyectil impactó en el frente y todo salió volando. El joven de la ciudad de Bengasi cayó sobre una duna. Alcanzó a ver la última vez que Amr se estremeció buscando aire, perdiéndolo. Sintió los finos granos que lastimaban sus ojos. Sofocado, trató de respirar pero sólo trago arena. Escuchó su nombre en gritos. Percibió las figuras de quienes corrían hacia él para ayudarlo. Y el estruendo de la bomba que los mató con la potencia de la explosión y con los filosos discos que arrojó, metralla que corta y cercena a quien haya podido sobrevivir.

Él quiso morir también. Sufría por el dolor, el cansancio, la ausencia. Se dejaría llevar. Pero un rato más tarde, un acceso de odio lo reanimó: un hombre negro se acercaba con el fusil al ristre. Un africano. Uno de los murtazaka, los mercenarios que Muamar Gadafi había traído de otros países para hacer el trabajo que un libio bien nacido no realizaría, matar compatriotas. Ellos recorrían las calles de las ciudades y los caminos del desierto disparando contra cualquier persona que tuviera la mala suerte de cruzarse en su camino, hombres, mujeres, niños, ancianos. Simios de Satanás, pensó, que mataban por sueldos de mil dólares al día.

La ventaja estaba de parte de Jaled: con el Kalashnikov en la mano, tirado y lleno de sangre, parecía muerto y pensaba que podría sorprender al enemigo cuando se aproximara. Hizo el movimiento tan rápido como pudo, apuntó y apretó el gatillo. Pero el arma se atascó. Él no tenía idea de por qué, su entrenamiento había durado media hora antes de que él y sus amigos se fueran a la batalla. ¿Sería la arena? ¡Qué más daba! El murtazaki encendió los ojos asesinos y dirigió la mira hacia su rostro. Inmovilizado de terror, Jaled llamó a dios y deseó que fuera cierto todo, que hubiera vida después de la muerte, un paraíso para los shujadá de la Zaura, los mártires de la Revolución, como él. “Que así sea”, musitó. Y cerró los ojos.

EL FIN DE LA PARANOIA

Días antes, en Bengasi, el sol lograba hacerse ver mientras las grises nubes y el mal tiempo se apartaban por una horas. Aziz trataba de aprenderse un verso en castellano que me había escuchado cantar. Era una vieja composición de Charly García, de los tiempos de la guerra de las islas Malvinas:

– No bombardeen Buenos Aires –musitaba el combatiente, copiando los sonidos del castellano. -¿Qué significa lo siguiente?

– No nos podemos defender.

– ¿Por qué?

– Porque tenían miedo de que atacaran los ingleses y se sentían inermes.

– ¿La podemos cambiar?

Diez minutos después, el joven aspirante a abogado caminaba conmigo por los jardines de la orilla del lago, repitiendo con mejor tonada que pronunciación la nueva letra libia de la pieza:

“No bombardeen Bengasi, la vamos a defender… no bombardeen Bengasi, la vamos a defender… no bombardeen Bengasi, la vamos a defender”.

Es una ciudad guapa. Tiene un largo paseo costero que recibe los vientos del Mediterráneo, y otro más tranquilo y verde alrededor de la laguna abierta al mar. Es la segunda urbe más grande del país, después de la capital, Trípoli, y en partes conserva la mezcla árabe, otomana e italiana de las herencias de los diversos colonizadores.

Es, además, el corazón de la zona oriental, llamada Cirenaica, tradicionalmente rebelde y poseedora de tres cuartas partes de las inmensas reservas nacionales de hidrocarburos.

De las que recibe muy poco. Una de las grandes quejas aquí es que, desde que tomó el poder con un golpe de Estado hace 42 años, Gadafi siempre ha desconfiado de los cirenaicos, el petróleo está bajo sus pies pero él los ha mantenido marginados de las inversiones públicas y aplastados bajo las pesadas botas de la policía secreta y las unidades militares personales.

El cuartel de la Katiba (guardia revolucionaria del dictador), que los bengasíes tomaron en la batalla épica del inicio de la revolución (un asedio del 17 al 21 de febrero en el que se enfrentaron con piedras y bombas Molotov contra ametralladoras pesadas y tanques), era el temido lugar del que nunca salían aquellos a quienes llevaban ahí. Los voluntarios han encontrado calabozos subterráneos donde encerraban a la gente. Siguen buscando porque sospechan que hay más.

Es por eso que el Oriente completo se levantó contra el régimen. Ese jueves 17, los ciudadanos de todas sus ciudades salieron a manifestarse y, cuando fueron reprimidos violentamente y los muertos empezaron a caer, atacaron a los atacantes. Tobruk y Baida se liberaron en esa misma jornada, y las demás (Derna, Shahat, Ajdabiya, Brega, Ras Lanuf) siguieron hasta que el ataque rebelde forzó a la Katiba a evacuar Bengasi. Así empezó la Thawra (Revolución).

Cuando llegué el jueves 24, 36 horas después de que el primer periodista pudo pasar la frontera (el régimen de Gadafi siempre tuvo el país cerrado para la prensa y cuando supo que estábamos ahí, declaró que seríamos tratados como “terroristas de Al Qaeda”), Tobruk estaba de fiesta celebrando su primera semana en libertad. “Puedo leer lo que quiera, puedo decir lo que pienso, puedo gritar, bailar y hacer tonterías, ¡nadie me va a detener y torturar por eso”, decía un chico de 17 años.

Su padre, Amid Abdel, un profesor de ecología ambiental en la Universidad Omar al Mujtar, estaba feliz de que sus hijos pudieran tener la oportunidad de crecer sin opresión: “Nosotros la perdimos cuando yo tenía tres años”, contó. “Ha sido un largo infierno de terror… ¿sabes lo que es vivir con miedo? Miedo a que te escuchen, te vean, sospechen de ti. Tu vecino podía sospechar de ti, tu amigo, tu hermano. Y podían sospechar que tú sospechabas de ellos. Entonces tenían que evitar que los denunciaras, anticiparse, denunciarte primero. Y venían los agentes por ti. Nadie te volvería a ver. Los libios somos un pueblo pequeño, ingenuo, bueno. Somos muy amables. Pero esta situación de paranoia permanente nos convirtió en enemigos de nosotros mismos. Ahora, ya lo ves. Hemos regresado a nuestro auténtico ser”.

Habíamos visto destrozos. Alrededor de la plaza principal, dos edificios tenían muestras de incendio y saqueo. “Eran de la policía”, explicó Abdel, quien nos hizo notar que eran los únicos dañados: “Miren la biblioteca, el banco, el hotel… todo fue protegido”.

La gente era extremadamente amable con nosotros. “¡Gracias por venir, gracias, para que le cuenten al mundo lo que nos ha hecho Gadafi, inshallah (dios lo quiera)!”, repetían.

ESTAMPIDA HACIA EGIPTO

La Zaura parecía lista para un triunfo rápido. Unidades del ejército y de la fuerza área desertaban. Los pilotos de dos aviones prefirieron volar a la isla de Malta y aterrizar allá, en lugar de cumplir las órdenes de bombardear a su propia gente. Otro saltó en paracaídas y dejó que su nave se estrellara. De Tripolitania, la región occidental, llegaban buenas noticias: Misrata, Sabrata, Zauiya y otras ciudades se unían a la revolución. La gente de la capital, Trípoli, se manifestaba y parecía haber puesto en jaque a Gadafi, quien, se creía, pronto no tendría más opción que quedarse encerrado en Sirte, su lugar de nacimiento y ciudad estratégica porque está justo en el centro de este país unidimensional (como casi todo está ocupado por el inhóspito desierto del Sájara, la población se concentra en la banda costera).

El lunes 28, sin embargo, un contrataque desde Sirte le permitió conquistar Brega y Ras Lanuf, dos puertos petroleros de gran valor porque casi toda la producción de hidrocarburos se embarca ahí para exportación. Y el miércoles 2 de marzo se supo que su aviación bombardeaba Ajdabiya, una ciudad a sólo 160 kilómetros de Bengasi. El viernes 4, los rebeldes recuperaron lo perdido…

Así se estancó la campaña en el Oriente, entre Sirte y Ajdabiya, con el ir y venir de ambos bandos. El jueves 10 de marzo, al cumplirse tres semanas del alzamiento, el hijo de Gadafi, Seif al Islam, anunció que habían logrado consolidar sus fuerzas y empezaba la “ofensiva final” contra los rebeldes. Miles de usuarios de telefonía celular recibieron mensajes SMS que decían: “Ciudadanos descontentos de Cirenaica, ¡alégrense porque vamos para allá!”

En tanto que Zauiya, una de las ciudades rebeldes del Occidente, había caído después de una semana de combatir el asedio, Gadafi sacó en el Oriente los juguetes mortales que le vendieron las grandes potencias para masacrar a rebeldes y civiles: los aviones bombardeaban, la artillería pesada lanzaba cohetes desde 20 kilómetros de distancia, los barcos de guerra y los submarinos barrían la costa con fuego, los helicópteros perseguían gente, y cuando la táctica de tierra quemada parecía haber acabado con toda resistencia, avanzaban los tanques y las camionetas con mercenarios.

Así cayeron Bin Jawad, Ras Lanuf, la pequeña Sidra, Brega… y las primeras bombas anunciaron el inminente asedio de Ajdabiya. En Bengasi cundía el nerviosismo. Los esbirros que Gadafi mantenía allí, y que se habían guardado de dejarse ver, empezaron a actuar contra la prensa extranjera: arrojaron dos granadas contra la puerta de un hotel, hubo algunos asaltos contra periodistas, y el 12 de marzo, un equipo de la cadena televisiva Al Jazeera fue emboscado en una carretera, a 25 kilómetros de la ciudad, y en el tiroteo el camarógrafo y documentalista de Qatar Ali Hassan Al Jaber murió de tres disparos.

En las semanas anteriores, los reporteros de otros países habíamos llegado a ser multitud: la credencial que recibí el 25 de febrero, y que me permitía moverme sin problemas entre los revolucionarios, tenía el número 5; el 9 de marzo entregaron la 823. Pero muchos de los recién llegados se pusieron nerviosos y contagiaron a otros. Mostraban los mapas para explicar que, si las fuerzas de Gadafi tomaban Ajdabiya, no sólo quedarían a hora y media de Bengasi, sino que podrían avanzar de inmediato por una carretera desierta hasta la frontera y cortar nuestra ruta de escape. La salida de reporteros comenzó el día 11, pero a muchos de los que dudaban los convenció el asesinato de Al Jaber y el domingo 13 hubo estampida hacia Tobruk y hacia Egipto. Los periodistas nos volvimos una especie difícil de hallar.

VENCER O MORIR

A Jaled le daban risa las acusaciones de Gadafi, quien aseguraba en cada discurso que la revolución había sido planeada por Al Qaeda, que los rebeldes querían dividir Libia en pequeños emiratos islámicos y que Bin Laden que “está manipulando al pueblo”, sobre todo a los jóvenes: “Tienen 17 años. Les dan píldoras por la noche, ponen pastillas alucinógenas en sus bebidas, en su leche, en su café, en su Nescafe”.

“El mayor problema es que lidiamos con un loco loco loco”, lamentaba Jaled. “Se cree las cosas que inventa. Y no es como (el expresidente de Túnez, Zine el Abidine) Ben Ali, ni como (el expresidente de Egipto, Josni) Mubárak, que entendieron cuando su posición era insostenible y dejaron el poder. Si Gadafi piensa que va a caer el abismo, se va a llevar el país con él”.

Sin embargo, eventualmente, el balance de fuerzas pareció favorecer a Gadafi: no caería al abismo, pero arrojaría a él a las ciudades rebeldes y a toda Cirenaica. Jaled sentía la necesidad de rezar. Como tantos de sus compatriotas. Las demandas de los libios son libertad, democracia, gasto social, infraestructuras, oportunidades de educación y empleo… No les interesa nada relacionado con la imposición de la ley islámica. Pero siguen siendo un pueblo pequeño, que hasta ahora se encontraba aislado en el desierto del norte de África, tradicionalista, religioso.

Era en las oraciones de viernes a mediodía, el momento más importante de la semana musulmana, cuando yo sentía que podía percibir mejor su estado de ánimo. El día en que llegué a Bengasi desde Tobruk, el 25 de febrero, presencié la primera ceremonia tras la liberación: fue masiva, profunda, como correspondía a algo que nunca había ocurrido en la historia: no durante la colonia italiana, ni bajo el rey Idriss, mucho menos con Gadafi.

Y su carácter distintivo fue el optimismo. No se preguntaban si derrocarían a Gadafi, sino cuándo: en unos días, tal vez, o un poco más. Las del viernes 4 de marzo fueron las del “día de la ira”, en el que los inspirados rebeldes detuvieron la ofensiva gadafista, reconquistaron Brega y Ras Lanuf, y llegaron hasta Bin Jawad: poco más adelante estaba Sirte, y una vez tomada, quedaría abierto el camino hacia la capital. De nuevo abundaron las apuestas alegres: tres días, o una semana, victoria.

Faltaba todavía que Gadafi pudiera reunir sus aparatos bélicos y usarlos. Cuando lo consiguió, los muertos empezaron a acumularse. Se perdieron las ganancias y Ajdabiya quedó en peligro. Las del viernes 11, fueron las oraciones de la consternación, de la preocupación y del miedo.

“Hemos humillado a un hombre infinitamente soberbio, a sus hijos y su estirpe”, comentó Ajmed al Saljam, un activista revolucionario. “siempre han odiado a la Cirenaica y no nos van a perdonar. Todos aquí sabemos que no podemos darnos el lujo de perder la guerra: si Gadafi reconquista el Oriente, no va a dejar a uno solo de nosotros vivo. Destruirá nuestras casas, violará a nuestras mujeres, nos torturará hasta la muerte”.

En los temores de los bengasíes no sólo está Gadafi. En 1984, se anunció el juicio público contra Al-Sadek Hamed Al-Shuwehdy, un ingeniero que había montado una campaña pacífica para oponerse al régimen de Gadafi, y llenaron el estadio de baloncesto donde tendría lugar con estudiantes de primaria, secundaria y educación superior. Pero no hubo abogados ni juez, sino un verdugo que le puso la soga al cuello al sollozante Al-Shuwehdy. Cuando el hombre colgaba y se retorcía colgando, la muchacha Huda ben Amer corrió a abrazarse de sus piernas, hasta que dejó de moverse. Impresionado, Gadafi impulsó su carrera hasta convertirla en alcaldesa de Bengasi y en una de las personas más ricas del país. Su dicho favorito es: “No necesitamos hablar, necesitamos más ahorcamientos”.

“Cuando los manifestantes fueron a su casa a buscarla, el 19 de febrero, Ben Amer había escapado”, cuenta Al Saljam. “Quemaron la mansión. Y después la vimos en la televisión, al lado de Gadafi, cuando daba uno de sus discursos. ¿Qué crees que hará si regresa a Bengasi?”

La multitud en la plaza de la Mahkama era la mayor que había visto en Libia. Los rezos, los más intensos: los bengasíes –Jaled entre ellos– respondían con poderosos coros a las peticiones del imán. “Bendice a nuestros hermanos de Zauiya”, “protege a nuestros hermanos de Misrata”, “dales fuerza a nuestros combatientes en Ras Lanuf”, “no permitas que caiga el terror sobre Bengasi”. “¡Ya Allah!”, que dios lo permita, decían las decenas de miles de gargantas. “¡Ya Allah!” “¡Ya Allah!” “¡Ya Allah!” “¡Ya Allah!”

Desde una azotea a 12 metros de altura, yo miraba el fenómeno al lado de Nasr, un ingeniero en telecomunicaciones que montó una conexión satelital de internet para periodistas. “Esto es todo”, me dijo. “Mira: detrás de la gente, sólo está el mar. Frente a ella, sólo está el dictador. No tenemos a dónde ir. Es la Zaura. O ganamos o morimos”.

REBELDES EN CAOS

Cientos de personas empezaron a correr en total desorden cuando se escuchó que el avión se acercaba al checkpoint rebelde en Ras Lanuf. Se movían en un caos perfecto: hacia cualquier lado de la carretera, escabulléndose detrás de las dos pequeñas construcciones, tirándose pecho tierra entre las matas.

Una duna de arena se hizo polvo con la explosión, a 400 metros de donde estabamos. Se levantó una nube de humo de unos cien metros de altura. No había gente donde cayó el artefacto, por fortuna, ni hubo heridos. El choque masivo de adrenalina hizo que la multitud regresara al punto de control entre gritos de “¡Allah akbar!” (dios es el más grande), risas y aullidos, como si le hubiera propinado una gran derrota al dictador.

Nuestro chofer, Ibrajim el Jodeiri, un ex soldado que sirvió durante 22 años, oscilaba entre una sonrisa de tranquilidad profesional y hondos suspiros de alivio. “Mi mujer está asustadísima, voy a llamar para tranquilizarla”, anunció. “Amor, ¡hubo un ataque aéreo!”, dijo al teléfono, “no te preocupes, cariño, la bomba estalló apenas a diez metros de mí, ¡pero estoy muy bien!”

Era el lunes 7 de marzo. A las cuatro de la mañana de ese mismo día, los empleados del único hotel de Ras Lanuf, bajo control rebelde, despertaron a varios enviados de medios extranjeros que habían pernoctado allí. “Las fuerzas de Gadafi vienen hacia acá, ¡tenemos que marcharnos!”, urgieron. Al salir, los comunicadores se sorprendieron: si en la noche anterior habían cientos de combatientes en la ciudad, ahora apenas se veían unos cuantos. ¿A dónde se fueron, cuándo?

Fue una falsa alarma. Pero Ben Jawad, a 40 kilómetros en dirección a Sirte, había sido capturada por tropas del gobierno, que no habían encontrado resistencia porque los rebeldes la habían abandonado.

En Ras Lanuf, a donde había llegado con periodistas de España e Italia, no podíamos distinguir indicios de que los revolucionarios pudieran articular algo parecido a una ofensiva ordenada y con posibilidades de tener éxito. Como en otras parte de la Libia liberada, la aglomeración de voluntarios no semejaba para nada a un ejército y en cambio, recordaba el casting de un pésima comedia de verano: eso me hizo entender por qué son tan bestiales los entrenamientos de los militares de verdad, destinados en primer lugar a imponer la disciplina.

Era el punto de vanguardia y un inmenso desorden. Los combatientes serios eran una minoría difícil de encontrar. Había algunos soldados y ex soldados. Casi todos los demás eran hombres de todas las edades, sobre todo jóvenes que se tomaban dos o tres días para irse con los amigos a pelear. Alguien traía un vehículo y unas armas de las que habían extraído de arsenales saqueados, juntaban mantas y provisiones, y se iban todos al frente. No había mandos, estructura, ni alguna clase de orden. Cada cual hacía lo que le parecía en el momento.

Parecía un pequeño parque de atracciones en donde los juegos eran mortales. Los más populares eran las baterías antiaéreas: en varias de ellas los rebeldes hacían cola para poder montarse y disparar a la nada, rompiendo tímpanos e incrementando la confusión que ya causaba que decenas de improvisados jugaran con rifles de alto poder.

Disfrazados con cualquier prenda que de alguna forma pareciera militar o guerrillera (el look Che Guevara y el look Yasir Arafat eran favoritos), los hombres derramaban testosterona disparando al aire con fusiles Kalashnikov y M-16 que no sabían manejar. Ya que habían visto en las películas que Rambo los sostenía con una sola mano, intentaban hacer lo mismo pero a veces perdían el control y la mira del arma descendía peligrosamente, con riesgo de herir a los demás. Vi que un un joven reaccionaba airado cuando alguien trató de quitarle el juguete: en el forcejeo los tiros salieron hacia todos lados. De milagro no mató a alguien. Y se quedó con el fusil.

En esos días previos a la gran ofensiva de Gadafi, los combates y las bombas dejaban relativamente pocos muertos y nosotros apostábamos que había más heridos por imprudencias y accidentes que por la acción del enemigo. En el policlínico de Brega, a 120 kilómetros de Ras Lanuf, el médico anestesista Abdelraheen Nagem, uno de los numerosos voluntarios egipcios que estaban llegando a apoyar la revolución libia, confirmó nuestra impresión.

Entre los musulmanes se celebra anualmente la importante festividad de Eid el Kebir, en la que los niños reciben ropa de regalo. Ibrajim al Jodeiri, nuestro chofer y exsoldado, criticaba la actitud de los voluntarios: “Parecen niños del Eid con vestido nuevo”.

Al Jodeiri y Ajmed Fatji, un militar que se pasó individualmente al bando rebelde y al que encontramos apostado en Brega, coincidían en la preocupación de que las fuerzas rebeldes se revelarían como un desastre si el ejército de Gadafi golpeaba con toda la fuerza de la que era capaz. “Nos quieren sorprender”, especuló Fathi, “y cuando vengan por nosotros, nos van a arrasar”.

TOMATE DINAMITA

“Tienes que entender que ninguno de nosotros pensó nunca que esto pasaría”, me dijo Imán Bughaidis, una académica universitaria bengasí que forma parte del primer grupo que convocó a la revolución. “Nosotros vimos que los tunecinos y los egipcios lograban derrocar a sus tiranos con movimientos populares masivos y pacíficos, y pensamos que podríamos hacer lo mismo. Gadafi respondió lanzando a sus fuerzas a reprimir sin medir la violencia, mataron a muchos. La gente respondió tomando las armas contra ellos”.

Así fue que este pequeño conjunto de personalidades de relevancia local, abogados, médicos, profesores y defensores de derechos humanos, de pronto se halló en “un conflicto sangriento, forzado a organizar la administración de la zona liberada, entrar de lleno en las complejidades de las relaciones internacionales, conectarnos con las ciudades rebeldes del Occidente… Imagínate, ¡lidiar con ustedes!” Esa parte era especialmente delicada porque los libios nunca habían visto un periodista y de pronto tenían a cientos de nosotros.

Lo más duro, seguía Bughaidis, era que ahora tenían que “organizar una campaña militar contra un hombre que ha tenido 42 años para invertir las ganancias de nuestras exportaciones petroleras en comprar armas y reunir mercenarios”.

En su contra, los rebeldes contaban con miles de voluntarios con tanto entusiasmo como falta de experiencia, y varias unidades del ejército, la aviación y las fuerzas especiales que se habían pasado del lado de la Zaura. ¿Podrían estos profesionales crear un ejército a toda prisa”.

Mis primeras impresiones fueron poco peor que terribles. El 27 de febrero, los militares ofrecieron tres conferencias de prensa distintas, marcadas cada una por la falta de orden, información, autoridad y ganas de actuar. ¿Con cuántos efectivos contaban? Todavía estaban investigando. ¿Emprenderían la marcha hacia Trípoli” La revolución había sido hecha por al shabab, la juventud, y no le arrebatarían la iniciativa, “nos quedaremos para proteger el Oriente”.

A Abdallah al Hassi, coronel de la fuerza aérea, le robaban el protagonismo sus propios subordinados, incluso compañeros que ya habían pasado al retiro. Como todos se robaban la palabra, un viejo expiloto, Omar el Mansuri, sintió que era necesario intervenir: “¡Es tiempo de que todos se callen ya!”, se impuso. Los reporteros nos alegramos porque por fin podríamos escuchar. “¡Sobre todo los periodistas!”, continuó el hombre, “que sólo traen la anarquía”. Eso nos sorpendió un poco. “Yo”, continuó, “yo soy un aviador con muchas medallas. Las gané en campañas que tuvieron lugar cuando ustedes aún no nacían. En mil novecientos seten…”

Así siguió. Después dos civiles, un viejo y un joven, estuvieron a punto de golpearse a medio metro del coronel y frente a nosotros, porque los dos sabían mejor que el otro cómo poner orden. Yo le hice al oficial una seña de que los apartara de una vez por todas, pero él respondió encogiéndose de hombros. Nos salimos

A esto se sumaba la impaciencia de los jóvenes como Jaled. “No vamos a la revolución a llorar, ¡vamos a la revolución a morir!”, gritaba un supuesto “veterano” en el Centro de Reclutamiento de Voluntarios 17 de Febrero. Estaba lleno de periodistas con cámaras de televisión y el tipo se estaba luciendo. Ataviado con jafiya (el pañuelo blanco y negro tradicional) en la cabeza y una canana alrededor del cuello, en una especie de combinación moderna entre revolucionario mexicano y combatiente palestino, atrajo a una multitud de adolescentes, a la que enseñó, sentado sobre un montón de grava, cómo elaborar una mecha y ponérsela a una lata de puré de tomate rellena de dinamita: “Esto es mejor que un fusil AK-47, porque si disparas con él, descubren dónde estás”, explicaba. “Con la dinamita no te ven, te escondes y cuando vengan en un coche, la arrojas para que explote debajo”.

LOS MERCENARIOS Y EL ODIO

El voluntario rebelde, como Jaled, es la antítesis del mercenario gadafista típico. Es un libio que lucha por ideales, con sus propios recursos y sin entrenamiento, frente a un extranjero formado en campos militares del dictador, que fue traído para pelear por dinero.

El sueño de Gadafi siempre fue convertirse en el gran líder de toda África y para eso invirtió enormes recursos comprando influencia, a través de la financiación de grupos irregulares armados en otros países como Chad, Níger y Malí. Ellos son, ahora, el granero de reclutas con el que nutre sus batallones personales.

Porque el tirano siempre desconfió de sus compañeros militares: como coronel, a los 27 años dio un golpe de Estado y siempre temió que se lo hicieran a él. Se ocupó entonces de debilitar al ejército limitando sus recursos mientras que formaba poderosas unidades bajo sus órdenes y las de sus hijos, dedicadas exclusivamente a proteger a la dinastía. Ésa es la razón del desequilbrio entre sus fuerzas y las que se pasaron a la revolución, mal entrenadas y mal armadas.

El uso de murtazaka (mercenarios) le otorga una ventaja extra: mientras los tenga bien pagados (y cuenta con miles de millones de dólares en efectivo para hacerlo), estos extranjeros no tendrán intereses inconvenientes como darle un golpe de Estado para gobernar un país que no es el suyo.

Los libios saben que hay compatriotas al servicio de Gadafi que cometen atrocidades contra su propia gente, pero les cuesta aceptarlo (han creado incluso un rumor de que el dictador en realidad es de origen extranjero) y son dados a aceptar versiones que culpan de todo a los murtazaka.

Ellos suelen ser africanos del sur del desierto del Sájara, y esto encaja con el racismo. Las imágenes televisadas por la cadena Al Jazeera, como las que muestran a personas con cascos amarillos atacando personas en Bengasi, provocaron una ola de ira y persecuciones contra los negros que tuvieron la mala suerte de ir pasando (hay unos 500,000 trabajadores inmigrantes africanos en el país).

Hubo asesinatos, golpizas y detenciones. El nuevo Consejo Nacional de Transición, una especie de gobierno revolucionario, permitió que Peter Bouckaert, investigador de Human Rights Watch, se entrevistara con una docena de supuestos murtazaka detenidos en Bengasi (hay un grupo mucho más grande encarcelado en el pueblo de Shahat). “He escuchado sus historias y sospecho que casi todas son ciertas, no son culpables”, me dijo el 26 de febrero. “Sólo creo que uno de ellos, ciudadano de Chad, sí lo es”.

PREGUNTAR ANTES DE ODIAR

Como tanto otros libios, Jaled odió a los mercenarios desde la primera vez que supo de sus ataques. En el policlínico de Brega, había dos chicos de 14 y 11 años, y un padre, mal heridos porque estaban pastoreando ovejas cuando pasó una camioneta con una ametralladora, desde la que les dispararon sin razón. Otro niño, hermano gemelo del niño más joven, habñia muerto. “Es la fiera sangrienta de los negros”, me dijo Jaled. “Nunca sacia su sed”.

El viernes 11 de marzo, cuando la llamada “ofensiva final” de Gadafi ya estaba en marcha, Jaled y sus cuatro amigos salieron rumbo al frente en una camioneta pick-up con ametralladora, después de las oraciones de mediodía.

Para esos días, habían hecho un plan: la táctica que estaban usando los gadafistas era destruir durante el día cualquier grupo rebelde, con explosivos arrojados a distancia (aviones, barcos, submarinos, artillería), y acabar con toda resistencia. Después, en la noche, cuando los indisciplinados revolucionarios se hubiesen marchado a dormir, las fuerzas de tierra podrían avanzar, ocupando posiciones silenciosamente.

La idea de los thwar (revolucionarios) era apartarse de la carretera asfaltada, usar rutas discretas del desierto, ocultarse para esperar a las tropas gadafistas, atacarlas por sorpresa y después marcharse a toda velocidad. Con esto, esperaban, les darían una inyección de temor e inseguridad a los mercenarios, que se sentirían desmotivados por su vulnerabilidad ante los ataques.

El domingo 13, por la tarde, tras haber iniciado la operación, encontraron a un grupo de rebeldes diezmado. Todos muertos. Como no podían dejarlos ahí, los acomodaron en la caja del vehículo, al lado de la ametralladora que operaban Jaled y Amr. El tiempo que perdieron provocó que los descubrieran. Mientras trataban de escapar, su amigo se desplomó por un balazo. Entre los violentos tumbos que daba la camioneta, apenas lograba sujetarse y no podía ayudarlo.

Empezaron a caer bombas, primero detrás de ellos y después al frente. Al desviarse, el conductor entrampó el vehículo en una duna. Instantes después, todo saltó por los aires. Jaled vio morir a sus compañeros. Se quedó en la arena, dispuesto a entregarle su alma a Alá. Estaba por llegar la oscuridad cuando vio al murtazaki, sintió odio y quiso matarlo. Se le trabó el arma. Esperó recibir el disparo…

No llegó. El negro le apuntaba sin apretar el gatillo. Jaled estaba exhausto y no reaccionó cuando el hombre se inclinó junto a él. “Soy amazigh (tuareg) de Malí”, le dijo. “No soy combatiente, limpio pisos en hospitales de Trípoli. Cuando empezó todo esto fueron por mí y me reclutaron a la fuerza, con amenazas”. Le dio agua y lo ayudó a sentarse. “No quiero matar a nadie, ¿cuándo se va a acabar todo?”, continuó. Después le señaló en qué dirección se encontraba la carretera. “No vayas de noche. Espera la luz del día”. Y se marchó.

Jaled no sabe por qué no le hizo caso. Como pudo, caminó por horas, trastabillando, sin luz, con riesgo de encontrar al enemigo al llegar al pavimento. Pero las primeras personas que vio eran thwar bengasíes. El general Omar el Jariri, un militar que ayudó a Gadafi a dar el golpe de Estado en 1969 y que pasó años en prisión después de que en los años 70 se había enfrentado a él, ahora era también había tenido la idea de organizar una operación sorpresa, y lo hizo mejor. Sus hombres avanzaron hasta Brega, en la noche, y atacaron a los gadafistas que estaban llegando a ocuparla. Mataron a más de 20 enemigos y capturaron a otros tantos.

La noticia reanimó a muchos en Bengasi. En particular a la familia de Jaled, que lo recibió como a un héroe. Ya que sus heridas no son de gravedad, estará bien en pocos días. Y regresará al combate.

El martes 15, cuando lo visité por la tarde, llegaron noticias de que los oficiales de la fuerza aérea que apoyan a los rebeldes por fin actuaron: hundieron dos fragatas de Gadafi y dañaron un barco más. No querían salir a enfrentarse, pero habían dicho que defenderían el Oriente y, como esa mañana habían empezado a atacar Ajdabiya, parecía como si se hubiera cruzado una línea roja.

“Me he prometido varias cosas”, me dijo Jaled, “empezando por tomarme las cosas en serio, el uso de las armas, la disciplina, subordinar mis iniciativas a lo que planeen los comandantes. Y voy a creer en la gente. Un hombre negro me salvó la vida. Tal vez tengo que preguntar antes de odiar. Mis amigos han pagado por tanta estupidez. Pero ellos ya son shujadá, mártires, y los honraremos con la victoria de la Zaura. ¡Inshallah!”

Estaba de buen ánimo, a pesar de su dolor. Quería que yo lo notara. Y se puso a cantar, un libio entonando una pieza argentina con acento de mexicano: “No bombardeen Bengasi, la vamos a defender…”