CHINA: EL EXODO DEL ISLAM
Por Témoris Grecko / Publicado en ESQUIRE (junio 2009)
La destrucción del casco antiguo de la ciudad de Kashgar es un ejemplo de la persecución contra los uigures en China, que está creando enormes resentimientos. Un mes después de la aparición de este reportaje, se registraron motines entre uigures y chinos han, que dejaron unos 800 muertos.


El balcón del salón de te Ostangboyi es el mejor sitio para observar la vida cotidiana del casco histórico de Kashgar. Esta milenaria ciudad de la Ruta de la Seda, de 350,000 habitantes y estratégicamente ubicada en el confín occidental de China (a 3,400 kilómetros de Beijing), donde se encuentra con Pakistán, Tayikistán y Kirguistán, es también el corazón cultural de los uigures, un pueblo musulmán que habla una lengua de raíz túrquica. Ellos salen cuando afloja el calor y esta confluencia de calles se llena de chicas con el cabello ceñido por coquetos pañuelos multicolores, de ancianas que se cubren la cabeza y el rostro con telas de color marrón, y de hombres cuyos gorros típicos sorprenden con una variedad de diseños mayor de lo que parece a primera vista. Van en busca de los vendedores de vegetales, que los han traído en decrépitos carromatos tirados por burros, y de productos que no podrían ser más frescos, como pan recién salido de hornos ubicados ahí mismo y pinchos de carne asada de ovejas que sólo un momento antes balaban junto a las grandes parrillas humeantes. Cuando escucho la oración del muecín que emiten los altavoces de la mezquita Id Kah, erigida en 1440, miro hacia atrás desde mi asiento y una ventana abierta me permite atisbar el futuro muy cercano de este barrio: altas torres habitacionales en construcción.
Mientras mojo mi pieza de pan en la taza de te negro, disfruto también el ambiente social del Ostangboyi: los hombres llegan solitarios a sentarse en cualquier mesa, donde haya un sitio vacío, y se suman a la conversación de quien sea que esté allí. Por eso no me sorprende que un uigur, ya sesentón, se acomode a mi lado y se dirija a mí. Bastante menos común es que se exprese en inglés. Y que diga conocerme: “Me tomaste fotos hace un rato, cuando yo estudiaba el proyecto de reurbanización”. Las autoridades chinas han colocado varios grandes anuncios con planos de lo que van a hacer en esta zona: cambiarán el trazo de las vialidades, desaparecerán los callejones. Y con ellos, las tradicionales casas de ladrillo de adobe: los publicistas desplegaron ya las atractivas imágenes de los apartamentos que las reemplazarán, para atraer a quienes vivirán en ellos …
…que no serán los uigures. “¿Cree usted que están acabando con su cultura?”, le pregunto a mi interlocutor, llamado Asmet. “Están acabando con nosotros”, replica. “La gente de aquí es pobre”. Los clientes potenciales son principalmente chinos. A sólo dos calles de distancia, los bulldozers están derribando varias edificaciones. Van por secciones. “Hicieron un conjunto urbano a nueve kilómetros de Kashgar”, prosigue el hombre con calma. “Ahí están reubicando a los desalojados. Los hacen vivir unos encima de otros, en pequeños apartamentos, sin patio. No hay nada que sea uigur ahí. Las mezquitas quedan muy lejos. En las calles no pasa nada, no hay vida. Y así va a ser también aquí, cuando hayan demolido el Ostangboyi y los chinos nos hayan reemplazado: para el gobierno, todo en China tiene que ser idéntico. No les gusta lo diferente”.
ENTRE EL SILENCIO Y EL FUEGO…
La chinización (o “sinización”, un término derivado de “Seres”, como llamaban los romanos a China hace dos milenios), es decir, la absorción de los pueblos conquistados en una identidad china homogénea, ha sido la herramienta usada durante dos mil años por los gobernantes de este inmenso país para consolidar su dominio. Otro nombre para ello es hanización, debido a que la etnia “han”, que conforma el 92% de la población del país, es la predominante y los otros 55 grupos étnicos son considerados como “minorías”. El propio concepto de “han” es un ejemplo del prolongado éxito de esta táctica de asimilación: aunque hoy se sienten como una sola raza, los han de hoy son los descendientes de diversos pueblos que tomaron el nombre de la dinastía (202 a.C. a 220 d.C.) de ese mismo nombre y cuya caída dejó el imperio dividido en varios reinos: los pequeños reyes quisieron ganar legitimidad al identificarse con ella y establecerse como continuación de la añorada época de oro.
El escenario central de estas historias está en el este de la China de hoy, cerca de la costa del Pacífico. En el tercio occidental, en cambio, lindando con los Montes Himalaya y entrando en Asia Central, son territorios que conquistó y perdió en numerosas ocasiones en disputa con otros poderes. Se trata de dos enormes espacios geográficos: mucho más famoso es el caso del Tíbet, debido a la actividad diplomática del Dalai Lama; en cambio, el de la provincia de Xinjiang es casi desconocido. Se trata de un millón 800 mil kilómetros cuadrados (casi tan grande como México), por el control del cual xiongnu, mongoles, turcos, tibetanos y árabes, en diversos momentos, y los chinos, por lo general, emprendieron campañas militares brutales que provocaron inmenso dolor humano.
Tras milenio y medio de enfrentamientos, la dinastía Qing logró imponer su dominio sobre la población uigur (descendiente de mongoles y turcos). Pero ésta nunca se resignó. En el siglo XIX, aprovechó el debilitamiento de Beijing y las rivalidades entre Inglaterra y Rusia, que pugnaban por controlar Asia Central, para establecer una república llamada Kashgaria, aunque después fue derrotado. Después, la guerra civil entre las tropas de Chiang Kai Shek y los comunistas de Mao Zedong, en China, permitió que fuera proclamada la República del Turkestán Oriental (el Turkestán Occidental son los países túrquicos que pertenecieron a la Unión Soviética: Kazajstán, Turkmenistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán), alineada con Moscú. Tras la victoria de Mao y antes de que chinos y soviéticos rompieran su alianza y se enfrentaran, sin embargo, José Stalin presionó para que aceptaran la reincorporación a China. Los dirigentes uigures murieron en un misterioso accidente aéreo cuando se dirigían a Beijing.
Mao decidió encerrarse en su país y estrangular los contactos con el exterior. Esto pudo haber sido un golpe mortal para Kashgar, cuya vocación es ser el mayor mercado del centro de Asia: las crónicas de los viajeros del siglo XIX se extienden en el recuento de los numerosos grupos étnicos que se podían ver trapicheando mercancías, de cómo escuchaban los idiomas de toda Asia. Esto se acabó en los años 60 y 70, pero en los 80 hubo una apertura y hoy el bazaar ha recuperado cierto esplendor.
La gente mayor también recuerda la época en que estaba obligada a vestir de uniforme (cuatro colores identificaban a toda la población de acuerdo con su actividad) y está contenta de haber podido recuperar sus vestimentas tradicionales, a pesar de que los jóvenes y muchos adultos hayan adoptado ropas tipo occidental.
El problema es que, como ocurre en el caso de la reurbanización del casco histórico de Kashgar, los uigures no tienen voz ni voto en las decisiones que afectan su comunidad y sus vidas, y sienten que quienes las toman están interesados en despojarlos de sus costumbres y de su religión. Las autoridades argumentan que las viviendas del centro son viejas y podrían derrumbarse en caso de terremoto, además de que sus tuberías no sirven más. Es evidente que esto es cierto en muchos casos, hay algunas construcciones que no parecen necesitar más que un soplo para venirse abajo.
Aunque Asmet es comerciante, dice haber hecho estudios de ingeniería y afirma que el gobierno podría invertir en renovar en vez de reemplazar. O consultar otras alternativas, “pero nadie nos preguntó, y como quisimos opinar de todas formas, nos preguntaron si estábamos en tratos con terroristas. Entonces nos dio miedo y preferimos callarnos”.
Desesperados, otros recurren a formas fatales de protesta: el 25 de febrero, una famila uigur que fue desalojada de su casa en Xinjiang, estacionó su coche en una céntrica avenida de Beijing y le prendió fuego, sin salir de él. Padre, madre e hija fueron trasladados a un hospital con graves quemaduras.
LA DISCRIMINACIÓN…
“Hay un creciente nivel de invasión en la vida de la gente”, explica Nicholas Becquelin, un experto en el tema uigur que trabaja con la ONG Human Rights Watch en Hong Kong. “Lo que está tratando de hacer el gobierno chino es rehacer el tejido social de Xinjiang”, ya que percibe la identidad cultural uigur como una amenaza política: “La cultura es el campo de batalla de la seguridad nacional, están destruyendo todo el legado cultural”.
Como se volvió común en el mundo hay partir de que Washington lanzó su “guerra contra el terrorismo”, en 2001, el gobierno chino ha justificado sus actos de represión con la denuncia de un complot terrorista. Así ocurrió en 2008, cuando dio la alerta de que grupos uigures y tibetanos estaban interesados en sabotear la Olimpiada. “Para evitarlo”, realizó acciones contundentes: varias ejecuciones y el encarcelamiento de cientos de personas, muchas de ellas acusadas de “separatismo” sólo por realizar actividades religiosas. Además de la limitación o suspensión de actividades en las mezquitas, en particular la de Hotan, un oasis nueve horas al oeste de Kashgar donde se registró una protesta pacífica en marzo de ese año.
En la gran plaza de ese oasis del desierto de Taklamakan, una enorme estatua reproduce una foto histórica de Mao con un campesino uigur: el líder comunista aparece más grande, con una amplia mano que recibe paternal la del hombre humilde que lo mira con agradecimiento. Es China que acoge a los uigures. Los estudiantes tienen que aprender –y cantar– la historia del pobre admirador del jefe Mao, llamado Kurban Tulum. La escultura está basada en una foto que también vi en el Museo Regional de Xinjiang, en la ciudad de Urumqi, donde se presenta una historia oficial que omite 2,000 años de sangrientas batallas y describe la historia de la zona como la de una amigable colaboración entre los chinos, los uigures y otros 11 grupos minoritarios, como kazakos y tayikos.
“Los policías nos golpean sólo porque somos uigures”, me dijo Ilkhan, un joven de Hotan que también afirma que en los clubes de internet y videojuegos a los que acude, propiedad de chinos han, los propietarios y guardias los agreden. En una fábrica de alfombras del sitio pude hablar con una tejedora que parecía asumir que yo era musulmán y me recomendaba irme a Pakistán, “donde sí se puede adorar a dios”. La Uighur-American Association, un grupo basado en Estados Unidos, ha identificado 23 prohibiciones de prácticas religiosas específicas impuestas por las autoridades chinas, entre ellas ciertas oraciones en las bodas, las ceremonias de duelo y rezos colectivos fuera de las mezquitas. También controlan las peregrinaciones a la Meca (que todo musulmán tiene que hacer al menos una vez en la vida), que deben ser organizadas y conducidas por funcionarios del Partido Comunista, mientras que ir por cuenta propia ha sido declarado ilegal. Y de la misma forma en que el gobierno ha separado a la Iglesia Católica china del Vaticano y nombra a sus obispos, también designa (y vigila de cerca) a los clérigos islámicos. “Beijing ve la religión como un obstáculo para la plena asimilación de los uigures en la cultura China”, considera la Asociación.
…Y LAS BOMBAS
Dentro del mundo musulmán, los uigures están en el bando liberal. Las mujeres, por ejemplo, gozan de mayor libertad que las de otros países islámicos, lo que es evidente en su vestimenta –las jóvenes con o sin pañuelo en el cabello están tan a la moda como las chinas-, en las actividades económicas y en su relación con extraños de sexo masculino, a quienes se dirigen con tranquilidad. Sin embargo, algunos observadores han advertido que las restricciones a las prácticas religiosas están alimentando a los grupos extremistas. Uno de ellos, en particular, optó por la lucha armada: el Movimiento Islámico del Turkestán Oriental (MITO) ha llevado a cabo acciones desde los años 80, y en 2008, en coincidencia con las Olimpiadas, reivindicó varias, entre ellas unos ataques con bombas contra policías en la ciudad de Kuqa y otros contra autobuses en el este de China, en Shanghai y la provincia de Yunnan.
El gobierno le atribuyó uno más, especialmente sangriento, que ocurrió aquí mismo, en Kashgar, el 4 de agosto de 2008, cuatro días antes del inicio de las Olimpiadas. Esa mañana, casi a las 8, un grupo de 70 policías corría por la avenida Seman, frente al Barony, un hotel de cuatro estrellas que recibe como huéspedes a ejecutivos vinculados al petróleo (la tercera parte de las reservas de China están en Xinjiang) y algunos turistas. Kurbanjan Hemit, un taxista de 28 años, y Abdurahman Azat, un vendedor de vegetales de 33, se lanzaron con un camión a toda velocidad contra el pelotón, por detrás, y atropellaron a muchos hombres. Después se bajaron del vehículo, arrojaron bombas caseras y utilizaron machetes para rematar a los heridos, hasta que fueron capturados. El saldo oficial fue de 16 muertos y 23 heridos. El 9 de abril de 2009, los presentaron en un estadio frente a 4,000 personas, ante quienes se anunció su inminente ejecución en un lugar secreto.
La historia quedó un poco coja, sin embargo. Cuando el ataque ocurrió, la policía china se preocupó de inmediato por controlar la información que salía: el acceso a internet se interrumpió en toda la ciudad, cercaron la zona, agentes ocuparon el hotel Barony por cinco horas para revisarlo e interrogar a los huéspedes, a un fotógrafo de AP lo forzaron a borrar las fotografías de su cámara digital. Pero tres turistas occidentales no identificados lograron ocultar las suyas y las entregaron a The New York Times, que el 28 de septiembre publicó una nota titulada: “Dudas sobre versión de ataque en China”. Estos testigos aseguraron que no habían escuchado explosión alguna, de bombas caseras ni de ningún otro tipo. Más curioso es que lo que vieron fueron uniformados agrediendo a otros uniformados con machetes: “Parecían militares y eso nos confundió, pensábamos, ¿por qué están golpeando a otros militares?”
Dijeron haber visto a dos hombres de rodillas en el suelo, de cara al Barony y aparentemente atados de manos a la espalda, y a un tercero que le daba machetazos a uno de ellos, que “estaba cubierto de sangre. Muchos de los policías estaban cubiertos de sangre y caminaban sin rumbo por la calle. Unos estaban sentados en el piso, en estado de choque, y otros corrían sujetándose el cuello”. “Para los turistas, se hizo evidente que los hombres con machete eran paramilitares, ya que se mezclaban libremente con otros oficiales en la escena”, sigue la nota del Times, que pregunta: “¿Los atacantes infiltraron la unidad policiaca o era éste un conflicto entre agentes de policía?”
A esta duda, hay que agregar una discrepancia de actitudes: aunque el MITO aseguró haber provocado las explosiones en los autobuses de Shanghai y Yunnan, a miles de kilómetros de Xinjiang y más cerca de la sede olímpica, el gobierno rechazó que fuera así y dijo que habían sido accidentes. En cambio, este enfrentamiento en el corazón de la tierra uigur, poco antes de la Olimpiada, le fue asignado por las autoridades al MITO, a pesar de que la organización no se lo atribuyó. ¿Había interés en el gobierno por darle credibilidad a su denuncia de una amenaza terrorista, pero no tanto como para que se pensara que los militantes podían realmente poner en peligro el evento deportivo?
CONVIVENCIA SIN SINCRONÍA
En su lucha contra lo que llaman “los tres males del extremismo, el separatismo y el terrorismo”, las autoridades chinas detuvieron a 1,295 uigures en 2008, según un anuncio oficial del 4 de enero de 2009. Esto es un aumento considerable sobre la cifra de 742 personas arrestadas en 2007 por atentar contra la seguridad del Estado, en toda China, no sólo en la región uigur. Una premisa fundamental para considerar un acto como “terrorista” es que esté dirigido contra la población civil y esto no ha ocurrido, los objetivos han sido policías y militares. Además, la afirmación de que todo fue parte de una gran campaña organizada contras las Olimpiadas se queda grande cuando se observa que, en una región del mundo inundada de armas de alto poder, los ataques se realizaron con machetes, vehículos y bombas hechas en casa.
Sin embargo, denuncias de grupos de derechos humanos insisten en que bajo cargos de terrorismo, se está apresando a personas que sólo han expresado sus convicciones políticas o religiosas sin violencia. Un par de ejemplos: Dos uigures de Hotan recibieron largas condenas de cárcel por actividades pacíficas: una de 15 años para un acusado de organizar la manifestación de marzo de 2008, y otra de ocho años para un joven que agitó la bandera del Turkestán Oriental (una media luna islámica sobre fondo azul) bajo la estatua de Mao y Kurban Tulum. También, el 24 de diciembre de 2008, la Universidad de Xinjiang realizó una ceremonia para premiar con 5,000 yuanes (800 dólares) a cada uno de tres policías que arrestaron a dos de sus estudiantes, de 19 y 20 años, por distribuir volantes que llamaban a un mitin.
Las autoridades también utilizan la acusación de “terrorismo intelectual”, bajo la cual han apresado a poetas, historiadores y escritores, como Nurmemet Yasin, sentenciado en 2005 a nueve años de prisión por escribir una alegoría en la que comparó a Xinjiang con una paloma dentro de una jaula.
Más allá del activismo político y las prácticas religiosas, la presión sobre el pueblo uigur se refleja en numerosos aspectos de la vida cotidiana, como en el caso de los maltratos en los clubes de internet. El ferrocarril, que al igual que llegó en 2006 hasta Lhasa (Tíbet), comunica ahora a Kashgar y pronto también a Hotan, es presentado como una gran muestra del progreso que trae la unidad con China. Muchos uigures no lo ven así, como el señor Asmet, en el Ostangboyi: “Sólo facilita que nos traigan muchos más chinos a vivir aquí, a los barrios de donde nos expulsan”.
Para realizar la absorción de las minorías, Beijing emplea el peso irresistible de la mayoría demográfica: en el país más poblado del mundo, la migración y el asentamiento de los chinos han ahoga fácilmente a los grupos minoritarios. En 1949, los han constituían el 4% de la población en Xinjiang: hoy son el 40%. Y su papel no es sólo hacer montón, sino controlar la economía: una de las formas de convencer a la gente del este de mudarse a las provincias del lejano oeste es darles incentivos como créditos blandos y otros apoyos, con los que pueden establecer negocios. En Urumqi, la capital de Xinjiang y centro de sus actividades financieras, los uigures fueron superados por los chinos. No imagino cómo pudo ser esta ciudad antes de esta transformación, pero hoy es difícil distinguirla de las del resto del país. Y ya ocurre algo así en Kashgar, donde los reductos uigures, como el casco antiguo, están desapareciendo. Sólo hay que caminar unos 300 metros desde el Ostangboyi, y uno se encuentra en la avenida Renmin, donde los letreros dejan de estar escritos en letras arábigas (las que usan los uigures) y sólo se lee en ideogramas chinos, y que es idéntica a tantas otras en el este.
La integración entre chinos y uigures no se está dando de manera balanceada, como un intercambio de influencias. Los uigures deben dejarse absorber o mantenerse al margen. El sistema educativo lo demuestra: los padres tienen dos regímenes escolares para enviar a sus hijos: en uno se imparte en chino (mandarín) y se enseña inglés como idioma extranjero, ahí se educan los niños con futuro en el sistema económico; en el otro, las clases se dan en uigur, la segunda lengua es la china y el nivel es más bajo.
Salvo excepciones, uigures y chinos viven en sociedades separadas que comparten el espacio (aunque los primeros lo van perdiendo). Pero no el tiempo: un ejemplo que ilustra la falta de sincronía entre unos y otros es que Xinjiang funciona con dos horarios. El oficial es el impuesto por Beijing a toda China: es un país tan ancho como Estados Unidos que sólo tiene un uso horario: es como poner la hora de Nueva York en Los Ángeles. Los relojes de los chinos de Xinjiang están en la hora de Beijing y a las ocho de la mañana, en pleno abril, está totalmente oscuro. Como muestra de resistencia, o más bien de sentido común, en ese momento las manecillas de los uigures marcan las seis y todavía les queda un rato para seguir en la cama.
Mientras tengan techo. El ruido de los bulldozers se acerca al Ostangboyi. En mi hostal dicen que si regreso en dos años, ya no habrá barrio antiguo, acaso sólo alguna calle preservada al estilo Disney para los turistas. Sin vida, porque lo mejor de esta zona es la atmósfera que crean los uigures con sus puestos de verduras, sus hornos de pan y sus humeantes parrillas para los pinchos, las chicas con sus pañuelos y los hombres con sus gorros, y a ellos los van a echar. “No hay ni la menor presión internacional en este momento para que China cambie su política en Xinjiang”, afirma Becquelin desde Hong Kong. Y en el salón de te Ostangboyi, Asmet lamenta que el mundo ni siquiera se ha enterado de la destrucción de este barrio histórico y de que sus habitantes están siendo expulsados: “No les importa porque somos musulmanes y en los tiempos que corren, la gente cree cuando el gobierno dice que estamos ligados a al Qaeda y nos pinta como terroristas. Y porque no tenemos como líder a un santo de las relaciones públicas como el Dalai Lama”.
RECUADRO
TÍBET: LA DISPUTA POR UN NIÑO QUE NO HA NACIDO (¿O SÍ?)
La figura del Dalai Lama es tan importante que la designación de su sucesor se ha convertido en un factor fundamental en la lucha por defender o conquistar la identidad del Tíbet.
En buena medida, tanto en el caso del Tíbet como en el de Xinjiang, obtener su independencia de China parece una batalla perdida: si en siglos y milenios pasados los tibetanos y los antecesores de los uigures fueron capaces de enfrentar e incluso vencer a los chinos, la realidad demográfica de hoy presenta un desequilibrio extremo e insuperable: 8 millones de tibetanos y 13 de uigures viven dentro de las mismas fronteras que lo chinos han.
El único elemento que los tibetanos tienen en su favor es la figura del Dalai Lama, quien abandonó la demanda la independencia y ahora sólo pide un grado de autonomía efectiva para el Tíbet, que permita que su pueblo mantenga sus rasgos de identidad aunque pertenezca a China. Así, él se ha convertido en el principal obstáculo para la milenaria política de absorción cultural han y es lo que Beijing está verdaderamente combatiendo: no lo que el Dalai Lama pide o propone, sino lo que el Dalai Lama es: una figura que unifica a los tibetanos y encarna su voluntad de ser un pueblo con características distintas.
El Dalai Lama envejece y para ambos bandos es fundamental asegurarse de que su sucesor estará de su lado. En la tradición tibetana, los principales lamas (monjes) son reencarnaciones de otros que vivieron en siglos anteriores: el actual Dalai Lama es el número 14. Cuando ellos mueren, los lamas realizan procedimientos místicos para encontrar al niño en el que han reencarnado.
Esta disputa ya tuvo un primer ensayo en la búsqueda de la reencarnación del número dos en importancia en el budismo tibetano: el Panchan Lama. Cuando los monjes anunciaron quién era el sucesor, Beijing simplemente lo desconoció y detuvo junto a sus padres, y no se ha vuelto a saber de él. Después, altos funcionarios del Partido Comunista, en ceremonia muy espiritual, escogieron una reencarnación a su gusto. El elegido, que hoy tiene 19 años, realizó actos públicos en abril en los que convalidó la versión china de la historia del Tíbet y alabó el liderazgo del Partido.
Las alarmas suenan con estruendo en Dharamsala, la ciudad de India donde hallaron refugio miles de tibetanos. Incluido el Dalai Lama, quien está buscando alternativas para evitar que Beijing se apodere de su reencarnación y que además el joven Panchan Lama quede a cargo de la conducción espiritual del Tíbet mientras el nuevo Dalai Lama es descubierto y llega a la mayoría de edad. Así como los comunistas se volvieron místicos, el Dalai Lama se convirtió en demócrata: ha dicho que su reencarnación podría no nacer en Tíbet ni en China, que podría convocarse un referendo para elegir al sucesor, y que incluso, el nuevo Dalai Lama podría haber nacido ya, aunque el viejo no haya muerto. Toda una revolución para cualquier doctrina religiosa.