Por Témoris Grecko / Jiayuguan, Gansu, China
El occidente de China está mucho menos modernizado que las zonas costeras del oriente. Cuando llegué a Xining, capital de Qinghai, en el norte de la meseta tibetana, además del intenso frío, me estremeció comprobar que estaba profundamente solo, rodeado de gente: no encontré una sola persona que hablara inglés y mis habilidades con el mandarín y el tibetano estaban como la temperatura, bajo cero.
Esta ciudad fue mi base para ir al monasterio de Kumbum, donde pasó su infancia Tenzin Gyatso, el dalai lama (quien nació cerca de aquí). Fundado en 1560, este gran complejo de templos, edificios residenciales y administrativos es el principal centro de peregrinación fuera de Lhasa, la capital del Tíbet. Sólo habíamos otro extranjero y yo. Además de visitantes chinos urbanos, que lucían gafas de sol Armani, bolsos Louis Vuitton y abrigos de piel; de campesinos tibetanos con trajes tradicionales de ásperas lanas negras y telas ligeras de tonos vivos (en sus rostros estaban bien marcados los rasgos de la exposición al frío viento de la alta montaña, mientras que los de los citadinos parecían cuidados con cremas faciales; éstos rezaban con compostura y de pie, aquellos repetían infinitamente un procedimiento de alzar las manos con las palmas unidas, inclinar la espalda, tirarse al piso y golpearlo con las manos); y monjes, muchos jóvenes y algunos mayores, protegidos de la helada por ligeras túnicas de colores rojo oscuro y amarillo.
El templo principal del monasterio es más grande, su techo es completamente dorado, destaca desde que uno entra al complejo y es el más popular. Frente a él había docenas de personas. Un joven tibetano de rasgos marcados y cabello largo y negro, vestido a la usanza occidental, realizaba las exhaustivas postraciones que demanda la religión. Familias completas hacían lo mismo, incluidas preciosas niñitas de tres o cuatro años. Otros sostenían collares de cuentas, como rosarios, mientras daban interminablemente vueltas al edificio. Hacer girar cilindros de buenos auspicios divertía a grupos de escolares dirigidos por dos o tres adultos. Pero ellos se cuidaban de interrumpir a quienes estaban en oración, al contrario de los budistas Hugo Boss, que llegaban y se iban en manadas saltando entre los devotos postrados.
Los riachuelos y las fuentes de agua no se descongelaban, pero algunas personas se echaban en la sombra, sobre el suelo helado. Cuando vi un espacio en una pequeña banca al sol, no lo desaproveché. Me recibió el rostro amable de una mujer mayor que estaba sentada a un lado y me dijo algo. Respondí con el gesto que en China practico más o menos cien veces al día, levantar los hombros y sonreír con cara de inútil. Ella me siguió hablando hasta que un joven monje, que había estado circunnavegando el templo, también quiso buscar el calor de la luz y se acomodó en medio de nosotros. Los dos intercambiaron frases por unos minutos. Me di cuenta de que ambos tenían la misma actitud que yo, hombros levantados y sonrisa inútil… ¡no se comprendían! ¿Podría ser que la señora hablase tibetano y el chico, mandarín? ¿O uigur? ¿O manejaban dos dialectos del tibetano mutuamente ininteligibles? De algún lugar de su túnica, el monje sacó un tosco lápiz, un pedazo de papel y una campanita, y empezó a escribir algo. Se lo mostró a la mujer, hizo sonar la campanita y ella soltó una breve carcajada. Hizo otra anotación, volvió a hacer tin tin y la dama rio más fuerte. Entonces se volteó hacia mí, me enseñó sus trazos con mirada bondadosa, y agitó la campanita. Pero yo sólo pude ver caracteres chinos que se negaron a revelarme el secreto de la risa. Levanté los hombros y sonreí como inútil.
Al llegar a esta zona, ingresé en el reino de la incomunicación. Hay personas que son muy simpáticas y tratan de ayudarme a pesar de la barrera idiomática. Otras muestran molestia por tener que tratar con un bárbaro que no habla la lengua común. En varias ocasiones, al descubrir que no entiendo lo que dice, mi interlocutor recurre a anotar el asunto, como el nombre de un lugar o las instrucciones para llegar a un sitio. Una chica me escribió una larga pregunta. Todo en caracteres chinos. Mi primera reacción fue: ¿qué no se dan cuenta de que no entiendo mandarín? La segunda: ¿no saben que el resto del mundo no usa estos ideogramas?
Pero la escena del monje y la señora me dio la clave de algo más. Las películas chinas en la tele están subtituladas con caracteres chinos. ¿Para qué? ¿Para los sordos? En realidad, en un país de 1,300 millones de habitantes, la unidad lingüística es frágil. La televisión utiliza el dialecto mandarín que se usa en Beijing y es incomprensible en otras regiones del país, donde hay variantes muy distintas. Y existen más idiomas, como el cantonés y los de las minorías étnicas: tibetano, uigur, miao y más. Para todos los chinos, sin embargo, los ideogramas tienen un mismo significado. No son fonéticos, es decir, no representan sonidos, sino ideas (como “casa” o “sol naciente”) que se pueden pronunciar de cualquier forma (por eso suena raro llamarlo “alfabeto” o “abecedario”, que es algo propio de lenguas occidentales que tienen alfa, beta, C y D). El tibetano y el uigur tienen grafías propias, pero todos los niños aprenden a usar los ideogramas. Por eso, cuando alguien se topa con una persona que no comprende lo que se le dice, lo natural es escribírselo en chino (aunque siguen sin darse cuenta de que los demás no los usamos).
Por fortuna para mí y el resto de los viajeros, China ha adoptado los números arábigos. Durante la época de Mao, el gobierno trató infructuosamente de abandonar los caracteres antiguos y reemplazarlos por un alfabeto basado en el latino, el pinyin, que sólo prevaleció como forma oficial de romanización del mandarín (por eso, Beijing no es más Pekín y Guanzhou ya no es Cantón). Lo único que la gente conservó fueron los números arábigos: no sólo es más práctico hacer cuentas con esos trazos simples que con los complejos gráficos tradicionales, sino que, a fin de cuentas, esos números se adaptaban muy bien a la mentalidad china por, a fin de cuentas, también son ideogramas: en Occidente, uno ve un 4 y puede pronunciarlo como se le antoje, quattro, vier o four, pero al final todos entendemos bien qué es. Y así los visitantes podemos al menos captar cuál es el precio de las cosas o a qué hora tenemos que correr para que no nos deje el tren.
Yo estaba sentado ahí, con el monje, su papel y su campanita. Él seguía haciendo tilín tilín en busca de mi risa. Se la di lo mejor que pude, me sentí falso, pero él pareció darse por satisfecho. Me dio gusto descubrir la respuesta al enigma. Pero comprendí que, ante los ojos de la gente menos educada, no sólo soy un bárbaro que habla cosas sin sentido, sino un iliterato incapaz de leer la escritura común. Y me dieron ganas de sumarme a los devotos que realizaban postraciones, o de darle unas mil vueltas al templo: por esta vez, mis razonamientos no me prodigaban ningún consuelo. Mejor pedírselo al Buda.
FOTO: Tibetanos llevan a un pariente al templo de un bodisatva (equivalente budista de un santo).
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Breve paréntesis político:
El día que me salí de Xining rumbo a la ciudad de Lanzhou, en la provincia de Gansu, y retomar la vertiente principal de la Ruta de la Seda (Xining fue un bracito de la misma, en el camino a Golmud, desde donde se seguía hacia Khotan, la vía meridional de la Ruta, por la parte sur del Taklamakan), en la estación había tres filtros de policías que tuve que cruzar, algo que no había visto antes. Todos me pidieron mostrarles el boleto. En el último me detuvieron a pesar de que mi documento indicaba claramente que iba al norte, a Lanzhou: querían asegurarse de que no iba a tomar el tren al sur, rumbo a Golmud y luego Lhasa, capital del Tíbet.
Cada mes de marzo es trágico en esa región “autónoma”. El 10 de marzo de 1959, nueve años después de que China invadió el Tíbet, se produjo un alzamiento popular que terminó con una sangrienta represión. Cada vez que los tibetanos salen a las calles para protestar por aquella matanza, los atacan las autoridades, hay encarcelados, a veces muertos y así, nuevos motivos para protestar en marzo.
Ahora era 8 de marzo y el gobierno no quería extranjeros en Tíbet. Una amiga me escribió en Facebook que tuviera cuidado, pues estaban deteniendo periodistas allá. Los policías de la estación pusieron a un guardia que me siguió a distancia hasta que subí al tren a Lanzhou. Me despedí de él con un gesto.
Siento que la situación en Tíbet no tiene esperanza. Su población esde 5 millones de habitantes y enfrenta un monstruo de 1,300 millones de habitantes, que además ha convencido a todos los ciudadanos de que el Tíbet es legítimamente chino y que además ser parte de China es lo mejor que les puede pasar a los tibetanos, ya que se acabó con el sistema de servidumbre feudal. En esto tienen razón: hasta la imposición del comunismo, en Tíbet persistían formas de trabajo similares a la esclavitud. Pero lo que hace China en Tíbet no es una liberación, sino una remodelación demográfica y cultural. La línea de tren por la que los policías no querían que yo viajara, que conecta Golmud con Lhasa, fue terminada apenas en 2006, cuando yo estaba en Yangshuo, en la provincia de Guanxi. Todos los días nos bombardeaban con mensajes televisivos, presumiendo lo que fue un éxito de ingeniería casi milagroso: la primera línea que atraviesa zonas de permafrost. Y celebraban que así, finalmente, el país quedaba plena y fácilmente comunicado por tren. Organizaciones vinculadas al Tíbet hicieron notar, sin embargo, que la consecuencia demográfica de esto iba a ser una mayor migración de chinos de la etnia han, la dominante en el país (92% de la población), que eventualmente convertirán en minoría a los tibetanos. La “hanización” del Tíbet, su homogeneización cultural con el resto de China, es un pilar de la estrategia gubernamental para asegurarse de que la región no se escape más de su control político.
El año pasado, por estas fechas y con vistas a los Juegos Olímpicos, miles de tibetanos lanzaron motines contra habitantes de etnia han, contra sus comercios y negocios, y asesinaron a algunos. Después vino la represión. El dalai lama insiste todavía en que la violencia es la vía equivocada y sigue proponiendo su “tercer camino”, ni la independencia (que sabe bien que nunca será concedida) ni la situación actual de indefensión de los tibetanos, sino una autonomía real (y no formal) dentro de China. Para hacer relaciones públicas y quedar bien en el extranjero, Beijing hace como que se sienta a negociar con el dalai lama. Todos saben que no va a conceder nada, jamás, pues no hay ninguna presión considerable que le haga sentir que hay que hacerlo. El año pasado, varios países europeos hicieron gestos diplomáticos que indican que no quieren más problemas con China por el Tíbet y que aceptan en status quo. Los jóvenes tibetanos, por su lado, manifiestan su cansancio y convicción de que las tácticas pacifistas del dalai lama no van a llevar a ningún lado y se inclinan por acciones violentas, lo que, a todas luces, sólo va a provocar más sufrimiento para su pueblo. El propio dalai lama muestra signos de desesperación: en su discurso de este 10 de marzo, aunque repitió sus ofertas de amistad hacia Beijing, habló con amargura: dijo que los tibetanos “viven con miedo constante, y las autoridades chinas los tratan como sospechosos todo el tiempo. El pueblo tibetano es visto como criminales que merecen la pena de muerte”.