Urumqi es un lugar donde se aprende que no hay que creerse todo lo que dicen los museos .
Por Témoris Grecko (columna “Fronteras Abiertas” en National Geographic Traveler, diciembre de 2009)
La provincia de Xinjiang es la más grande de China. Con un millón 800 mil kilómetros cuadrados, su superficie es casi tan extensa como México. El Museo Regional de Xinjiang, en la capital, Urumqi, contiene bellas exhibiciones que nos ayudan a apreciar las culturas de las numerosas etnias que habitan ahí. Los directivos de la institución lo presentan todo muy bello: “Desde tiempos antiguos, Xinjiang ha sido parte de nuestra gran madre patria”, y tienen “trece nacionalidades” que “desde un remoto pasado, han convivido en amistosas relaciones”. Esta situación idílica se ha prolongado a lo largo de milenios bajo la autoridad de los emperadores chinos y, ahora, de los jerarcas comunistas: “los pueblos de aquí han vivido y trabajado juntos, multiplicándose en este vasto territorio. Después de la liberación, bajo la brillante iluminación de las políticas del Partido Comunista hacia las nacionalidades, los pueblos de Xinjiang se unen como uno solo, se aman fraternalmente unos a otros y trabajan juntos para hacer crecer a Xinjiang”.
Tanta simpatía me hizo reír. Para cualquiera que no se negara a verlo, las tensiones étnicas eran más que evidentes. A principios de julio de 2009, tres meses después de mi visita, hordas de habitantes uigures de Urumqi salieron a perseguir y asesinar a chinos de etnia han, quienes devolvieron el golpe de inmediato y, favorecidos por la presencia policial –según denuncias uigures–, atacaron los barrios de esta “nacionalidad”. El saldo fue de 156 muertos, la mayoría chinos han, afirmó el gobierno, y de 800, pocos de ellos chinos han, según la oposición uigur.
Durante 2,000 años, China ha sostenido guerras con los pueblos que habitan lo que hoy es Xinjiang. En etapas de expansión, los soldados del emperador destruían ciudades y avanzaban hacia el oeste hasta las modernas Afganistán y Uzbekistán, a las puertas de la antigua Persia. En los tiempos malos, perdían sus conquistas y se retiraban para esconderse en el este, detrás de la Gran Muralla. La última vez, el Ejército Rojo de Mao Zedong acabó con la incipiente República del Turkestán Oriental.

Uigures en el salón de te Ostangboyi, en Kashgar. Foto: Témoris Grecko 2009
Urumqi es la capital política y económica de la provincia, la ciudad más rica y la única en la que los chinos han son mayoría. Ahí es en donde su cultura, confuciana, budista y seudocomunista, ha casi vencido a las tradiciones musulmanas y turcas (los turcos de Turquía migraron hace siglos desde esta región de Asia Central) de las etnias locales. En el centro, las avenidas y casi todos sus barrios, uno no se siente en Xinjiang, sino en cualquier ciudad han del este de China. Es como una especie de Beijing del desierto. Eventualmente, uno llega a las zonas uigures: el diseño urbano y la arquitectura siguen siendo chinos, pero la gente cambia, las vestimentas adquieren el estilo centroasiático, la gente habla idiomas túrquicos, en las calles aparecen humeantes parrillas donde venden shashlyk (pincho moruno) y empanadas de carne y grasa de oveja. Desde las mezquitas no canta un muecín que llama a la oración, porque las autoridades lo prohiben, pero los viernes a mediodía se llenan de gente que acude a celebrar.
Aunque cada vez menos: los empleados públicos tienen prohibido participar en actos religiosos, así es que no van; la policía persigue a todo aquel de quien sospecha que puede ser un militante islámico, así es que muchos hombres se abstienen de acudir para no caer en prisión; muchos clérigos ya viven en la cárcel.
Los tibetanos tienen al Dalai Lama para difundir su causa. Los uigures no, pero su situación es la misma: el gobierno chino trata de ejercer presión sobre la cultura, el idioma y la religión de los uigures para que a muchos les resulte más conveniente adoptar las de los chinos han. Y si no lo hacen por las buenas, será por las malas: cuando visité el centro histórico de la milenaria ciudad de Kashgar, en el sur de China, un rincón fascinante de la Ruta de la Seda, descubrí que sería mi última oportunidad de verlo, pues ya trabajaban las palas mecánicas y los bulldozers para derribar las casas color marrón y arena de los uigures, sepultar sus callejones y levantar ahí grandes edificios multifamiliares para chinos han.
Las autoridades justifican su represión contra los musulmanes en general con el fantasma del peligro terrorista de al Qaeda. Es cierto que ha habido algunos atentados con bomba –uno de ellos cuando yo estaba en Urumqi–, pero hasta el momento, todos han sido con artefactos caseros de poca eficacia, y realizados con un nivel de organización muy lejano del que ha hecho gala el grupo de Osama bin Laden. Es la violencia gubernamental la que engendra odio y convence a muchos uigures de que no hay más alternativa que la violencia.
Más que al terrorismo, a lo que se debe temer son las explosiones de ira popular como la de Urumqi: sean 156 u 800, provocó muchísimos más muertos que la docena que han dejado los bombazos. El Museo Regional puede tratar de engañar turistas, pero no convencerá a los uigures de que viven en el mejor país que podrían tener.
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APLASTAMIENTO DEMOGRÁFICO
La estrategia china para controlar los territorios conquistados es la absorción de las minorías, mediante el peso irresistible de la mayoría demográfica: en el país más poblado del mundo, la migración y el asentamiento de los chinos han ahoga fácilmente a los grupos minoritarios. En 1949, los han constituían el 4% de la población en Xinjiang: hoy son el 40%. Y su papel no es sólo hacer montón, sino controlar la economía: una de las formas de convencer a la gente del este de mudarse a las provincias del lejano oeste es darles incentivos económicos con los que pueden establecer negocios. El otro campo de batalla es cultural: todo tiene que hacerse chino. Hay dos tipos de escuela: la de idioma uigur y la que enseña en mandarín: sólo los egresados de esta última pueden tener acceso a los mejores empleos. Así es que el precio del éxito –o mera sobrevivencia– en Xinjiang es renunciar a la propia lengua.