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Morir en el Nilo


Una tragedia antes de la Epifanía

Saludamos a los pasajeros del autobús verde de la compañía Skybus porque pensamos que podríamos haber viajado con ellos. Escogimos alquilar una camioneta LandCruiser porque nos permitiría disfrutar más: entre esas personas, por ejemplo, sólo quienes ocuparan los asientos del lado izquierdo podrían apreciar las mejores vistas del hermoso cañón del río Nilo Azul, mientras descendían la serpenteante carretera mil metros hacia abajo. Todos nos dirigíamos a Gonder, centro político y religioso de Etiopía en la antigüedad, para la celebración cristiana ortodoxa de la Epifanía.

 

Partimos de Addis Ababa, la capital del país, hoy, 17 de enero, poco antes de las 7 de la mañana, casi al mismo tiempo que ellos. Los vimos pasar tras detenernos para el desayuno, antes de las 9. Una hora más tarde los encontraríamos de nuevo.

 

El vehículo, con sus 47 ocupantes, se había precipitado por un barranco, unos 80 metros, hasta que chocó con una gran roca que lo detuvo. Podría haber seguido su caída unos 400 metros más, hasta el Nilo Azul. Estaba en llamas. No había ambulancias ni bomberos: sólo civiles voluntarios –incluidos unos enfermeros de Médicos Sin Fronteras que pasaban por casualidad— que habían logrado sacar al único superviviente, un turista australiano, y tres o cuatro policías atarantados.

 

No podía ver cadáveres o restos: el fuego y la carrocería carbonizada era todo lo que parecía quedar. ¿Y esas vidas? ¿Flotaban ahora alrededor de nosotros?

 

Nos marchamos. Worku, nuestro amigo etíope, no pudo parar de llorar durante media hora. Adoloridos, mis compañeros italianos murmuraban que podría habernos tocado a nosotros.

 

Nos preguntamos qué podría haber ocurrido. Entre los países africanos, Etiopía debe ser uno de los pocos donde la gente conduce a velocidad moderada y con cierta prudencia. ¿Se durmió el chofer? ¿Habrá sido la tragedia una espantosa pero breve sorpresa? ¿O fallaron los frenos, como especulaban algunos de los etíopes con los que hablamos, y los pasajeros experimentaron un descenso aterrador por el sinuoso camino –entre gritos y rezos— hasta que el autobús se salió y rodó?

 

Nos sentimos en un continente peligroso. Una semana antes, una extranjera había hecho un salto bungee en Zambia y la cuerda se había roto. La chica cayó a los rápidos del río Zambezi. Se salvó porque sabía nadar muy bien. En Kenia secuestraron a unos extranjeros… En Malí también…

 

Era un error culpar a África. El mundo se acababa de enterar con todo detalle de una tragedia ocurrida el 14 de enero casi frente a Roma: el capitán italiano del crucero Costa Concordia decidió salirse de ruta por una razón trivial, golpeó una roca, el barco se volteó y hubo al menos cinco muertos y 15 heridos. Meses atrás, un terrorista asesinó a más de 70 de jóvenes que estaban de vacaciones en una isla de Noruega. Algo parecido, con menos muertos, había ocurrido en una plaza del centro de Bruselas en diciembre. Y hubo un tsunami en Japón. Y tornados y balaceras en Estados Unidos.

 

Nos espantan los eventos excepcionales, como estrellarnos en un avión. O que nos toque un ataque terrorista. O que nos secuestren en Kenia, aunque les haya ocurrido sólo a tres de los cientos de miles de turistas que llegaron a ese país en 2011. O que se nos reviente el bungee: en sus diez años de operación en Zambia, han saltado 300 mil personas y sólo esta vez hubo un error.

 

Morir cerca de casa, en un accidente de tráfico, es muchísimo más probable que cualquiera de las anteriores posibilidades.

 

Las estadísticas valieron nada, sin embargo, para quienes venían en ese autobús. Probablemente esperaban empezar el descenso del cañón del Nilo Azul con emoción, como todos los que pasamos por ahí por primera vez. Es una de las fuentes de uno de los ríos más importantes de la historia del humanidad, sin el cual no hubiera existido una de sus civilizaciones más viejas e importantes. Ellos vinieron a fallecer aquí.

 

Sería más triste aún. A eso de las cuatro de la tarde, ya cerca de la ciudad lacustre de Bahir Dar, coincidimos en una parada con los enfermeros de MSF. El jefe del grupo nos dijo que el superviviente había muerto en sus brazos, en la carretera. La vida sólo le alcanzó al viajero australiano para dar el teléfono de su familia y pedir que le avisaran. Y ahí cerró los ojos. Tan cerca del origen del río Nilo.

 

 

 

 

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