Por Témoris Grecko
El asesino pudo entrar al recinto y colocarse sin problemas detrás de su víctima, que dirigía un discurso tranquilamente frente a su audiencia; dispararle por la espalda, ocho veces; herir a dos personas más; mantenerse en el mismo sitio, gritando consignas y amenazando con su pistola; caminar alrededor del cadáver e incluso darse tiempo de destrozar algunos cuadros colgados en las paredes de esa galería antes de retirarse, según el relato de Burhan Ozbilici, el fotógrafo que fue la única persona que venció el miedo y capturó las imágenes del homicidio. Pasaron 15 minutos antes de que la policía pudiera alcanzarlo (murió en el enfrentamiento).
Es un misterio el por qué la seguridad rusa no había tomado precauciones extraordinarias para proteger a su embajador, Andrey Karlov, representante de una potencia en guerra en una región en guerra, objetivo natural de enemigos conocidos por su recurso al atentado y el martirio suicida. Pero si también sorprende que las autoridades turcas tampoco hayan preparado medidas especiales, esto es más grave porque el ataque ocurrió en su capital, Ánkara, y en su calidad de anfitrionas, son las responsables últimas de lo que le suceda al personal diplomático. Además de que el asesino era un exmiembro de las fuerzas especiales de la policía turca, Mevlüt Mert Altıntaş, de 22 años.
El presidente ruso Vladimir Putin pudo habérselo tomado muy mal. Ese lunes 19 le habían asesinado a su enviado en el mismo país que sólo un año antes, el 24 de noviembre de 2015, envió a los dos cazas F-16 –de fabricación estadounidense- que derribaron su avión Sukhoi Su-24M y provocaron la muerte de uno de los dos pilotos. Era la primera ocasión en más de 60 años, desde la guerra de Corea en 1952, en que un ejército miembro de la OTAN destruía una aeronave soviética o rusa.
En las cinco semanas que faltaban para que terminara ese año 2015, se produjo una cascada de represalias rusas. Grupos de manifestantes apedrearon la embajada turca en Moscú. Putin declaró en aquel momento que se trataba de “una puñalada en la espalda asestada por cómplices de terroristas” y, días después, que había sido “una emboscada preparada con antelación” por un gobierno –el de su homólogo turco Tayyip Erdoğan- que respaldaba secretamente a Estado Islámico. Además, ordenó la cancelación de visitas de Estado ya programadas, la imposición de sanciones económicas, la exigencia de visas para los turcos, el entorpecimiento del considerable turismo ruso que vacaciona en playas turcas, la suspensión de maniobras militares conjuntas, el despliegue de un crucero con misiles para proteger su aviación en Siria –una amenaza directa contra las aeronaves militares turcas- y el bombardeo de grupos rebeldes sirios aliados de Turquía. También, un convoy turco que había entrado a territorio sirio, y que según Ánkara era de ayuda humanitaria pero se sospecha que en realidad transportaba armas, fue destruido por cazas rusos.
NUEVO EJE MARGINA A WASHINGTON
El ministro turco de Relaciones Exteriores, Mevlüt Çavuşoğlu, se enteró de que habían matado al embajador ruso justo cuando iba en vuelo a Rusia, a Moscú. Pero ni Putin le exigió que diera la vuelta de regreso a Turquía ni Çavuşoğlu decidió hacerlo por su cuenta.
Cuando el presidente ruso salió a abordar el tema, declaró que “los asesinos lo van a sentir”. Se temía que anunciara medidas de represalia que podrían volver a descarrilar las relaciones con Turquía e incluso dañar el ya entorpecido proceso de evacuación de los distritos de Alepo en poder de los rebeldes. Pero no acusó al gobierno turco ni le adjudicó responsabilidad alguna.
“Tenemos que saber quién organizó este asesinato y le dio órdenes al asesino”, aseguró. Se trata, añadió, “claramente de una provocación dirigida a erosionar la mejoría y normalización de las relaciones turco-rusas, al igual que a erosionar el proceso de paz en Siria promovido por Rusia, Turquía, Irán y otros países”.
Era precisamente a lo que se dirigía el turco Çavuşoğlu: a reunirse el próximo día, martes 20, con sus homólogos ruso e iraní, Sergei Lavrov y Mohammad Javad Zarif, con el objetivo de preparar una salida negociada a la guerra en Siria.
En una declaración común, los ministros de exteriores manifestaron su disposición “a actuar como garantes y resolver conjuntamente los asuntos urgentes de la crisis siria”.
De esta forma, excluían del diálogo a Washington, un aliado tradicional de Turquía acostumbrado a ser el jugador principal en los tableros de Medio Oriente, al que ahora Ánkara se muestra dispuesta a marginar.
Si los turcos no lo dijeron, sí lo expresó con claridad el ministro ruso de Defensa, Sergey Shoigu: “Todos los intentos anteriores hechos por Estados Unidos y sus aliados, por llegar a acuerdos sobre acciones coordinadas, estaban condenados al fracaso”, sentenció ese martes por la tarde. “Ninguno de ellos ejercía verdadera influencia sobre la situación en el terreno”.
LOS RETOS DE ERDOGAN
Están formando un eje que hasta hace unos meses parecía imposible: a raíz del derribo del Sukhoi, Erdoğan y Putin, dos líderes conocidos por su arrogancia, se enfrentaban verbalmente a un nivel cercano al encono personal.
Erdoğan llevaba cinco años exigiendo, como condición irrenunciable para una solución, la salida del poder del presidente sirio Bashar al Assad, protegido de Moscú y Teherán. En el terreno, por si fuera poco, los miembros del trío son enemigos directos: Rusia e Irán, con aviones y fuerzas de tierra, pelean del lado del gobierno de Assad, junto con milicias chiíes iraquíes y brigadas de Hezbollah, el influyente partido chií libanés; en tanto que Turquía, cuyos soldados controlan una parte del territorio sirio cerca de su frontera, apoya abiertamente a algunos grupos armados rebeldes y a brigadas islamistas, además de tener acusaciones de haber respaldado a sectores más radicales ligados a Al Qaida.
En la batalla de Alepo, además, rusos e iraníes emergen como los vencedores, con el poder de sus fuerzas aéreas, en tanto que Turquía es una de las figuras más prominentes del bando derrotado.
Erdoğan está tan decidido, sin embargo, a continuar dando pasos que lo alejen de la OTAN, la alianza militar occidental de la que forma parte desde 1952 (el mismo año del derribo del avión ruso en Corea), y a replantear su papel en Medio Oriente para ganar independencia y asertividad, que empleó el año 2016 en recomponer sus relaciones con Rusia, al grado de que el presidente turco realizó el inusual acto de comerse su orgullo y reconocer ante Putin que Turquía era responsable por el derribo del Sukhoi.
La formación de un eje Moscú-Ánkara-Teherán que redefina los equilibrios de poder en Medio Oriente -empezando por resolver la crisis siria- tiene retos muy difíciles de superar desde la perspectiva turca, no obstante.
En primer lugar, rompería el eje que, aunque debilitado, hasta ahora había sido dominante: Washington-Londres-París-Ánkara-Riad (capital de Arabia Saudí): los aliados occidentales difícilmente dejarán de cobrarle un precio de salida.
En segundo sitio, están las aspiraciones de Turquía y el propio Erdoğan de mantener el liderazgo de facto de los pueblos musulmanes suníes (para quienes el Islam chií es una herejía), a pesar de que el ala menor del nuevo eje planteado es la que liga a Irán con los chiíes de Irak, Siria y Líbano, todos envueltos en las guerras regionales. La de Alepo es vista como una dramática derrota de los suníes ante los chiíes, y los turcos pagarán grandes costos de influencia e imagen aliándose a los enemigos históricos de los suníes. Para Arabia Saudí, Catar y otras naciones árabes suníes, el principal enemigo es Irán, al que ven fortalecerse con este triunvirato.
DURMIENDO CON EL ENEMIGO
Los problemas a nivel interno, por otro lado, pueden ser todavía mayores. La política de intervención en Siria que siguió el gobierno turco desde el inicio de la guerra, para provocar la caída de Assad, fue difícil de explicar ante el pueblo y Erdoğan enfrentó duros cuestionamientos por arriesgar la estabilidad del país al involucrarlo en un conflicto ajeno. Como predijeron sus críticos, el terrorismo islámico fue atraído a Turquía y los atentados con decenas de víctimas se han convertido en cosa cotidiana. El presidente ha argumentado que es indispensable asumir las consecuencias: a los sectores nacionalistas les explicó que es en interés de la patria, y a sus votantes suníes, que se trata de un deber religioso salvar a sus correligionarios sirios del yugo chií.
La caída de Alepo es tomada por muchos turcos como una herida nacional.
Aunque no es tan visible para ellos que entre los grupos rebeldes derrotados están varios de los que han sido apoyados por Turquía, lo que sí les resulta evidente es que quienes cantan victoria son los rusos (que han sido rivales históricos de su país y con los que, hasta hace unos meses, se intercambiaban acusaciones e insultos) así como los chiíes, para perjuicio de los suníes.
Mientras el embajador ruso daba su discurso y el asesino se aproximaba a él, cientos de turcos mantenían un plantón frente a la sede diplomática rusa en Ánkara, en protesta por la ofensiva contra la ciudad siria bajo sitio. “Nosotros morimos en Alepo, ¡ustedes mueren aquí!”, gritó Mevlut Mert Altintas tras disparar contra Andrey Karlov. “¡No olviden Alepo!”
Es un reclamo que gana resonancia entre los seguidores de Erdoğan al ver a su líder congraciarse con los vencedores de Alepo.