Columna Fronteras Abiertas, de Témoris Grecko
Publicado en National Geographic Traveler Latinoamérica, enero de 2011
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Hay muchos países en donde ser periodista es equivalente a ser persona muy, pero muy non grata, y naturalmente suelo inventarme otra profesión. Antes solía presentarme como “diseñador de páginas web” –no sé por qué me parecía divertido–, hasta que el cónsul iraní en Tashkent (Uzbekistán) suspiró: “¡Alá te ha enviado! ¡Justo ahora que estamos atorados con la nuestra!”
Sólo la bondad de Alá hizo que me creyera que los polvos contaminados del desaparecido Mar de Aral amenazaban con provocarme conjuntivitis, por lo que era mejor dejar que mis ojos descansaran.
Después de eso, oficialmente pasé a ser profesor de historia.
Escribo esto aquí porque los servicios de inteligencia de aquellos lejanos países no suelen rastrearme hasta acá fuera de temporada, es decir, cuando no está pasando algo gordo y yo lo estoy cubriendo. Cierta inmensa nación asiática, por ejemplo, me sigue dando visados, a pesar de algunas cositas que escribí. Eso me hace pensar que no las leyeron o que les parecieron poca cosa. Lo cual no ha agravado –debo añadir– mi problema de déficit de atención. Está bien así.
Y lo escribo también porque los que sí es posible que rastreen a muchos visitantes pues, en fin, ya deben saber a lo que me dedico. Antes de ir por primera vez a Israel, ya me habían advertido: “Diles toda la verdad, que no se te escape nada, porque ellos sí te googlean [si las academias de la lengua aceptan o no este término, me da igual]. Y seguramente tienen acceso a bases de datos que no quieres ni saber”.
El asunto cobraba aún más importancia al considerar que no había de otra: cualquier viajero tiene el riesgo de que lo sometan a un interrogatorio cuando ingresa a Israel, pero los bonitos sellos en mi pasaporte garantizaban que a mí sí que me iban a sentar debajo de la lámpara de 200 watts: los había de Líbano, Siria, Irán… países que no es exactamente que se piquen el ombligo con Tel Aviv.
Iba preparado para todo. Para enfrentar a un oficial de inteligencia de dos metros, y hablarle honesta y coherentemente para evitar contradecirme. No fue capaz de distraerme un fanático religioso (una especie animal que es endémica en todo el mundo pero cuyos ejemplares más raros suelen confluir en Jerusalén) que, él también a la espera de ser interrogado, aprovechó el tiempo para arrodillarse frente a mí, tomar mis manos entre las suyas y asegurarme que dios me había puesto ahí, en esa situación, para que conociera su verdad a través de sus labios.
Lo metieron pronto al cuartito. Y lo dejaron ir rápido: supuse que el oficial de dos metros estaba más que acostumbrado a estos especímenes y probablemente harto de ellos.
Me llamaron. Y el agente de turno resultó ser… una chica preciosa de unos 20 años, con una gran sonrisa, cabellera rubia y rizada que caía por su espalda casi hasta la cintura, y un uniforme verde militar que de alguna forma se ceñía detalladamente bien a su cuerpo.
Con interrogadoras así… uno podría pedir más.
No ocurre lo mismo en otros países, lamentablemente. Ni es el mismo procedimiento. Hay algunos en donde les preocupa más cuando te marchas que cuando llegas. Como el propio Israel, si vas a subirte un avión: la última vez tuve que pasar por siete controles, sólo porque al principio, cuando revisaron todo mi equipaje, hallaron una khafiya (el pañuelo que usan los beduinos y árabes de Levante, famoso por los palestinos, de moda en España desde hace diez años y que ahora se está haciendo popular en algunos países latinos) de color negro. “¡Sabes lo que esto significa!”, gritó más que preguntó el tipo. “¿Que a los beduinos no les gusta tostarse la cabeza en el desierto?”, respondí.
Bueno. No es cierto. Me hubiera gustado, pero si uno quiere subirse al avión, tiene que aguantar los desplantes de los idiotas. Semanas antes, al tratar de subirme a un tren, otro guardia israelí que vio mis simpáticos sellos en el pasaporte me había preguntado si, en Líbano o Irán, “¿alguien te dio un paquete?, ¿un regalo?, ¿una bomba?”. Claro que sí, burro. Y te lo digo ahora.
En fin, se preocupan mucho. Como los chinos. Pero ellos no por los actos terroristas, sino porque puedas sacar imágenes de cómo oprimen a sus minorías. Alguien me había advertido que revisarían mis cámaras al salir de Xinjiang (la provincia china de mayoría musulmana que sufre una situación como la del Tíbet) hacia Kirguistán. Así es que grabé fotos y videos en varios DVD que quise enviar por correo. “Hoy no se puede”, me dijo la amable señorita. Y eso fue mi buena suerte. “Es que faltó el encargado de inspeccionar los discos”.
Al final, los tuve que sacar por la frontera. El guardia chino me pidió que le mostrara lo que había en mi cámara de fijas. Yo la había llenado de fotos costumbristas de las actividades cotidianas de los uigures, el grupo étnico mayoritario en Xinjiang, por cuya cultura los chinos no sienten un gran respeto. El hombre se aburrió y quiso mirar la de video. Uigures haciendo pan, vendiendo chivos, saludando en la calle. Treinta segundos y el chino me indicó que me fuera con gesto de asco. Los DVD estaban en la bolsa de mi chamarra.
Para entrar, igualmente, no faltan los pesados. Curiosamente, no me han dado tanta lata en los países autoritarios como en los democráticos. Por ejemplo, cuando estudiaba en España y tenía tarjeta de residente, quise pasar de Suiza a Italia y los guardias dijeron que ese documento no bastaba, tenía que mostrarles el pasaporte porque Suiza no era Europa. Algo deben tener los suizos porque, tras volar de Zürich a Budapest, una funcionaria húngara me revisó hasta la ropa sucia en busca de drogas… como si fuera negocio sacar cocaína de la rica Suiza para meterla en la pobre Hungría. La ruta del narcotráfico corre al revés.
En Australia y Nueva Zelanda se ponen duros con los productos orgánicos que uno quiere introducir. Antes de inmigración, hay que superar el control biológico. Y se entiende, porque ellos han metido la pata fatalmente. Ideas lindas, como traer conejitos, se les han convertido en plagas gigantescas e incontrolables, que han arrasado con la flora y la fauna locales. Pero me pareció que los australianos se pasaban un poco cuando me confiscaron unas barritas integrales, de marca archiconocida, que había comprado horas antes en Los Ángeles.
Tal vez los más insoportables entre los que he encontrado –y sé que con esto no descubro el hilo negro— son los guardias en Estados Unidos. No todos, claro está, no han faltado los simpáticos y comedidos. Pero es que los que son pesados, lo son en serio, te lo hacen sentir, lo disfrutan, tal vez a sabiendas de que abusan de sus tres minutos de poder de forma tan exagerada que quedan en ridículo, y no les importa.
Además, carecen de toda gracia. Lo contrario de la guapa chica israelí que me interrogó. No me sorprendería que su encanto fuera parte del truco. Porque me relajé. Se me olvidó de qué se trataba. Aunque venía preparado, antes de que me diera cuenta, la bonita ya me había hecho contradecirme con cosas tontas. Sin perder la sonrisa. No sé si le causó gracia el asunto, pero de pronto ya me había dado el visto bueno. No pedí más, por supuesto. Y entré en Israel, con la agradable imagen de sus ojos risueños y la sensación de haber pasado por tonto.