Ni con ayuda de Buda


Por Témoris Grecko

Publicado en National Geographic Traveler / Mayo 2009

Nuestro columnista visita un monasterio budista donde descubre el secreto de su incomunicación.

El occidente de China está mucho menos modernizado que las zonas costeras del oriente. Cuando llegué a Xining, capital de Qinghai, en el norte de la meseta tibetana, además del intenso frío, me estremeció comprobar que estaba profundamente solo, rodeado de gente: no encontré una sola persona que hablara inglés y mis habilidades con el mandarín y el tibetano estaban como la temperatura, bajo cero.

Esta ciudad fue mi base para ir al monasterio de Kumbum, donde pasó su infancia Tenzin Gyatso, el dalai lama (quien nació cerca de aquí). Fundado en 1560, este gran complejo de templos, edificios residenciales y administrativos es el principal centro de peregrinación fuera de Lhasa, la capital del Tíbet. Sólo habíamos otro extranjero y yo. Además de visitantes chinos urbanos, que lucían gafas de sol Armani, bolsos Louis Vuitton y abrigos de piel; de campesinos tibetanos con trajes tradicionales de ásperas lanas negras y telas ligeras de tonos vivos (en sus rostros estaban bien marcados los rasgos de la exposición al frío viento de la alta montaña, mientras que los de los citadinos parecían cuidados con cremas faciales; éstos rezaban con compostura y de pie, aquellos repetían infinitamente un procedimiento de alzar las manos con las palmas unidas, inclinar la espalda, tirarse al piso y golpearlo con las manos); y monjes, muchos jóvenes y algunos mayores, protegidos de la helada por ligeras túnicas de colores rojo oscuro y amarillo.

El templo principal del monasterio es más grande, su techo es completamente dorado, destaca desde que uno entra al complejo y es el más popular. Frente a él había docenas de personas. Un joven tibetano de rasgos marcados y cabello largo y negro, vestido a la usanza occidental, realizaba las exhaustivas postraciones que demanda la religión. Familias completas hacían lo mismo, incluidas preciosas niñitas de tres o cuatro años. Otros sostenían collares de cuentas, como rosarios, mientras daban interminablemente vueltas al edificio. Hacer girar cilindros de buenos auspicios divertía a grupos de escolares dirigidos por dos o tres adultos. Pero ellos se cuidaban de interrumpir a quienes estaban en oración, al contrario de los budistas Hugo Boss, que llegaban y se iban en manadas saltando entre los devotos postrados.

Los riachuelos y las fuentes de agua no se descongelaban, pero algunas personas se echaban en la sombra, sobre el suelo helado. Cuando vi un espacio en una pequeña banca al sol, no lo desaproveché. Me recibió el rostro amable de una mujer mayor que estaba sentada a un lado y me dijo algo. Respondí con el gesto que en China practico más o menos cien veces al día, levantar los hombros y sonreír con cara de inútil. Ella me siguió hablando hasta que un joven monje, que había estado circunnavegando el templo, también quiso buscar el calor de la luz y se acomodó en medio de nosotros. Los dos intercambiaron frases por unos minutos. Me di cuenta de que ambos tenían la misma actitud que yo, hombros levantados y sonrisa inútil… ¡no se comprendían! ¿Podría ser que la señora hablase tibetano y el chico, mandarín? ¿O uigur? ¿O manejaban dos dialectos del tibetano mutuamente ininteligibles? De algún lugar de su túnica, el monje sacó un tosco lápiz, un pedazo de papel y una campanita, y empezó a escribir algo. Se lo mostró a la mujer, hizo sonar la campanita y ella soltó una breve carcajada. Hizo otra anotación, volvió a hacer tin tin y la dama rio más fuerte. Entonces se volteó hacia mí, me enseñó sus trazos con mirada bondadosa, y agitó la campanita. Pero yo sólo pude ver caracteres chinos que se negaron a revelarme el secreto de la risa. Levanté los hombros y sonreí como inútil.

Al llegar a esta zona, ingresé en el reino de la incomunicación. Hay personas que son muy simpáticas y tratan de ayudarme a pesar de la barrera idiomática. Otras muestran molestia por tener que tratar con un bárbaro que no habla la lengua común. En varias ocasiones, al descubrir que no entiendo lo que dice, mi interlocutor recurre a anotar el asunto, como el nombre de un lugar o las instrucciones para llegar a un sitio. Una chica me escribió una larga pregunta. Todo en caracteres chinos. Mi primera reacción fue: ¿qué no se dan cuenta de que no entiendo mandarín? La segunda: ¿no saben que el resto del mundo no usa estos ideogramas?

Pero la escena del monje y la señora me dio la clave de algo más. Las películas chinas en la tele están subtituladas con caracteres chinos. ¿Para qué? ¿Para los sordos? En realidad, en un país de 1,300 millones de habitantes, la unidad lingüística es frágil. La televisión utiliza el dialecto mandarín que se usa en Beijing y es incomprensible en otras regiones del país, donde hay variantes muy distintas. Y existen más idiomas, como el cantonés y los de las minorías étnicas: tibetano, uigur, miao y más. Para todos los chinos, sin embargo, los ideogramas tienen un mismo significado. No son fonéticos, es decir, no representan sonidos, sino ideas (como “casa” o “sol naciente”) que se pueden pronunciar de cualquier forma (por eso suena raro llamarlo “alfabeto” o “abecedario”, que es algo propio de lenguas occidentales que tienen alfa, beta, C y D). El tibetano y el uigur tienen grafías propias, pero todos los niños aprenden a usar los ideogramas. Por eso, cuando alguien se topa con una persona que no comprende lo que se le dice, lo natural es escribírselo en chino (aunque siguen sin darse cuenta de que los demás no los usamos).

Yo estaba sentado ahí, con el monje, su papel y su campanita. Él seguía haciendo tilín tilín en busca de mi risa. Se la di lo mejor que pude, me sentí falso, pero él pareció darse por satisfecho. Me dio gusto descubrir la respuesta al enigma. Pero comprendí que, ante los ojos de la gente menos educada, no sólo soy un bárbaro que habla cosas sin sentido, sino un iliterato incapaz de leer la escritura común. Y me dieron ganas de sumarme a los devotos que realizaban postraciones, o de darle unas mil vueltas al templo: por esta vez, mis razonamientos no me prodigaban ningún consuelo. Mejor pedírselo al Buda.

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La presencia de esos budistas Gucci del siglo XXI no es el cambio más dramático que están sufriendo las sectas tibetanas. Me parecen más significativos un Partido Comunista al que le da un inesperado acceso de espiritualidad y misticismo. O un dalai lama que propone cambiar las urnas de oración por las de votación.

“La religión es el opio del pueblo”, dijo Marx, y el Partido se lo solía tomar muy en serio. Pero en 2007 hizo aprobar una ley dedicada a regular el descubrimiento y manejo de las reencarnaciones de los “budas vivientes”.

No hay ironía en el decreto: con toda seriedad, se establece que “la reencarnación de un Buda Viviente sin la aprobación del gobierno es ilegal”.

Pero no estamos asistiendo a la fundación del comunismo esotérico. Desde hace 30 años, el Partido es más pragmático que ideológico y su apuesta es adueñarse de la identidad del Tíbet.

Las grandes figuras del budismo tibetano son consideradas “budas vivientes”, reencarnaciones de los grandes lamas del pasado. Tenzin Gyatso, el dalai lama de nuestros días, es la vida número 14 de un monje que nació en 1391. Tras la invasión china de 1949 y su escape a India en 1959, Gyatso ha sido la encarnación efectiva del alma de un Tíbet autónomo, con cultura y tradiciones propias. Los esfuerzos de Beijing por convertir a la región en otra entidad de los han (que son la etnia dominante en China) se topan con la resistencia cada vez menos pasiva de los tibetanos, motivados por la guía del dalai lama.

La nueva ley está destinada a dar sustento a una operación de control político que tuvo un ensayo general en 1995, cuando el dalai lama anunció que un niño de seis años era la reencarnación de la segunda autoridad tibetana, el panchan lama. Fue la suerte y la desgracia del infante, porque nunca se volvió a saber de él después de que el gobierno chino lo rechazó. El drama culminó con un grupo de jerarcas comunistas presidiendo una ceremonia en el gran templo Jokhang, en Lhasa, en la que los nombres de tres muchachos, grabados en piezas de marfil, fueron introducidos en una urna de oro de la que, entre inciensos y cánticos, fue extraído el del supuesto panchan lama reencarnado. A Mao lo hubiera fascinado verlos ahí, con hoz, martillo, velas, incienso y campanitas.

El presidente chino, Hu Jintao, creó su reputación actuando como temible secretario del Partido en el Tíbet. Sabe bien que no logrará conseguir la transculturización de ese pueblo sin un dalai lama manejable. Por su parte, Tenzin Gyatso, que ya tiene 73 años, está tan consciente del juego de Beijing que reviró con una propuesta tan poco apegada a las tradiciones religiosas como el buscar budas reencarnados lo está de los principios comunistas. La lucha por el dominio del Tíbet ha aplastado toda ortodoxia.

Para empezar, hace años anunció que él tal vez no reencarnaría en el Tíbet, como dice el rito, sino fuera de China: el nuevo dalai lama nacería lejos del control del gobierno. La jugada del Partido amenaza, no obstante, con adelantar la mano. Así que Gyatso sacó un as inesperado, el de que su reencarnación podría ser designada por él mismo o por lamas de gran autoridad sin que haya necesidad de esperar a que muera. Todavía más: su último planteamiento es que no sean ni él ni el Partido, sino los tibetanos los que elijan/identifiquen al dalai lama reencarnado mediante votación en un referéndum.

De pie en el templo principal del monasterio, frente a una gran estatua dorada del Buda, me hizo reír la idea de que, si el decreto del Partido se aplica y la propuesta de Gyatso se lleva a cabo, no sólo estaríamos viendo la inauguración del materialismo karmático, sino también la de la teología democrática y la teoría de la doble vida simultánea. Los tibetanos tienen el tiempo en contra. Por Xining pasa la primera línea de ferrocarril que une Lhasa con el resto de China, inaugurada en 2006. Es un poderoso impulso a la colonización del Tíbet por los han, a la conversión de los tibetanos en minoría dentro de su propio territorio. A falta de perspectivas realistas de detener esa invasión demográfica y liberar el Tíbet, asegurar la permanencia de la figura de un dalai lama autónomo es la última esperanza de sobrevivencia para una gran cultura milenaria. Aunque parezca raro que los fieles voten para ver en qué niño reencarnó un señor que no se ha muerto.

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