Témoris Grecko / Gaza
El poste partido en dos todavía conservaba el graffiti que hizo un vecino, quien además tenía un coche de color naranja que, aunque aplastado, permanecía en el sitio donde siempre lo había estacionado. Rimez al Azazmhe había pasado cientos de veces por ese lugar y eso le sirvió para reconocer los restos de su casa, un poco más adelante. No pudo llegar allí. ¡Tup, tup, tup! Varios disparos hicieron que la mujer diera media vuelta y se lanzara a correr, correr, correr…
“Probablemente eran tiros de advertencia para que no te acercaras”, comentó otra gazatí que, como Rimez, duerme ahora en la escuela de la ONU del campo de Jabaliya, hoy convertida en refugio para personas que han perdido sus hogares o se han tenido que marchar de ellos. “¿Cómo voy a saber si son de advertencia? ¡No voy a acercarme al soldado israelí para preguntarle!”
Si Rimez hubiera caído tiroteada, el gobierno de Israel la hubiese culpado de su propia muerte. Ese 26 de julio, el ejército había declarado un cese al fuego de doce horas. El objetivo oficial era facilitar la búsqueda de heridos y de cadáveres bajo los edificios destruidos. En medios israelíes, se interpretaba como una forma de permitir que Hamas, la organización extremista que domina la franja de Gaza, evaluara el daño infligido y el costo de su resistencia; y de que la población hiciera lo mismo y, quizás, se rebelara contra Hamas.
Miles quisieron aprovechar la pausa, en cualquier caso, para regresar a sus hogares a buscar a los parientes desaparecidos y recuperar lo que pudieran de sus posesiones. Unos lograron ponerse a rascar entre los escombros. Otros, como Rimez, fueron espantados a tiros.
Para algunos dejó de ser importante hasta dónde los iban a dejar llegar: la destrucción de sus barrios fue tal que ni siquiera podían identificar los puntos de referencia principales: el banco donde guardaban sus ahorros, la escuela de sus hijos, la mezquita en la que cada mañana imaginaban que hay un dios.
Cuatro días más tarde, quien desee vivir un día más no se puede acercar a esas zonas. Israel lo prohíbe y, aunque no fuera así, no se puede confiar: pese a que declaró un cese al fuego de cuatro horas el miércoles 30, atacó el mercado de Shojaiya, mató a 17 personas y dejó 200 heridos.
Es el oeste del barrio de Shojaiya, limítrofe con el barrio de Zeitun. Desde uno de sus edificios, se puede ver el estado de las partes centro y este: lucen como si hubiera pasado el equipo de demolición más grande y torpe del mundo. Manzanas enteras parecen aplanadas, con capas uniformes de cemento y metales en fragmentos. La mayoría, sin embargo, son cerros caóticos de ruinas deformes, altos pilares por aquí, pavorosos cráteres de misil por allá, mantas, colchones destripados y ropa a retazos dando entristecidos toques de color…
Acaso no se trate de torpeza, sino de método. Reconstruir Shojaiya desde una base uniforme de escombros sería más fácil que a partir de bruscas irregularidades que tendrían que ser removidas. Y el objetivo de Israel es impedir que estas zonas puedan volver a ser habitadas. No es una limpieza étnica porque no se trata de expurgar a una parte de la población para que la otra robe sus casas y tierras. Eso ocurrió en Israel en 1948. El objetivo ahora es diferente: que ahí no viva más nadie. Limpiar el territorio de seres humanos.
No es una idea original: la táctica conocida como “tierra arrasada” ha sido recurso de muchos ejércitos cuando pasan sobre sitios que quieren dejar inutilizados para el enemigo. Rusia, el país de donde proviene el ministro de Defensa israelí, Avigdor Lieberman, lo ha sufrido al menos dos veces: cuando las tropas zaristas se retiraban ante las de Napoléon y cuando las de Adolfo Hitler lo hacían frente a las de Jozif Stalin. No es la misma historia porque aquí no se trata de quienes van perdiendo las batallas, sino de los que son más fuertes pero no consiguen vencer.
SOBRE LAS LEYES DE LA GUERRA
El gobierno del primer ministro Binyamin Netanyahu la llama “zona colchón”: son tres kilómetros a partir de la frontera, hacia el interior de Gaza. Asegura que es necesario para impedir que, desde ahí, se construyan túneles que permitan la infiltración de enemigos hacia Israel.
Lo que complica las cosas es que Gaza es una franja de tan solo seis kilómetros de ancho, con un pequeño abultamiento en los límites con Egipto. De acuerdo con OCHA (Oficina de Coordinación para Asuntos Humanitarios de la ONU), esto implica arrebatarles a los gazatíes el 44% de su territorio, que ya es bastante poco: con sólo 42 kilómetros de largo (como ir del Zócalo a la caseta de Cuautitlán), aprieta a 1 millón 800 mil habitantes en lo que no es más que una tira de arena reseca, sin agua, áreas verdes ni fábricas. Más de la mitad de ellos son descendientes de refugiados que vivían en lo que hoy es Israel y fueron expulsados de sus casas en 1948.
Un recurso frecuente de la propaganda israelí es acusar a Hamas de amenazas contra la gente para que no se vaya cuando le ordenan evacuar. Rimez recuerda que su marido se negaba a aceptar las exigencias de la desconocida soldado que llamó “a las 3 de la mañana y nos dio cinco minutos para levantar a los niños y salir. Mi esposo gritaba que no, que era todo lo que teníamos, que por qué, y se encerró en el baño. Yo corrí con mis hijos tan lejos como pude, pero no pude evitar que la fuerza del misil nos derribó en la calle. Él murió adentro”.
Rimez es maestra y su pareja trabajaba en una estación de gasolina. En una violación abierta de los convenios de Ginebra, que establecen la obligación de respetar a los civiles y sus propiedades, Israel ha declarado objetivo militar toda construcción o espacio donde por alguna causa sospeche que se lanzan o se han lanzado, se esconden o se han escondido, cohetes de los que lanzan contra su territorio. También, los hogares de quienes son o se sospecha que son o alguien dice que son miembros de Hamas o alguna facción de la resistencia palestina. Aunque ya no vivan allí. Aunque se trate sólo de uno de los muchos apartamentos de un edificio donde habitan personas inocentes. Incluso, aunque la persona ni siquiera viva allí, es suficiente con que haya estado de visita.
Las leyes humanitarias y de guerra fueron uno de los legados positivos de una Europa aquejada por los traumas de inmensos conflictos bélicos. Parece que los están superando, como sugiere la pasividad internacional ante lo que Navi Pillay, comisionada del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y la voz de alto nivel más claramente al denunciar los abusos, calificó el jueves 31 como crímenes de guerra. No sólo los cometidos por Israel, sino también por Hamas, por colocar y disparar cohetes dentro de zonas habitadas. También se dirigió a Estados Unidos, que además de proveer el armamento pesado que se usa ahora en Gaza, ha destinado mil millones de dólares a pagar el sistema defensivo Cortina de Hierro, que protege eficazmente a Israel contra esos cohetes, sin otorgarles a los gazatíes “protección equivalente contra el bombardeo”.
OBEDECER Y SER ATACADO
En la zona colchón, no hizo falta esconder cohetes o ser de Hamas: la falta cometida por la población fue, simplemente, estar allí. Rimez niega que ella o su marido hayan sido militantes. Pero vivían en Shojaiya, que con Beit Hanoun, Beit Lahiya y otras poblaciones son sitios condenados por Israel a la destrucción.
A sus 27 años, Remiz se quedó sin marido ni hogar, y con cuatro niños pequeños. Llegó a la escuela de Jabaliya el 18 de julio y de inmediato, su hijita de dos años y medio se llenó de ronchas en cara, espalda y piernas. No hay médico que la atienda porque los casos gravísimos se acumulan sin darles respiro a los doctores. Tampoco Ataf Rabe, de 25 años, ha conseguido que atiendan a su niña Sanaa, de 14 meses, que lleva tres días con fiebre y dolor de pecho.
Eso no es lo peor.
La ONU asegura haberle pasado al ejército israelí las coordenadas de la escuela de Jabaliya nada menos que 27 veces. “No puede haber habido equivocación”, dijo más tarde el director de su misión en Gaza, Eric Guiness. Pero por sexta ocasión en tres semanas, fuerzas israelíes atacaron uno de sus refugios.
Ataf y su esposo Rami dormían con Sanaa y su hermanito, Abdallah, en un rincón afortunadamente a salvo de las explosiones. Pero no de su estruendo: “No me di cuenta de lo que estaba pasando, sólo desperté encima de mis hijos”, recuerda Ataf, “había ruido y alaridos, pero yo sólo trataba de protegerlos con mi cuerpo”.
A las 5.15 de la mañana del miércoles 30, las fuerzas israelíes lanzaron cinco obuses contra la escuela saturada con 3 mil refugiados. Uno cayó en la casa vecina y otro, en la calle. Los demás en los salones donde dormían decenas de familias. A las nueve, ya se habían llevado los 19 muertos y 105 heridos. Quedaban frente a la puerta, sin embargo, una decena de caballos y burros destrozados por la metralla, con los cráneos y los vientres abiertos, y los órganos internos, derramándose hacia la suciedad.
“Llevamos dos semanas aquí porque Israel nos ordenó que evacuáramos”, reclama Rami. “Ahora nos ataca”.
TRIPLE ATENTADO
El total de víctimas de los bombardeos de la noche del martes al miércoles fue de 43 muertos y cientos de heridos.
En el hospital Kemal Aduan, principal de la zona de Jabaliya, médicos y guardias eran incapaces de establecer orden entre las familias enloquecidas por la tragedia. A gritos que conseguían opacar el estruendo, una madre combatía a varios hombres en su empeño de llegar hasta su hijo para llevárselo. Los médicos le habían dicho que era necesario amputarle un brazo.
Ni la condena de premios Nobel, intelectuales y otros miembros de la sociedad civil, ni el profundo deterioro de la imagen internacional de Israel (lo que se ha traducido en un incremento de los ataques racistas contra judíos), no ha conseguido que el ejército modere su actuación. Ni siquiera que respete sus propios cese al fuego, como se vio esa misma tarde, en que había anunciado uno para estar vigente de 3 a 7.
Muchas personas aprovecharon para salir de sus escondites y aprovisionarse con lo que pudieran encontrar. A las 6, varios proyectiles golpearon el mercado de Shujaiya, hiriendo a los viandantes. Diez minutos más tarde, cuando otros se habían acercado para ayudar, se produjo un nuevo ataque. El doble atentado con intervalo es una táctica usada por grupos terroristas para provocar el mayor número de víctimas.
Pero éste fue triple: de nuevo, quienes iban al rescate se congregaron. Ya estaba llegando la prensa. Y los atrapó un bombardeo más.
Antes de las 7, una multitud peleaba por entrar a la morgue del hospital Shifa, el más grande de Gaza. Rabia, llanto, indignación… muchos todavía no lograban creerlo. Un paramédico se sentó en su ambulancia a llorar. Moaez al Baba sostenía lo que será su único recuerdo de su mejor amigo, Rami Rayan, camarógrafo de la agencia Palestinian Media Network: el casco azul con las letras TV, que con su chaleco antibalas marcado “PRENSA” lo identificaba como periodista. Tenía 24 años al morir. Con él, perecieron 16 personas más en el mercado. Y hubo unos 200 heridos que terminaron de colapsar el sistema médico gazatí. “Esto ya no aguanta” dijo el ministro de Salud local, el Dr. Medhat Abbas. “No es suficiente”.