Diario de un corresponsal en Siria: hasta Aleppo, entre bombas y latidos, por Témoris Grecko


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Publicado en Elpuercoespin.com.ar

Hoy, 13 de enero, sentí esta vuelta diferente a las otras. Es posible que cada uno de nosotros, periodistas, tengamos una combinación única de razones distintas que explica por qué dejamos nuestros países, las cosas que nos satisfacen y las personas que nos hacen felices para ir a cubrir conflictos. Usualmente, dos motivos imperan en mí: presenciar la historia –la que hacen las personas que luchan con la mejor parte del corazón—y cumplir con lo que considero un deber.

Esta vez es sólo el deber, o principalmente, el que me impulsa. Con 22 meses ya, la guerra siria se ha prolongado tanto que el romanticismo  se ha ido escurriendo con la sangre, derramada por una multitud de manos sucias que promueve el odio sectario y los intereses perversos.

El régimen de Bashar al Assad asesina como es su costumbre, masivamente, a quienes no han hecho mal. Entre algunos de los grupos insurgentes también se han hecho presentes el odio, el fanatismo y la brutalidad.

***

A manera de bienvenida, la brutalidad del gobierno fue lo primero que vi al entrar en el país, una suerte de bienvenida. Los jóvenes que me recogieron en la frontera y me trajeron a la histórica ciudad de Aleppo, se desviaron en la primera ciudad que pasamos, Azaz, a comprar comida para sus compañeros. Me pidieron esperar en el coche.

Cuando escuché el ruido de un avión, me pareció extraño: Azaz había sido liberada hacía muchos meses del yugo gubernamental y la línea del frente se había alejado tanto hacia el sur, donde se pelea por el control de sitios de valor estratégico, que no tenía sentido militar, me dije, que sus naves volasen por acá. Aunque tampoco podía ser un aparato civil aventurándose en zona de conflicto. ¿O estaba oyendo mal?

¡Bum! El estruendo rompió muy cerca. La gente corría por la calle, empujándose, dando gritos, haciendo ademán de esconderse porque, con frecuencia, después del primer misil vienen algunos más. Pero, ¿dónde?

Cuando espero un bombardeo nunca sé qué hacer, porque no hay manera de adivinar dónde golpeará qué. Me pregunté: ¿estar adentro de un coche será peligroso? ¿Me impedirá percibir, reaccionar, hacer lo que sea que pudiere hacer?

Salté afuera. Crucé a la acera de enfrente, donde algunos señalaban un punto en el cielo. Una inmensa columna de humo negro se alzaba apenas a unos 100 metros. Más tarde sabría que habían muerto 16 personas y quedaban muchos heridos. Y que la bomba había caído en el Zoco (mercado) de la avenida principal.

En otras poblaciones del mundo que se conocen como peligrosas hay gente que prefiere resguardarse en sus tiendas, oficinas, hogares, exponiéndose lo menos posible. En Azaz, la muerte que vino del cielo había hecho pedazos una parte del centro, arrasando edificios residenciales y comerciales. El régimen afrentado castigaba a los insumisos.

¡Sube al coche, sube al coche!”, me gritaron. Al conductor le costó trabajo acomodar el fusil semi-automático, mover el volante y apretar el acelerador al mismo tiempo. Querían salir de ahí antes de que regresara el avión. Explicaron que habernos desviado para comprar comida nos había salvado: “Teníamos que haber ido por donde golpeó el misil”.

Sesenta minutos más tarde llegamos a lugar seguro: uno de los sitios donde en teoría pasaré algunas noches, en una zona de Aleppo que se encuentra lejos de las disputadas. La temperatura es un poco mejor que la de Kilis, la ciudad fronteriza turca desde la que preparé mi entrada en Siria bajo la nieve. Pero hay poca electricidad y el salón donde escribo esto se siente gélido. Una estufa de leña que no consigue atenuar el frío amenaza con darnos durante la noche la muerte dulce que ya nadie alcanza aquí.

Todos son estudiantes o recién egresados de entre 22 y 26 años, más o menos. En este momento, En este momento, no tenemos electricidad y escribo utilizando la batería de mi laptop. Desde la ventana, la única luz proviene de un depósito de algodón y otros textiles que está a un kilómetro de distancia y que, me dicen, arde desde que lo destruyó una bomba, hace dos semanas. Frecuentes tiros y algunas explosiones retumban a lo lejos. En la oscuridad, escucho a mis improvisados colegas hacer la última oración del día. “La ilaha ilallah”. Amables, alegres, acostumbrados a llevar armas que esperan no usar. Algunos tienen familia en zona rebelde. Otros se cuidan mucho porque los suyos se encuentran en áreas controladas por el gobierno y pagarán si se sabe lo que hacen. Todos han venido aquí a vivir sin sueldo, promociones ni promesas.

No son combatientes: su contribución es informar, actuar como periodistas ciudadanos levantando imágenes e información de los combates y de lo que ocurre con su gente. Para que el mundo deje de ignorar lo que ocurre aquí, para que se conozca la suerte de tantas mujeres y tantos hombres que no merecen lo que les está ocurriendo, para que no sufran y mueran en el anonimato, para que trasciendan los grandes y pequeños heroísmos de la lucha.

Sí. Somos lo mismo: su sentido del deber es también el mío. Son latidos de romanticismo que ahora puedo sentir. Puede que, a final de cuentas, la emoción de estar presenciando la historia me vuelva a llenar. Pero es el primer día y los horrores bailan en llamas allá afuera. Ya veremos.

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