Narraciones de tuaregs en el desierto del Sahara. De noche, frente al fuego.
Columna Fronteras Abiertas, de Témoris Grecko
Publicado en National Geographic Traveler Latinoamérica, marzo de 2012
Los tuaregs son uno de los pueblos más misteriosos y atractivos que he encontrado. Siempre elegantes encima de sus camellos –a pesar de haber viajado durante semanas por las dunas del Sahara— y protegiendo el cabello y el rostro con telas de tres metros de largo de profundo color azul, atesoran historias y secretos que sólo cuando el sol nos ha dado algo de paz se pueden compartir.
Shindouk es un caballero tamashek (como se llaman ellos mismos) de Tombuctú. Caída la noche, mientras el viento formaba ondas de arena sobre las dunas, nos sentamos frente al fuego con él y con su esposa canadiense, Miranda. En la cultura tuareg, contar historias es la forma de transmitir la tradición.
Frente a las llamas y bajo la brillantez de la vía láctea, escuchar la sabiduría de Shindouk, un hombre de algo más de cincuenta años, me brindó un emocionante momento de intimidad, de asomo a las caravanas de la sal y a los tiempos de la colonización francesa, al desconcierto de los nómadas a quienes se les impone la ley de los sedentarios, al malestar que da pie a la insurrección.
Su voz era de cuero y acero, de suave piel de oveja que envuelve la navaja, sabia y persuasiva, y mientras resonaba en los oídos mi mirada subía del fuego al cielo para encontrar que las estrellas, en su irregular parpadeo, confirmaban el sentido de sus palabras, porque ellas han visto cada noche el penar del pueblo tuareg.
No había rencor en el sobrio recuento de Shindouk: en su narración, a la arrogancia del colonizador europeo y del africano sedentario, el nómada responde con ingenio y buen juicio.
Ésta es una de las historias que contó Shindouk, en la noche del 4 de enero de 2011, cuando lo escuchábamos con la atención cautivada que sólo obtiene un encantador:
El nuevo gobernador francés mandó buscar por el desierto a los jefes tuaregs para invitarlos a una reunión muy importante en Tombuctú. Ahí les explicó era ahora su país el que mandaba y que tenían que pagar impuestos. Algunos se levantaron para regresar a las dunas. Otros lo aceptaron y permanecieron allí.
Pero hubo uno que quiso saber más. “Tú me dices que tengo que darte una parte de lo que tengo. Pero no me dices por qué. Y me dices que no quieres lo que tengo como lo tengo. Me dices que lo cambie por papeles de dinero. Y eres tú mismo quien hace ese dinero y me lo da. Y eres tú quien lo quiere de regreso. Sólo papeles. Yo ya no tendré lo que era mío. Pero tampoco tú lo tendrás. Y no me dices por qué”.
El gobernador anotó en su libro: “Este jefe es inteligente. Habrá que tener cuidado con él”. Pasó su tiempo y se fue. Vino otro gobernador, que leyó el libro. Y tenía curiosidad por saber quién era ese jefe.
Su oportunidad llegó más adelante, cuando otro tuareg vino a Tombuctú. Traía dinero de su tribu para comprar mercancías. Al pasar frente a una casa de un dignatario de la ciudad, olió una salsa deliciosa. Era la salsa más deliciosa. Y él pensó: “Tengo que comer esa salsa”.
Dio varias vueltas a la casa. Pero como valoraba su honor, no podía hacerse invitar a comer. Dio más vueltas. Hasta que compró una pieza de pan. Encontró un sitio donde se olía bien la salsa. Cerró los ojos y comió el pan imaginando que estaba bañado en la salsa.
Pero he aquí que alguien lo vio rondar la casa y advirtió al dignatario. Él llamó a la policía, que aprehendió al nómada. Fueron frente al juez. Que escuchó lo que dijo el dignatario. Después al tuareg. Y se retiró a otro cuarto a reír por la situación. Se daba cuenta de que no había delito, pero no podía desairar al dignatario.
El asunto llegó a oídos del gobernador, quien le dijo al juez: “Tengo la solución a tu problema”. Entonces mandó traer al jefe tuareg que quería conocer. Él tuvo que venir porque no tenía otra opción.
Escuchó al dignatario. Después al nómada. Y le dijo a éste: “¡Qué mal! ¡Eres culpable, muy culpable!”
Lo hizo salir a una plaza, frente a todo el pueblo, bajo el sol. Pidió que viniera el carcelero con un látigo. Y le ordenó propinar 50 latigazos. No al tuareg. Sino a su sombra.
Pues sentenció: “El nómada es culpable de haber comido el aroma de una salsa. Justo es que pague con el dolor de su sombra”.
RECUADRO:
La fama legendaria de esta Tombuctú, una rica ciudad que controlaba el comercio por caravana en lo profundo del desierto del Sahara, llegó a Europa y entusiasmó a muchos. Entre 1588 y 1853, al menos 43 viajeros occidentales intentaron llegar a ella. Sólo cuatro lo lograron