Por Témoris Grecko (publicado en Proceso, 23-oct-2011)
El 15 de febrero, Abdallah al Senoussi detuvo en Bengasi a un abogado defensor de derechos humanos y ordenó atacar a las personas que se manifestaban para exigir su liberación, en un intento de ahogar prematuramente la insurrección convocada para dos días más tarde. Sólo consiguió adelantarla. Apenas ocho meses y cinco días después, el jueves 20 de octubre, Al Sanoussi, jefe de inteligencia y brazo ejecutor de la represión de Muamar Gadafi, era capturado mientras su líder moría a manos de los ahora ex rebeldes, tras lo cual el cadáver fue arrastrado por las calles de su destruida ciudad natal, Sirte.
La celebración de los libios es ruidosa, con un ritmo marcado por las percusiones de los AK-47 y los Uzi disparando al aire. Ellos saben, sin embargo, que muy pronto estos ocho meses sólo parecerán un paréntesis entre los pasados 42 años de dictadura y un futuro que no resulta nada claro. El odio compartido favorece la unidad que las simpatías difícilmente consiguen y, una vez desaparecido el tirano, las diferencias, las fracturas y las rivalidades afloran.
Las hay, por principio de cuentas, entre Trípoli, capital oficial, y Bengasi, origen de la revolución y asiento de su órgano de liderazgo, el Consejo Nacional de Transición (CNT), que sólo se mudó a la primera ciudad en septiembre y que ahora es reconocido internacionalmente como gobierno legítimo. Misrata, una urbe que se liberó sola tras soportar un sangriento asedio, es la tercera en tamaño y en discordia.
Existen también entre las distintas tribus que conforman la base de la estructura social libia. Políticamente, hay dos ejes de desconfianza: uno es el de los vínculos con el antiguo régimen, pues algunos líderes revolucionarios formaron parte del gobierno de Gadafi hasta febrero, y quienes estaban excluidos ahora los quieren fuera; el segundo es el de las distintas tendencias políticas, ya en abierta competencia.
Por si faltara algo, queda un problema extra, que es meramente de poder: el CNT junca logró integrar algo así como un ejército organizado, con una estructura de mando reconocida, y su fuerza descansó siempre en milicias creadas por la gente desde abajo, con base en afinidades de barrio o ciudad, tribu, lugar de trabajo, estudio u oración, y a veces financiadas por empresarios con intereses particulares. Y como suele ocurrir en todos los conflictos, quien ganó su fusil y obtuvo la victoria, no entiende por qué ahora debe entregarlo.
MONTAÑESES EN LA CAPITAL
La rivalidad entre la capital nacional y la revolucionaria tiene antecedentes centenarios, como durante la resistencia contra la colonización italiana, a principios del siglo XX: los bengasíes gustan de recordar que el héroe Omar al Mukhtar era de su región y combatió por años en las montañas, mientras que Trípoli se rindió en tres días ante los extranjeros. Irónicamente, también son dados a señalar que ellos sí saben hacer café y los tripolitanos no, algo que deben agradecer a los italianos.
Misrata, asentada en la mitad oeste del país, como Trípoli, quedaría normalmente en su órbita. El sufrimiento y la lucha de los misratíes a lo largo de 70 días de sitio, durante los que sienten que el CNT de Bengasi hizo poco para ayudarlos, no sólo curtió y fortaleció a sus combatientes, –que tuvieron un papel clave en la liberación de Trípoli y de Sirte—, también les hace pensar que ganaron el derecho a tener una influencia significativa y puestos de poder.
Los tripolitanos, en cambio, se sienten invadidos por campesinos de provincias. Gadafi realizó un esfuerzo superior para mantener el control de la capital, imponiéndole a la población un gran costo en sangre, y el trabajo clandestino que hicieron los habitantes para debilitar las fuerzas gubernamentales y facilitar la ofensiva que liberó la ciudad el 21 de agosto fue poco visible.
La prensa internacional siguió paso a paso, en cambio, la ofensiva que lanzaron los misratíes desde el este y los montañeses bereberes desde el sur, y fueron éstos quienes se atribuyeron el crédito. Ahora patrullan una ciudad que no es la suya y, aunque los tripolitanos lo aceptan, porque es mejor que tener a Gadafi encima, ya ha habido muestras de descontento porque las milicias foráneas no atienden los llamados que les hace el CNT a regresar a sus lugares de origen.
LEALTADES TRIBALES
Gadafi acentuó y aprovechó las diferencias regionales, gobernando desde Trípoli, en el oeste, siempre alertando de la “traición” que, como finalmente ocurrió, vendría desde el este, de Bengasi. Y jugó con las 140 tribus, acicatando la desconfianza entre unas y otras, repartiendo favores y comprando lealtades.
La suya, la Gadafa, asentada en Sirte, tenía naturalmente un trato de privilegio y es la que más va a perder con la caída de su hijo. El líder asesinado se presentaba, además, como la única garantía de que el país no caería en una guerra tribal interminable.
Éste es un factor, sin embargo, que ha tenido menos importancia que la que se le atribuía en un principio. Gadafi llamó repetidamente a las tribus a alzarse y dar caza a los rebeldes, pero esto no ocurrió.
En realidad, aunque la tribu es un componente importante en la identidad de muchos libios, el alto nivel de urbanización de esta sociedad, que alcanza el 88%, ha creado otro tipo de influencias, lealtades y necesidades que parecen haber pesado más en esta guerra: desde el venal rechazo a la opresión dictatorial hasta las frustraciones educativas y laborales, pasando por dos importantes elementos de homogeneización: la religión musulmana y el modo de vida occidental.
RENCORES AÑEJOS
Muamar Gadafi le provocaba odio y terror a mucha gente. Los libios no planearon una revolución (por eso fue tan caótica), se vieron de pronto en ella cuando la represión fue tan brutal que algunos soldados indignados desertaron y abrieron los arsenales a los rebeldes, que Gadafi había distribuido por el país con el fin de armar a su pueblo en caso de una invasión extranjera. Una vez dados esos pasos, no había vuelta atrás. Porque sabían que la venganza de Gadafi iba a ser terrible. “Atrás está el mar, enfrente está Gadafi”, dijo un libio en Bengasi el 15 de marzo, señalando a la multitud en la plaza. “No tenemos alternativa”.
Eso unió a muchos: iniciado el conflicto, a los académicos y abogados defensores de derechos humanos que lanzaron la primera convocatoria, se sumaron ministros del gobierno gadafista que cambiaron de bando a los pocos días, trabajadores y ejecutivos petroleros, empresarios y granjeros, e incluso antiguos combatientes del desaparecido Grupo Islámico Combatiente Libio (GICL), que fracasaron tres veces en sus intentos por asesinar a Gadafi en 1995 y 1996 y que, tras ser aplastados por el gobierno en 1998, escaparon del país y pelearon en Afganistán e Irak bajo el mando de Al Qaeda.
La caída de Trípoli marcó el momento en que el odio empezó a ser reemplazado por la competencia entre revolucionarios. El CNT, entonces todavía en Bengasi, trató de designar a un dirigente militar para la capital, pero los milicianos lo rechazaron e impusieron a Abdel Hakim Belhaj, alguien que no agrada nada a los miembros de la coalición internacional sin cuyo apoyo militar aéreo hubiera sido imposible derrotar a Gadafi: Belhaj fue un dirigente del GICL, uno de los combatientes islamistas que combatieron a los estadounidenses en Afganistán y que guarda especiales sentimientos hacia ellos, pues fue detenido por la CIA en Tailandia en 2004 y entregado al gobierno de Gadafi, quien lo torturó y encarceló hasta que salió libre, en 2010.
El desagrado que sienten varias de las facciones revolucionarias hacia quienes formaron parte del antiguo régimen es manifiesto, y se expresó de forma especialmente grave el 28 de julio, cuando Abdel Fatah Younis, exministro de Interior gadafista y después comandante de las fuerzas rebeldes, fue detenido y asesinado por una milicia revolucionaria.
Belhaj ha exigido la renuncia de Mustafa Abdulyalil, el presidente del CNT, y Mahmoud Jibril, quien ejerce como primer ministro al encabezar la mesa ejecutiva del CNT, con base en que el primero fue ministro de justicia de Gadafi y el segundo, jefe de sus asesores económicos.
TENDENCIAS Y PLANES
Más allá de los enfrentamientos personales, los revolucionarios libios se empiezan a organizar en tendencias políticas. Noman Benotman es un libio de 44 años que, como Belhaj, fue miembro del CIGL y ahora, en Londres, está arrepentido de su pasado extremista y se convirtió en un experto en política árabe, en la Fundación Quilliam, un centro de estudios. En su análisis, los ex rebeldes se están agrupando en cuatro grandes líneas: nacionalistas, liberales, islamistas y secularistas.
Sus cálculos sobre el peso de cada sector no reflejan su posible impacto electoral, pues sólo se refiere al número de activistas que participan en la revolución, no a las simpatías que podrían tener entre la gente. Son un indicador valioso, no obstante, del mapa político libio.
En el campo nacionalista se enmarca un 40 o 50 por ciento. Los describe como jugadores no ideologizados que quieren establecer un estado civil democrático, en el que el islam no jugará un papel primordial pero seguirá siendo integral en la cultura libia. Mustafa Abdulyalil, el presidente del CNT, es uno de ellos.
Los liberales son un 20 o 25% de los activistas y aspiran a un sistema democrático abierto, con una economía de libre mercado y un ambiente socialmente liberal. Aquí se ubica Abdelhafiz Ghoga, vicepresidente del CNT y uno de los derechohumanistas que iniciaron el movimiento.
Los islamistas, que en conjunto forman un 20%, están divididos en excombatientes como Belhaj (2%), salafistas (una secta extremista, 12%) y otros afines a los Hermanos Musulmanes egipcios (más moderados, 6%).
Finalmente están los secularistas, que con un 2 o 5%, querrían establecer un estado ultra-laico del tipo de la Turquía de Atatürk.
Este panorama se presenta cuando muchos critican el papel del CNT, un órgano que no fue elegido democráticamente. Para alejar la idea de que él y sus colegas se quieren perpetuar en el poder, Abdelyalil prometió que todos renunciarían una vez que se declarara la liberación final de Libia (lo que debería haber ocurrido el viernes 21, ya cuando esta revista se encontraba en la imprenta).
Según los planes anunciados por el CNT, esto debería permitir la ampliación del Consejo, para incorporar más representantes de Trípoli y Misrata, y la formación de un gobierno interino que dentro de ocho meses celebre elecciones para integrar un “congreso nacional” de 200 miembros, que nombrará un primer ministro y redactará una constitución, que a su vez deberá ser aprobada antes de 60 días. Y un año después, los libios tendrán sus primeras elecciones multipartidistas.
Si todo sale bien, pues aunque la guerra ya casi acabó, ahora viene lo difícil.