Gallery

África Occidental: Tras las huellas de Al Qaeda


PARTE UNO

 La muerte de Osama bin Laden no es la de la red terrorista que fundó. Sus combatientes todavía tienen el respaldo de predicadores y civiles en regiones como África Occidental. Nuestro colaborador recorrió seis países del Sahara para averiguar por qué. Presentamos esta peligrosa aventura en tres partes.

Texto y fotos de Témoris Grecko

Publicado en Esquire Latinoamérica – Junio 2011

2011 pdf-qaeda1-foto-cover 1

El paisaje que tenía frente a mí era desértico-apocalíptico. Sabía que entre el puesto fronterizo en el Sahara Occidental (territorio ocupado por Marruecos) y el de Mauritania, había una seca franja de arena de varios kilómetros de anchura, repleta de campos minados. Lo que no esperaba era encontrar las dunas medio enterradas por capas de bolsas y botellas de plástico, y salpicadas con pequeños cerros de vehículos abandonados: hierros, espejos, asientos, neumáticos y parabrisas deformados y decolorados por el efecto del óxido y el viento.

 

De pronto, como cadáveres levantándose en el cementerio, dos de los coches se movieron hacia mí, tratando de alcanzarme con sus metálicos dedos retorcidos. Los hombres que los conducían me pidieron cien dirhams (13 dólares) para llevarme hasta el puerto de Nouâdhibou, la ciudad más próxima en Mauritania. Aunque no parecía mucho, era más de lo que le propondrían a un lugareño. Querían aprovecharse de que era mediodía, la temperatura rondaba los 40 grados y de mis hombros colgaban dos mochilas de aspecto pesado. ¿Quién querría caminar esos miles de metros de territorio ardiente hasta la frontera mauritana?

 

No tenía ganas de darles gusto. Sobre todo, me sentía fuerte, motivado, capaz. Estaba empezando un viaje peligroso. Tal vez inconscientemente deseaba demostrarme que estaba listo para lo que me había propuesto realizar: recorrer el Magreb (“el oeste”, los países musulmanes que hay entre Libia y el Océano Atlántico) en busca de la base popular y las estrategias de proselitismo de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), la organización terrorista del desierto del Sahara que se había convertido en la rama local de Al Qaeda.

 

Había leído reportes alarmantes sobre su crecimiento en esta extensa región, de los importantes golpes que había asestado a los ejércitos de los países de la zona, de que traía locos a los espías y militares de Francia y Estados Unidos (EU), y de que había secuestrado y asesinado a decenas de occidentales. Lo que me parecía extraño era que –como se afirmaba– la población local estuviera apoyando a una organización tan agresiva y extremista, cuando su jefe espiritual Osama bin Laden jamás había mostrado preocupación por los graves problemas de esta parte del mundo, y cuando el Islam en África Occidental, con una fuerte influencia de la secta sufí, se caracteriza por ser moderado y tolerante. ¿Quién era la gente que apoyaba a Al Qaeda y cómo se habían ganado su simpatía?

 

Una y otra vez rechacé las ofertas de los conductores. “Con mis piernas es suficiente”, les decía. Y seguí el camino marcado por las ruedas en la arena: si no me desviaba, no tendría por qué pararme sobre una mina.

 

En algún momento en que me detuve a descansar y limpiarme el sudor, un avión cruzó el cielo sin nubes. Pensé que volaría de Casablanca (Marruecos) a Dakar (Senegal) en dos o tres horas, lo que a mí me estaba tomando muchos días. No sentí envidia. Sus pasajeros no verían como yo el encuentro del Sahara con el Atlántico. Tampoco tendrían la oportunidad de conocer a tantos africanos musulmanes que, si uno cree lo que nos cuenta la televisión en notas de 90 segundos, son nuestros enemigos declarados, los seguidores de Al Qaeda, sus potenciales reclutas, dispuestos a hacerse estallar sólo por el gusto de destruir las vidas de las buenas personas de Occidente.

 

Desde lo alto de una duna pude divisar al mismo tiempo los dos puestos de frontera, el de los marroquíes, al norte, y el de los mauritanos, al sur. Había leído que varias de esas naciones se estaban desintegrando para convertirse en estados fallidos en poder de milicias islamistas y sujetos a la peor interpretación de la sharía, la ley musulmana. “España, preocupada por la aparición de un Estado sin control en el Magreb”, tituló por esos días (6/dic/2010) el diario El País una nota que daba cuenta de las inquietudes de su gobierno, según los cables diplomáticos estadounidenses revelados por Wikileaks. Se decía en el primer párrafo: “Mauritania está en riesgo de ser una segunda Somalia”.

 

A los guardias mauritanos les pareció muy divertido verme llegar a pie. Eran los representantes de un Estado que mal o bien funciona. No me miraban con rencor, sino con aire cómico. “Nouakchott (la capital) queda a 450 kilómetros”, bromeaban, “caminando te vas a tardar un poco”. “Hoy sólo llego hasta el puerto de Nouâdhibou (a 70 kilómetros)”, les seguí el juego, “denme agua y esta tarde nos vemos allá para que les invite un té”. Sí, me sentía fuerte. Y había empezado bien.

 

EN EL SITIO DEL SECUESTRO CON UN SOLDADO

 

Más allá de chinos haciendo negocios y barcos ilegalmente abandonados por sus armadores en una reserva natural amenazada, no vi nada foráneo en Nouâdhibou. Seguí dos noches después hacia Nouakchott: lo único que hay de especial en la desolación del kilómetro 40 de la carretera que une esas dos ciudades es un pequeño puesto militar, uno de los ocho en los que tuvimos que detenernos en la carretera entre esas dos ciudades. El gobierno mauritano quiere hacer sentir su presencia, aunque sospecho que el objetivo es impresionarnos a nosotros, los extranjeros. Junto a la pesca y algo de minería, el modesto turismo y los voluntarios europeos que ayudan al desarrollo son sus únicas fuentes de ingreso, por lo que desea que contemos a todo el mundo que el país es seguro, para que regresen los viajeros que espantó Al Qaeda.

Una breve conversación con un soldado reforzó mi sensación de que lo ven más como una necesidad político-turística que de seguridad. “Lo del ataque contra los españoles fue algo extraordinario”, aseguró, “esa gente (los secuestradores) no eran mauritanos. Vinieron de Malí”.

 

Exactamente allí, un año antes, el 29 de noviembre de 2009, habían secuestrado a tres catalanes. Los militantes de Al Qaeda conocían los movimientos de su objetivo, el grupo español de ayuda al desarrollo Acció Solidària, que llevaba toneladas de productos en donación y había publicado su itinerario en su página web. Barcelona, su punto de origen, es un centro de actividad del salafismo (una secta musulmana extremista de la que han salido muchos dirigentes de Al Qaeda) y es posible que, desde allá, algunos de sus integrantes estuvieran enviando información a AQMI. Además, el convoy era muy visible porque estaba formado por tres todoterrenos, uno al frente y dos al final, y nueve camiones. Sus integrantes estaban contentos porque venían escuchando el partido Barcelona-Real Madrid, y el primero anotó.

 

El sonido de los disparos dirigidos contra el último vehículo de la caravana, que se había rezagado unos 300 metros, quedó medio ahogado por el ruido de la transmisión. Los agresores se movían en dos todoterrenos con los que bloquearon el paso y exigieron a los ocupantes, Alicia Gámez, Roque Pascual y Albert Vilalta, que descendieran de su Land Rover. Los dos primeros obedecieron, pero Albert alertó por radio al resto de la caravana: “¡Metralletas, metralletas!” Una ráfaga lo hizo pagar por ello, con balas que lo hirieron en el tobillo, la rodilla y la pierna.

 

El aviso de Albert, y la aproximación de un camión con matrícula marroquí, salvó la vida del resto de los tripulantes del convoy, según Mustafá Chafi, un funcionario de Burkina Faso que medió para obtener la liberación de los rehenes, que tuvo lugar nueve meses más tarde. En conversación con Beatriz Mesa, reportera de El Periódico de Catalunya, Chafi afirmó que “la caravana tuvo una suerte terrible, porque AQMI quería matar a casi todos los miembros de la expedición. Pretendía interceptar el último vehículo del convoy, apresar a un número indeterminado de rehenes y adelantar la caravana disparando a los ocupantes de los otros vehículos”. La inquietud por la posible reacción de los demás españoles, y la presencia del vehículo pesado que se acercaba, hicieron que los terroristas se marcharan con sus tres víctimas, que quedaron en poder de un temido emir de Al Qaeda, Mojtar Belmojtar, conocido por su nombre de guerra Belaouer (“El Tuerto”, porque perdió un ojo en Afganistán).

 

“Nunca habían estado aquí y nunca van a volver (la gente de AQMI)”, me convencía el soldado, un negro de la etnia wolof de unos 25 años. En cada puesto militar, yo sólo tenía que mostrar mi pasaporte y explicar que era un turista. Para los demás pasajeros del minibús, sin embargo, los controles eran una molestia. Tenían que depositar su equipaje en el piso, abrir los bultos y vaciarlos, desordenando todo sobre la arena para demostrar que no traían armas. Los policías, tan hambrientos como todos en Mauritania con excepción de los gobernantes, los escasos ricos y los occidentales, solían secuestrar alguna maleta y esconderla en una camioneta o una tienda de campaña. Nuestro conductor daba muestras de querer arrancar y marcharse, el dueño del veliz se ponía nervioso y al final les daba dinero para recuperarlo.

 

“Es por tu seguridad”, me dijo una anciana muy amable, también pasajera del minibús, que hasta ese momento se había salvado de la extorsión.

 

CAFÉ TUBA CON ALI

 

El nombre oficial de este país es República Islámica de Mauritania y, entre otras cosas, está prohibido el alcohol sin excepciones. Así que no hubo cerveza para sacarme el polvo de la garganta y aliviar la resequedad del ambiente. Es una de las naciones más pobres del mundo, con escasos recursos naturales que sostengan su economía y muchísimo desierto para que vaguen bandidos, contrabandistas y, de vez en cuando, los militantes de AQMI. Padece la maldición de sus generales, que agravan la inestabilidad con sucesivos golpes de Estado.

Si hay extremistas, no los encontré en los lugares donde estuve. Los terroristas, insistía la gente con la que hablaba, vienen de Malí. Ese país se había convertido a sus ojos en fuente de peligros y mala fama para Mauritania. “Aquí todo el mundo odia a Al Qaeda”, me dijo un comerciante de la capital. “Si quieres arriesgar la cabeza y buscar a sus simpatizantes, ve allá”. Y señaló al oriente, en dirección a Malí.

 

Antes de ir a ese país estuve en Senegal, donde encontré que sería díficil para AQMI penetrar porque el Islam está controlado por hermandades herméticas, con gran dominio de la vida pública. Semanas después, en su capital, Dakar me subí a un autobús que debería ponerme en 24 horas –según prometieron– en la de Malí, Bamako. África es un continente donde el tiempo es relativo y hay que asumir que algo va a pasar. Las 24 horas se convirtieron en 44, que se hicieron más pesadas porque me tocó viajar en la parte trasera, no había ventilación, las ventanas estaban selladas, el vehículo venía atestado de gente y había bebés… ¡Vaya arma de destrucción masiva que puede ser un bebé sin pañal!

 

Como único occidental entre unas 70 personas apretujadas, supuse que podría detectar las señales de rechazo, de odio contra el colonizador o desprecio hacia el infiel. Nada: sus gestos hacia mí sólo eran de cortesía.

 

Llegamos a la población de Diboli, ya del lado de Malí, donde se encuentra el puesto fronterizo de ese país, a las 3 am y tuvimos que esperar hasta las 8.30 para que abriera. Estaba en pleno Sahel, la alargada banda semiárida que separa al desierto de las selvas centroafricanas, y compartí el amanecer con el primer tuareg que conocí, un hombre llamado Ali, con sendos vasos de café tuba, una popular mezcla con gengibre y otras especias.

 

Era importante para mí. Los tuaregs, algo menos de 6 millones de personas, son un pueblo nómada que había vagado libre por el desierto del Sahara desde hacía 2500 años, que en 1905 cayó bajo dominación francesa y que otro día, en 1960, encontró que su territorio había sido dividido entre seis nuevas repúblicas: Mauritania, Malí, Argelia, Níger, Libia y Burkina Faso. Bajo la denuncia de que los pueblos sedentarios que gobiernan estas naciones los explotan, los tuaregs han protagonizado varias rebeliones, tres en Malí (1961-64, 1990-95 y 2007-08) y otra en Níger, que terminó apenas en mayo de 2009.

 

Aunque los orígenes de AQMI, en los años 90, se encuentran entre grupos árabes y bereberes de Argelia, ha movido sus bases hacia el sur y ahora se esconde en áreas de Malí tradicionalmente habitadas por tuaregs. La participación de bandidos de esta etnia en algunas operaciones de secuestro, como la de cinco franceses, un togolés y un malgache, en Níger el 16 de septiembre de 2010, ha contribuido a asentar la idea de que los tuaregs se están convirtiendo en la base popular de AQMI.

Naturalmente, uno no le pregunta al primero que encuentra si pertenece o simpatiza con Al Qaeda. Pero no me costó trabajo obtener la opinión de Ali. Pregunté, tras una hora de conversación, si eran ciertos los rumores de que AQMI estaba actuando desde zona tuareg. Lamenté lo dicho cuando vi la turbación que provoqué en él. Hasta que soltó: “Si mi hermano menor, o uno de mis hijos, o cualquiera de los míos menor que yo, presta algún tipo de ayuda a Al Qaeda, yo con mis manos y mi propio cuchillo le cortaré la garganta”.

 

Se me cayó el café tuba sobre las piernas. Pero no me quejé.

 

BAJO LAS ESTRELLAS CON SHINDOUK

 

Me adentré en Malí con rumbo a la antiquísima ciudad tuareg de Tombuctú, a golpe de extenuantes jornadas en autobús y, ya en el río Níger, en lancha. Diez días más tarde, llegué al puerto de Diré, último de la región del Sahel antes de entrar en el Sahara. El sitio bullía con personajes de todas las tribus de la cuenca fluvial porque había mercado. Es uno de los más bellos que he visto en mis años de visitas a África: activo, colorido, pacífico y casi ajeno al mundo moderno. Sólo las motonetas me recordaban en qué siglo estaba.

 

Era 4 de enero de 2011. Ya veía que Malí era el país islámico poco desarrollado más tolerante de los que había visitado. La precisión es necesaria, porque ciudades musulmanas bien incorporadas a la economía global, como Estambul y Beirut, son sumamente abiertas en el sentido religioso. Malí está a la cola del mundo, en el lugar 160 de un total de 169 naciones evaluadas en el índice de desarrollo humano de la ONU (en un rango de 0 a 1, Malí tiene apenas 0.309, por debajo de la media del África Subsahariana, con 0.389). Sus habitantes, sin embargo, son muy corteses con el extranjero, sin importar su credo.

 

“Ustedes, cristianos, tienen el mismo dios único que nosotros, musulmanes”, me dijo Oumar, el mayor entre un grupo de ancianos que me invitó a sentarme a conversar. “Y lo mismo pasa con los judíos. Somos el mismo pueblo, pero la torpeza de los hombres divide lo que dios quiere unir”. En su visión, todos somos islámicos, porque Islam significa “sumisión a dios”, y eso es lo que hace quien practica una religión.

 

Temeroso de que se me fuera la lancha, agradecí y me marché. Me estaba preguntando si esa amabilidad era excepcional cuando encontré a otro septeto de hombres, entre los que se encontraba el colombiano Esteban, otro pasajero de mi pequeña nave. Y también me invitaron a la charla. Me abrazaron, quisieron que hiciéramos fotos con ellos… ¿no era Malí una nación de fanáticos y terroristas?

 

Nada me hacía percibir que así fuera. Menos aún en el hogar de Shindouk y Miranda, un matrimonio tuareg-canadiense que funciona con la suavidad y la colaboración de personas que se entienden muy bien. Han construido su casa en el límite norte de Tombuctú: es la última de ladrillo, antes de los pequeños complejos familiares de los tuaregs sedentarizados y de sus vecinos de la etnia songhaï, con cercas y chozas hechas de barro y hojas.

 

La fama legendaria de Tombuctú, rica ciudad que controlaba el comercio por caravana en lo profundo del desierto del Sahara, llegó a Europa y entusiasmó a muchos. Entre 1588 y 1853, al menos 43 viajeros occidentales intentaron llegar a ella. Sólo cuatro lo lograron, y el primero, en 1826, fue asesinado por los tuaregs, que temían con razón que atrajera la colonización europea.

 

Uno no se imaginaba tal violencia sentado al fuego con Shindouk y Miranda, y con las mujeres y los niños de su amplia familia extendida: cuando un pariente tiene recursos es normal que los demás —hermanos, primos, tíos, sobrinos— se sientan invitados a su mesa. Entre los pueblos de los desiertos del mundo, la ayuda mutua es vital para la supervivencia, y esto incluye una poderosa tradición de hospitalidad hacia el extraño: hoy eres tú quien llega sediento a mi jaima (tienda desmontable). Mañana serás tú quien me recoja y me dé agua.

 

En la cultura tuareg, contar historias es la forma de transmitir la tradición. Frente a las llamas y bajo la brillantez de la vía láctea, escuchar la sabiduría de Shindouk, un hombre de algo más de cincuenta años, me brindó un emocionante momento de intimidad, de asomo a las caravanas de la sal y a los tiempos de la colonización francesa, al desconcierto de los nómadas a quienes se les impone la ley de los sedentarios, al malestar que da pie a la insurrección. Su voz era de cuero y acero, de suave piel de oveja que envuelve la navaja, sabia y persuasiva, y mientras resonaba en los oídos mi mirada subía del fuego al cielo para encontrar que las estrellas, en su irregular parpadeo, confirmaban el sentido de sus palabras, porque ellas han visto cada noche el penar del pueblo tuareg.

 

Pese a todo, la agresividad estuvo ausente de su narración. No había rencor en el sobrio recuento de Shindouk, historias en las que, a la arrogancia del colonizador europeo y del africano sedentario, el nómada responde con ingenio y buen juicio. No hay lugar para el fanatismo religioso, para el reclutamiento por la yijad, la guerra santa islámica. No le pregunté a Shindouk por Al Qaeda. Era impropia la mención de lo absurdo frente a la naturalidad del sentido común.

 

LOS PAPELES, LA SALSA Y LA SOMBRA

 

Ésta es una de las historias que nos contó Shindouk, la noche del 4 de enero, cuando estábamos sentados alrededor del fuego en Tombuctú:

 

El nuevo gobernador francés mandó buscar por el desierto a los jefes tuaregs para invitarlos a una reunión muy importante en la legendaria ciudad. Ahí les explicó ahora que era su país el que mandaba y que tenían que pagar impuestos. Algunos se levantaron para regresar a las dunas. Otros lo aceptaron y permanecieron allí. Pero hubo uno que quiso saber más. “Tú me dices que tengo que darte una parte de lo que tengo. Pero no me dices por qué. Y me dices que no quieres lo que tengo como lo tengo. Me dices que lo cambie por papeles de dinero. Y eres tú mismo quien hace esos papeles y me los da. Y eres tú quien los quiere de regreso. Sólo papeles. Yo ya no tendré mis cabras ni mis camellos. Pero tampoco tú los tendrás. Y no me dices por qué”.

 

El gobernador anotó en su libro: “Este jefe es inteligente. Habrá que tener cuidado con él”. Pasó su tiempo y se fue. Vino otro gobernador, que leyó el libro. Y tenía curiosidad por saber quién era ese jefe.

 

Su oportunidad llegó más adelante, cuando otro tuareg vino a Tombuctú. Traía dinero de su tribu para comprar mercancías. Al pasar frente a la casa de un dignatario de la ciudad, olió una salsa deliciosa. Era la salsa más deliciosa. Y él pensó: “Tengo que comer esa salsa”. Dio varias vueltas a la casa. Pero como valoraba su honor, no podía hacerse invitar a comer. Dio más vueltas. Hasta que compró una pieza de pan. Encontró un sitio donde se olía bien la salsa. Cerró los ojos y comió el pan imaginando que estaba bañado en la salsa.

 

Pero he aquí que alguien lo vio rondar la casa y advirtió al dignatario. Él llamó a la policía, que aprehendió al nómada. Fueron frente al juez. Que escuchó lo que dijo el dignatario. Después al tuareg. Y se retiró a otro cuarto a reír por la situación. Se daba cuenta de que no había delito, pero no podía desairar al dignatario.

 

El asunto llegó a oídos del gobernador, quien le dijo al juez: “Tengo la solución a tu problema”. Entonces mandó traer al jefe tuareg que quería conocer. Él tuvo que venir porque no tenía otra opción.

 

Escuchó al dignatario. Después al nómada. Y le dijo a éste: “¡Qué mal! ¡Eres culpable, muy culpable!”

 

Lo hizo salir a una plaza, frente a todo el pueblo, bajo el sol. Pidió que viniera el carcelero con un látigo. Y le ordenó propinar 50 latigazos. No al tuareg. Sino a su sombra.

 

Pues sentenció: “El nómada es culpable de haber comido el aroma de una salsa. Justo es que pague con el dolor de su sombra”.

 

 

FRENTE A LA PANTALLA CON ISSA

 

Para los tuaregs, el Sahara, con su extensión de 9 millones 400 mil kilómetros cuadrados (casi cinco veces México o casi cuatro veces Argentina) no es un desierto, sino muchos: el Ténéré, las montañas Aïr y las Tibesti, el Adrar des Ifoghas, entre otros. De cada uno pueden describir características específicas, como el grado de sequedad, la presencia de dunas o de rocas, la existencia de tal tipo de flora o fauna.

 

La pobreza ha forzado a una parte importante de los tuaregs a volverse sedentaria, pero sus costumbres siguen siendo las de un pueblo disperso en esta inmensidad. Sus festivales de música y carreras de camellos son importantes porque les dan motivo para reunirse y fortalecer los nexos de familia, clan y tribu: aprovechan para celebrar matrimonios, arreglar disputas, hacer negocios y planear expediciones.

 

El Festival au Désert es uno de los más importantes porque, desde 2001, ha evolucionado para incorporar a espectadores y artistas de otras partes de África y de Occidente. Por un lado, esto permite un enriquecido diálogo de la cultura de los tuaregs con las de otras partes del mundo (a partir de la exitosa banda Tinariwen, por ejemplo, su música incorporó la guitarra eléctrica y el blues), y por el otro atrae dinero del turismo, la principal fuente de ingresos en la región.

 

Antes de llegar, muchos asistentes extranjeros tenían dos temores: que nuestra presencia desnaturalizara el evento; y, lo más importante, que se materializaran las constantes advertencias de las potencias occidentales, en el sentido de que en Tombuctú y sus alrededores había un gran riesgo de atentado terrorista o secuestro por Al Qaeda. Ninguno se cumplió.

 

Los foráneos no formábamos más de un cinco por ciento, si acaso, de los 15 mil o más asistentes. Los jinetes nómadas llegaban por centenas, montando camellos, mientras que las mujeres envueltas en trajes de gran colorido ocupaban las cimas de las dunas para tener las mejores vistas. Jóvenes de múltiples tonos de piel, desde el negro ébano hasta el moreno mediterráneo, cantaban y bailaban toda la música que tocaban en el escenario. Incluso Francisco Gouygou, quien se presenta como El Charro Francés, logró una respuesta fenomenal con sus interpretaciones de rancheras y otras melodías latinas: horas después de su participación, los tuaregs seguían coreando ¡guantanamera, goguira guantanamera! (no entendieron lo de “guajira”, pero el esfuerzo es lo que vale).

 

A los visitantes, eso nos dio un tema de conversación recurrente: el de la sensación de seguridad que teníamos. Había algo de presencia policiaca y dos avionetas Cessna del ejército nacional hacían maniobras para hacerse notar. Era la interacción con los tuaregs, su simpatía, amabilidad y cortés curiosidad, sobre todo, lo que nos hacía sentir bienvenidos.

 

Con un matiz, no obstante: en Malí, como en Marruecos, Senegal y otros países francófonos, lo normal es que una clara mayoría de los viajeros esté conformada por los franceses. En Tombuctú casi no los había.

 

Su gobierno les había advertido que no vinieran, lo que los malienses se estaban tomando como algo personal. En Mopti, un puerto fluvial que conecta el sur y oeste de Malí con el norte y el este, y que es la base para viajar a Tombuctú, hay una industria de agencias de viaje y guías turísticos que depende principalmente del flujo procedente de Francia. Pero París ha colocado a Malí en lo más alto de la escala de riesgo.

 

Issa Ballo, un exitoso hombre de negocios de 37 años, que empezó a los 12 lavando coches de turistas, me mostró en su pantalla, en su oficina de Mopti, la causa de su indignación: en la sección “consejos para viajeros” de la página http://www.diplomatie.gouv.fr, del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia, el mapa de Malí aparecía en tres colores. Una pequeña parte del sur, que incluye la capital, Bamako, estaba en verde, lo que indica un nivel de seguridad aceptable. Todo el norte y el este, incluidos Tombuctú y Gao, brillaban en rojo, es una zona de alto riesgo, según París. En medio, Mopti se encontraba en anaranjado, por lo que sólo debe visitarse por asuntos indispensables.

 

“Lo justifican porque (en septiembre de 2010) Al Qaeda secuestró a cinco franceses (en el vecino país de) Níger”, explicó el maliense de etnia bámbara, “pero eso ocurrió en Níger, ¡esto es Malí!” Debido a la advertencia gubernamental, los grandes operadores turísticos franceses, para los que trabaja la agencia Satimbe Travel, propiedad de Ballo, cancelaron sus viajes a Malí. “Ahora manejamos un 10 por ciento de todos los clientes que teníamos”.

 

EN LA JAIMA CON KAOCEN

 

Si la caída del turismo en Mopti es grave, en Tombuctú es peor. “La gente está desesperada”, me dijo Miranda, la canadiense esposa del tuareg Shindouk, que vive allí desde hace casi ocho años. “La temporada (de visitantes, que va de noviembre a febrero) ya es breve y para muchos es la única oportunidad de tener un ingreso”.

 

Durante siglos, la economía del Sahara se sostuvo con el comercio de las caravanas que conectaban el sur con el Mediterráneo, lo que enriqueció Tombuctú. Pero esto es historia antigua: después de las primeras expediciones portuguesas del siglo XV, los barcos europeos fueron aumentando la frecuencia de sus visitas hasta que eventualmente reemplazaron a los camellos ern el transporte de mercancías. Desde entonces, los nómadas viven en una situación precaria, que vino a agudizarse por la colonización, la presión de los pueblos sedentarios que ocupan tierras y, recientemente, por devastadoras sequías.

 

Ahora –coincidían varios tuaregs con Issa Ballo–, su infortunio venía por mano de AQMI y sellado por Nicolás Sarkozy, quien castigaba a Malí al declararlo sitio no visitable. El presidente francés, por su parte, no pasaba por una racha de buena fortuna. Mientras estábamos en Tombuctú, empezaron a llegar malas noticias, rumores confusos por la falta de medios de comunicación con el exterior.

 

Ese 7 de enero, en Niamey, la capital del vecino Níger, un comando de AQMI entró en un restaurante muy popular, “Le Toulousain”, y se llevó a dos franceses de 25 años que cenaban ahí. De acuerdo con París, los encargados del establecimiento avisaron de inmediato y un grupo del ejército nigerino persiguió y atacó a los secuestradores, sin éxito, por lo que fuerzas especiales francesas tomaron el mando de la operación y efectuaron un segundo intento de rescate, que dejó varios muertos de ambos lados. Los islamistas, dijo Sarkozy, asesinaron a sangre fría a sus víctimas, que “no tuvieron ninguna oportunidad”.

 

Esta versión contradice a la de Al Qaeda, según la cual sus militantes sólo mataron a uno de los rehenes, mientras que el otro falleció en el intercambio de disparos durante el combate.

 

El desenlace del suceso ocurrió el día 8, último del Festival en Tombuctú, donde nos visitaba Amadou Toumani Touré, el presidente del país, quien presidió la carrera de camellos para señalar su compromiso con la protección del encuentro cultural. Y dio un discurso que tuvo en cuenta los recientes atentados: “El Sahara no es solamente una zona de inseguridad, también lo es de alegría y fraternidad”, dijo.

 

A los tuaregs no les gustó el subtexto. “¿Zona de inseguridad?”, rugió Kaocen ag Alhabib, un viejo fuerte y carismático que conocí en una jaima, donde nos escondíamos del calor del mediodía, y que me enseñó a colocarme el taguelmoust (turbante). “¿Cómo es que da por perdido al Sahara tan fácilmente?” El mandatario habló también de la importancia de evitar que Al Qaeda “atraiga a nuestros jóvenes”. “¿De qué jóvenes habla?”, se ofendía el nómada, “¿de los sureños de (la capital) Bamako, acaso? ¿Por qué sugiere que los jóvenes tuaregs simpatizan con los islamistas? Lo único que los expone a tomar un mal camino, sea el de Al Qaeda, el del bandolerismo meramente criminal o cualquier otro, es la pobreza, la falta de oportunidades en la que nos mantienen el gobierno y las potencias que explotan nuestros recursos naturales sin dejarnos nada a cambio”.

 

La gente de la región de Tombuctú ni siquiera había participado en la última rebelión tuareg, que se centró en la zona del pueblo de Kidal, hacia el este. “En mis años de subir y bajar por el Sahara, nunca he encontrado a alguien que simpatice con AQMI”, me dijo Guy Lankester, el dueño británico de la compañía especializada en el Magreb “From here 2 Timbuktu”. Según Kaocen, si Al Qaeda tenía algún respaldo social, más allá de su núcleo de militantes, lo encontraría en Níger: “Ve allá si quieres arriesgar la cabeza”. Lo mismo que me habían dicho en Mauritania sobre Malí.

EN LA CAMA CON EL TUERTO

 

Antes de ir a Níger, no obstante, la ruta me obligó a desandar el camino y volver a pasar por Mopti, donde mi estancia se iba a prolongar. Yo recorría África atento al peligro de una agresión humana, de terroristas o criminales. Otros que vienen aquí se cuidan de los leones, los rinocerontes, los hipopótamos. Pero el enemigo real, el que viene por nosotros sin que lo podamos detener, es infinitamente más pequeño.

 

Tardé en reconocer que me había atrapado. Había leído sobre los síntomas, pero no esperaba que llegara tan velozmente y me tirara en la cama sin darme tiempo a pensar: primero me golpeó con un fuerte dolor de cabeza, después invadió cada tejido de mi cuerpo con intensas oleadas de frío que me hacían temblar completamente fuera de control. Estaba solo, no podía salir de la habitación de mi hostal para buscar ayuda, ni levantar la voz para llamar la atención de alguien. Ese primer combate duró cinco horas.

 

Era el 12 de enero. Cuando el mal me dio una pausa, busqué una pista de lo que me estaba pasando. Me recordó algo que había leído de Ryszard Kapuściński, y era justo lo que me pasaba: “La primera señal de un inminente ataque de malaria es una inquietud interior que empezamos a experimentar de repente y sin ningún motivo claro. Algo nos pasa, algo malo. Si creemos en los espíritus, sabemos qué es: ha entrado en nosotros un espíritu maligno y nos ha embrujado. Nos ha paralizado y clavado (…) al cabo de poco rato, a veces de repente y sin haber dado ninguna señal de aviso, se produce el ataque. Es un súbito y violento ataque de frío. Un frío polar, ártico. Como si alguien nos cogiese desnudos, abrasados por el infierno del Sahel y del Sahara, y nos lanzase directamente al altiplano helado de Groenlandia y las Spitzberg, entre nieves, vientos y tormentas polares”.

 

Tenía malaria, paludismo. Era mi cuarto viaje por África y, de alguna torpe manera, ya no creía que me pudiera alcanzar el maldito mosquito anófeles. Durante días, las fiebres heladas se alternaban con fiebres ardientes, como nunca había tenido. Me sentía tan mal que en la noche prefería no poner el cerrojo a la puerta de mi habitación, para que mi amigo Sidiki Berthé, un maliense de padres dogon y bámbara, y de creencias animistas, que me visitaba dos veces diarias y me traía medicamentos, pudiera entrar si yo no respondía más. Él diagnosticó más tarde, sólo por su experiencia, que también tenía fiebre tifoidea, y cuando me forzó a someterme a un análisis se demostró que tenía razón.

 

En mi confusión, los datos que había recogido se me enredaban más. ¿Cómo era posible que AQMI actuara en Mauritania y en Malí sin que nadie hubiera visto a los predicadores y civiles que la apoyaban? ¿Por qué parecía que Sarkozy se comportaba tan erráticamente? ¿Actuaba con hipocresía el presidente Touré cuando defendía a los jóvenes tuaregs?

 

La cabeza se me partía en fragmentos. Había empezado el viaje retando al desierto del Sahara con fuerza y motivación, y ahora estaba hecho pedazos, temblando de frío en un cuarto caliente. ¿Me alcanzaría la fuerza para seguir recorriendo el Magreb? Si lograba acercarme a los simpatizantes de Al Qaeda, ¿qué tanto sería demasiado? En mis alucinaciones, a veces creía que estaba secuestrado en esa habitación.

 

Una tarde, vi a Belaouer, El Tuerto, el famoso emir argelino de AQMI de quien había leído espantosas historias de crueldad, sentado en mi cama. Miraba mi rostro desde muy cerca. Aproximó la mano a mi cara, secó el sudor de mi frente, me dio agua y sonrió soltando un gorjeo alegre. “Aquí no están, Témoris”. Era Sidiki, mi gran apoyo. “Descansa, toma tiempo para reponerte. Después tienes que seguir. Marcharás rumbo al este”.

 

2011 pdf-qaeda2-foto-cover

PARTE DOS: LOS PREDICADORES DEL DESIERTO

 

Al continuar su búsqueda de los seguidores de Al Qaeda por un inhóspito rincón de África, militantes islamistas encuentran a nuestro colaborador en la segunda de tres partes de esta aventura.

Texto y fotos de Témoris Grecko

Publicado en Esquire Latinoamérica – Julio 2011

 

La malaria me tuvo sujeto durante cinco o seis días. Una y otra vez, cuando pasaba la fiebre caliente, el sudor se enfriaba en la cama y agravaba los temblores de las fiebres heladas. La doctora de la misión médica cubana me recomendó descansar tres semanas, al menos hasta tener fuerza para subir un piso sin sufrir mareos. Me advirtió que, aunque había resistido bien, no debía poner a prueba mi buena suerte. El caso de una amiga española que se contagió al mismo tiempo que yo, con las nubes de mosquitos del río Níger, cayó en coma, casi pierde la vida y pasó un mes en un hospital de Barcelona, reforzaba su argumento, como la cifra de 780 mil personas que mueren de malaria cada año, algo así como dos y medio tsunamis de Indonesia.

 

Cuando me empecé a sentir mejor, no obstante, me invadieron el deseo y la ansiedad, me llené de euforia y decidí marcharme de Mopti para proseguir la búsqueda.

 

Sidiki meneaba la cabeza. Decía que mi demostración de que podía cargar mis dos mochilas no era señal de buena salud, sino de estupidez. Insistió en llevarme en su pequeña moto china a tomar el autobús en el vecino pueblo de Sevaré, para salir rumbo a Gao, la última ciudad de Malí en el este. “Gao no es sitio para blancos ni americanos en estos días”. “Soy moreno mexicano, mon frére”. “Lo que tú quieras. Pero no les digas que México es socio de América y menos que está en América”.

 

Los ayudantes arrojaron mi mochila grande al techo del autobús y partimos. Horas después, en el horizonte del seco paisaje saheliano se levantaron inmensos monolitos, que las guías de viaje comparan con Ulurú, la inmensa roca de Ayers en el centro de Australia. Estaba sentado detrás del conductor cuando sobre el tablero, a sus lados izquierdo y derecho, vi el rostro de Osama bin Laden: tenía pegatinas del jefe terrorista. ¡Oh! ¿Me encontraba entre miembros de Al Qaeda?

 

Empecé a preocuparme y a sentirme como en mis días de fiebres. Sospechaba que el chofer y sus tres compañeros me miraban de reojo, se decían cosas en secreto, conspiraban. Mi equipaje estaba atado arriba, fuera de mi alcance, ¡tendría que escapar sin él! Las necesidad de que los pasajeros descendieran a hacer sus rezos vespertinos, inclinándose en dirección a La Meca, forzó que hiciéramos una parada. Me pareció que los dos hombres que ocupaban los asientos detrás del mío, tuaregs en túnicas azules, se arrodillaban sobre su alfombrilla con devoción especialmente intensa, ¡evidentemente me habían rodeado!

 

La pausa de la oración me sirvió para estudiar el tablero. No podía haber sospechado lo que encontraría. En simetría con el par de imágenes de Bin Laden, había dos de vaqueritas rubias en bikini. También, otras de la cantante Madonna y, rompiendo el balance geométrico, una de Barack Obama sobre una bandera estadounidense y una de Bob Marley. Al regresar el conductor, me di cuenta de que en su camiseta lucía el retrato híper-reproducido del Che Guevara.

 

“¿Por qué Bin Laden?”, le pregunté. “¡Porque es un gran revolucionario!” “¿Y Obama?” “¡Él también es un gran revolucionario!” Era razonable suponer que insistir con el Che y Marley no produciría respuestas muy diferentes.

 

EN LA CALLE CON EL NIGERIANO

 

En Gao esperaba hacer un pequeño desvío al norte, al pueblo de Kidal, centro de la última rebelión tuareg y cercano a la zona donde se sospecha que se esconden los grupos de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), la franquicia de Bin Laden en África Occidental. Quería acercarme también al sitio donde un avión Boeing 727 de narcotraficantes latinoamericanos había sido abandonado entre las dunas, en 2009. Ya se sabía que los cárteles aprovechaban la cercanía de Sudamérica con África, la falta de radares y patrullajes en el Atlántico, y las vastas soledades del Sahara para transportar cocaína en avionetas, pero las dimensiones de esa aeronave sugieren operaciones mayores.

 

No hice progreso alguno allí, sin embargo. La policía detuvo el autobús antes de entrar a Gao y, tras incautar mi pasaporte, me prohibió expresamente viajar a Kidal. Me habían dado algunos contactos de personas que podrían llevarme clandestinamente, pero al dirigirme a ellos dijeron que era excesivamente peligroso: no sólo habría que evitar a los bandidos, a los terroristas y a los contrabandistas de drogas, también a los soldados, y yo ni siquiera tenía documentación.

 

Sólo uno aceptó: dijo que cobraría 500 dólares, pero una hora más tarde elevó el precio a 3 mil, debido a riesgos que no había tomado en cuenta. “Son sólo ocho horas en todoterreno”, reclamé, “¿es que no ves que no me envía la CNN? Sólo soy un reportero independiente”. “Al final, los periodistas siempre pagan”, cortó.

 

La ciudad me pareció hostil. Shaka Olumese, un nigeriano carismático que es una apreciada figura pública en Gao y posee el alojamiento donde dormí, me explicó que años atrás recibía a muchos huéspedes occidentales, pero el impacto de los ataques de AQMI mató el negocio. “Quisiera montar un hostal en Lagos (Nigeria)”, soñaba, “ahí sí que hay dinero”.

 

Le expliqué que en las calles de Gao había recibido algunos insultos y que dos tipos en una moto habían jugado conmigo, simulando que intentaban secuestrarme. Otro hombre se había acercado a gritarme que Francia era una porquería y, cuando le dije que no era francés, sino de México, bramó: “¿Eso está en América?, entonces América es una porquería”. “Ser antiestadounidense o antifrancés no es simpatizar con Al Qaeda”, explicó Olumese. “(Esa actitud) es por las intromisiones extranjeras en el Sahara e Irak. Pero aquí todos odiamos a Al Qaeda. Estamos en un rincón alejado del mundo, la economía decae sin turismo occidental. Cuando la pobreza se agudiza, crece el rencor. Este lugar es peligroso para ti, pero no por AQMI, no vas a encontrar a ninguno de ellos”.

 

“Si quiero arriesgar la cabeza, tengo que ir a Níger”, bromeé, pensando en quienes semanas antes me habían recordado las prácticas poco amables de los secuestradores. Él lo tomó en serio. “Sí. A Níger”.

 

Sólo me devolvieron el pasaporte cuando comprobaron que estaba por salir hacia el país vecino. “Bon voyage!”, deseó un policía malencarado.

 

EN AYOROU CON EL YIJADISTA

 

En los dos puestos de frontera, el de Malí y el de Níger, los guardias se enredaron con mi nombre y optaron por llamarme “¡mexicano!”, en voz alta. Me parecía una ventaja que los demás pasajeros del autobús tuvieran claro que yo, único occidental a la mano, no tenía alguna de las nacionalidades que menos apreciaban.

 

A lo largo del viaje, que en total duró unas 12 horas, varias amables personas se habían acercado a mí para curiosear sobre mi país. Me equivoqué al pensar que Ibrahim tenía el mismo interés. Habíamos parado para someternos a la revisión de aduanas en Ayorou, el primer pueblo de cierta relevancia en Níger, compuesto de casas y de muros bajos de ladrillos de adobe, y chozas tradicionales de hojas y ramas, en medio del desierto. Los funcionarios apenas se habían molestado en mirar el contenido de mi mochila y se concentraban en examinar los sacos de granos y los nudos de pobres gallinas sofocadas que viajaban en el techo del vehículo.

 

De unos 50 años de edad, Ibrahim llevaba un turbante blanco, una chilaba (camisón que llega hasta los tobillos) de color gris verdoso y sandalias negras de plástico. Su rostro, de un tono oscuro profundo, era delgado y se alargaba con un mentón estirado, sobre el que brotaba una modesta barbilla caprina, de pelos entrecanos. Había empezado con la misma frase que los demás: “Entonces, tú eres mexicano”. No me preguntó, como los otros, por mi salud, por mi familia ni por mis cabras, como es la costumbre. Fue directamente a lo suyo, apuntando con el dedo a las cosas que mencionaba: “Dios creó el cielo. Y Dios creó la tierra. Dios creó el fierro”. Señaló el autobús. “Nosotros somos la creación de Dios. Y estamos en el mundo para someternos a su voluntad”.

 

A mí no me tocaba hacer nada más que escucharlo con atención. Él tomó eso como una muestra de receptividad. “Yo te reconozco”, continuó. “Tú eres cristiano. Pero has venido a África a buscar a Dios. Él te ha traído aquí. ¿Y es que no ha sido él quien nos ha puesto en tu camino?” Cuatro compañeros suyos nos rodeaban, todos negros maduros con aspecto religioso: barbas tupidas, vestimentas tradicionales, turbantes o pequeños gorros blancos ajustados al cráneo.

 

“Debes convertirte al Islam. Es bueno para ti”. Tras unas pocas palabras, este hombre ya se sentía en posición de pedirme que le diera un giro de 180 grados a mi vida. ¡Qué fácil! Por lo menos, yo quería saber por qué. “Porque es la fe que te llevará al paraíso. En el paraíso, Dios te dará todo. Allá no hay enfermedad. No hay cansancio. No hay tristeza. Vivirás cerca de Él y serás feliz adorándolo”.

 

Las religiones son así. Una ideología laica tiene que honrar sus compromisos en esta tierra. Si no lo hace, pierde su valor y la gente la abandona. Las ideologías místicas, en cambio, pueden hacer cualquier promesa, incluso la más grande imaginable, vida eterna en total felicidad, sin que haga falta cumplir nada en este mundo. Con toda naturalidad, lo dejan para la otra vida. Y nadie ha vuelto de allá para desmentirlas.

 

Le pregunté qué me daría la religión ahora, antes del paraíso. “Fe. Certidumbre. Tranquilidad”, respondió. “Sabrás que Él existe y que Él es el origen de todo. El dinero no te da tranquilidad. Ni mil camellos te darán tranquilidad. Dice El Corán: ‘En verdad, sólo en la remembranza de Dios pueden encontrar descanso los corazones’”.

 

Sin transición, Ibrahim empezó a recitar en árabe. “La ilaha illa Allah, Muhammadur rasul Allah”. Es la shahada, uno de los cinco pilares del Islam, y significa: “No hay otro Dios más que Alá y Mahoma es su profeta”. No era la primera vez que me trataban de convertir. Yo conocía la frase y lo sorprendí repitiéndola. Él lo atribuyó a mi deseo de adoptar su fe, un poderoso sentimiento indudablemente imbuido por dios, y mostrándose muy complacido, se esmeró en perfeccionar mi pronunciación. Sus compañeros aprobaban con sonidos amistosos.

 

Entonces hizo ademán de darme un ejemplar de El Corán. Mi reacción automática fue acercar una mano, pero él retiró el libro como si fuera un caramelo y yo, un niño ansioso. Sus amigos murmuraban: “¡No, no!” “Sin tocar”, advirtió mi interlocutor, sonriendo, “aquí está la palabra de Dios, sólo lo puede tocar el creyente”. ¿Cómo puedo convertirme si no me dejan leer para aprender? “Primero te conviertes. Después lees”.

 

La contradicción no era aparente para Ibrahim, quien celebró que los europeos estaban adoptando la fe, gracias a la acción divina. “Hace 30 años, en París había tan solo una mezquita. ¡Ahora hay mil! Muchos occidentales han abierto los ojos y son ahora nuestros hermanos. ¿O no es sólo Dios quien puede abrirnos el paraíso?”

 

Le dije que también en Barcelona y otras ciudades cercanas, como Reus, se estaban multiplicando los templos musulmanes. “¿En verdad? ¿Y enseñan el Islam de la manera correcta?” No mentí al decir que varias de ellas eran salafistas. Es decir, predican la misma doctrina de Al Qaeda en el Magreb Islámico. “Eso es muy importante. Muy importante. Nada puede interponerse ante los designios del Creador”.

 

Ibrahim preguntó a qué países había viajado. Mencioné varios, sólo estados donde predomina la secta musulmana suní, en la que se inscribe el salafismo. “¿Y Pakistán?”, quiso saber, “¿no has ido a Pakistán?” El hecho de que insistiera en esa nación, donde Al Qaeda entrenaba a sus yijadistas (combatientes de la Yijad o guerra santa), me pareció una confesión de militancia. Pero debía confirmarlo. Respondí que no había ido a Pakistán, pero el nombre me gustaba. “Dime el nombre de una mezquita salafista en Barcelona”, demandó. En 2010, yo había hecho un reportaje en una del barrio del Raval, que lleva el nombre del general musulmán que conquistó España en el siglo VIII: “Tariq bin Ziyad”. “¡Un héroe! Ve a hablar con el imán. Sométete a Dios, aprende. Y lograrás que te inviten a Pakistán. Podrás luchar por Dios, ¡inshallah! (dios lo quiera)”

 

YIJADISTAS DE LA PALABRA

 

Me pareció que, en mi afán de obtener respuestas, yo estaba cometiendo algunos pequeños tropiezos, palabras mal medidas que podrían haberle hecho pensar que mi interés no era religioso, sino periodístico o de espionaje. Sin embargo, su convencimiento de que era dios quien nos había reunido para traer la luz a mis ojos, y su buena voluntad de maestro, me ayudaban a hacer pasar los errores como deficiencias de mi mal francés que él corregía con gusto.

 

Tenía que lanzarme, sin embargo: “¿Ustedes están luchando por dios?” Logré mantener un tono de ingenuidad a pesar de que sentía escalofríos. No detecté sorpresa ni contrariedad en su actitud, sin embargo. “Somos yijadistas de la palabra. Somos predicadores y venimos a Níger por un mes, porque en estos países se canta y se baila, y muchas mujeres carecen de respeto por sí mismas, y los hombres que no conocen el recto camino no pueden imponer su guía. Dios sabe que tampoco en el sitio de donde venimos se practica el verdadero Islam, la gente es ignorante y vive en pecado. Somos muy pocos los que conocemos la palabra de Dios y hace falta mucho esfuerzo para corregir las desviaciones. En Niamey (la capital) nos dirán a qué lugares del país tenemos que dirigirnos”.

 

“Yijadistas… ¿cómo los de Al Qaeda en el Magreb Islámico?”, insistí, sospechando que ahora sí me había metido en problemas. “Nuestros hermanos son de otra parte, son árabes del Mediterráneo. Nosotros somos malinkés, del sur de Malí, cerca de la frontera con Costa de Marfil. Ellos son yijadistas de las armas. Nosotros luchamos con la palabra. Pero Al Qaeda somos todos. Y nuestro guía es el emir”. Se refería a Bin Laden.

 

Recordó entonces que Al Qaeda se levanta para enfrentar los muchos agravios cometidos por los cristianos en su “cruzada para arrasar el Islam”: la destrucción de Al Andalus (Andalucía), la maldición que es Israel y la inmensa opresión contra los palestinos, la imposición de gobiernos pecaminosos en el Magreb, Irak, Afganistán… “Ellos (los occidentales) vienen a destruir la fe. Sus ejércitos nos matan. Sus misioneros tratan de engañar a buenos musulmanes. Sus hombres seducen a nuestras jóvenes para hacerlas pecar y separarlas de dios. La sharía (ley islámica) castiga eso con la muerte”.

 

La referencia a los seductores pudo haber sido una alusión a Antoine de Leocour, uno de los dos franceses que murieron en la noche del 7 al 8 de enero tras haber sido secuestrados por AQMI. Él vivía en Niamey y estaba a punto de casarse con una nigerina musulmana. El otro chico asesinado era su mejor amigo, que venía para fungir como padrino en la boda. Comenté que yo, como occidental, también corría el riesgo de ser raptado. Ibrahim me miró con simpatía. “A ti, hermano, te protege Dios. Él te trajo a África y Él quiso que yo viera en ti el deseo de conocer la verdad, sólo gracias a Él te pude reconocer. Puedes andar seguro por Niamey, ¡inshallah! Pero no seas atrevido. No vayas cerca de donde ellos (AQMI) están, pues los cruzados (Francia y Estados Unidos) y sus lacayos de Níger y Malí los tienen sometidos a una enorme presión. No provoques que se equivoquen contigo”.

 

Subimos al autobús, partimos tras larga espera, y yo no dejaba de comer. Los predicadores, que tomaron asientos detrás de mí, compartían conmigo todo lo que les caía en las manos: pan, plátano, carne de chivo. Incluso agua que venden en bolsas de plástico, con aspecto poco higiénico. Se bajaron en las afueras de Niamey. Yo había supuesto que Ibrahim no se separaría de mí sin obtener una promesa de ir a la mezquita de Barcelona. No le hacía falta: estaba convencido de que era el camino que dios me abría, pues, dijo, la verdad se revela a sí misma y quienes la ven, no pueden hacer más que reconocerla y aceptarla. Estoy seguro de que se sorprendería si supiera que no he adoptado el Islam. Se fue con la inmensa alegría de haber facilitado una conversión y encaminado a un futuro yijadista.

 

“Tariq bin Ziyad”, recordó al despedirse. “Ve con el imán de la mezquita. Los caminos del profeta te conducirán al paraíso, ¡inshallah! Desde hoy, eres nuestro hermano y tu nombre es Mohamed Tariq”.

 

¿Casualidad? En septiembre de 2009, jóvenes seguidores de Fethullah Gülen –un influyente clérigo moderado— me “convirtieron” al Islam en la ciudad de Urfa, en el Kurdistán turco. Y por nombre me pusieron Mohamed Tariq.

 

EN LA CENA CON EL INVESTIGADOR

 

Niamey es una de las capitales más pobres y remotas de África. Polvorienta y caliente hasta niveles de espanto, tiene un único alivio y consuelo, la ancha corriente del Níger que le regala agua, una banda de verdor y nombre para el país, antes de fluir con sus hipopótamos y peces capitaine al sur, hacia Nigeria (que como la República de Níger, toma nombre a partir del río).

 

Llegué un mal viernes 28 de enero. El secuestro y asesinato del par de franceses, sólo tres semanas antes, se conjuntaba con las elecciones que celebraría ese domingo la junta militar, que hacía un año había tomado el poder en un golpe de Estado con saldo de 10 muertos, y las medidas de seguridad eran extremas por temor a atentados terroristas. Los soldados de los puntos de control, en las salidas de la ciudad, en encargaban de aplicarnos a los extranjeros la prohibición de aventurarnos más allá de Niamey.

 

Los residentes occidentales (empresarios, cooperantes, misioneros cristianos) se encontraban en estado de máxima alerta: los que no se habían marchado (por primera vez desde que llegó a Níger, en 1962, el Peace Corps suspendió operaciones), se recluían en sus barrios, embajadas, colegios y centros de ocio con piscinas y canchas de softball, detrás de muros, barricadas, cámaras y guardias.

 

Douglas Cronym, sin embargo, tomaba distancia de estas actitudes. Al estadounidense, profesor de la Escuela Americana, le gustaba hacer exactamente aquello que estaba prohibido para los expatriados: caminar en solitario, entrar en las humildes tiendas, convivir con los lugareños. El sábado previo a los comicios, me guió por la activa vida nocturna de la musulmana Niamey, donde jugamos billar y chocamos tarros de cerveza con desconocidos que apreciaban que estuviéramos con ellos, desdeñando advertencias.

 

Su hermano, Nelson, conoció a su esposa Judith en Níger en los años 90, como voluntarios del Peace Corps. Regresaron a Estados Unidos, tuvieron hijos que ahora son altos como baobabs, y en 2010 vinieron todos a Níger para que Nelson realizara una investigación para su tesis doctoral, sobre migración del campo a la ciudad por efecto del cambio climático. Así se reencontró con viejos amigos tuaregs que, al igual que antaño, lo reciben en sus comunidades como a un pariente.

 

“Viniste en vano”, me dijo Nelson, levantando risas entre su familia, cuando me invitaron a cenar en su casa. “Me sorprendería que en Níger hubiera simpatizantes de Al Qaeda. Detestan a los yijadistas, son un peso para el país y un peligro para la población”. Como ejemplo, puso que AQMI ni siquiera había sido capaz de establecer bases permanentes. “Llegan, golpean y huyen al desierto de Malí. Y no se esconden allá porque tengan apoyo de la gente, sino porque hay zonas que el gobierno no controla. Además, son árabes”.

 

La distinción es importante. En la dirigencia de Al Qaeda central, la de Bin Laden, sólo hay árabes. Los talibán afganos, por ejemplo, no pueden aspirar a ser líderes de Al Qaeda porque son pastunes. Algo similar ocurre en las franquicias de Al Qaeda en países árabes, como AQMI, originada en Argelia y ahora asentada en territorio tuareg. Un racismo tan acentuado hace difícil imaginar a los yijadistas árabes ganándose a los lugareños como hermanos, aunque se hayan dado casos en que bandas de delincuentes tuaregs prestan sus servicios a AQMI a cambio de dinero.

 

Esto mismo levanta una barrera étnica que los separa de los predicadores malinkés con los que hablé: la devoción de Ibrahim nunca le ganaría un lugar de igual entre los seguidores árabes de Bin Laden. Le pregunté a Nelson si había oído de ellos: respondió que no, que la presencia de clérigos de Al Qaeda le sonaba más bien como un caso fuera de lo común. Pero la distancia entre los yijadistas de la palabra y los de las armas, así como la intención de Ibrahim y sus compañeros de “corregir” el Islam que se practica en el Magreb, podían ser más evidencias de que el extremismo violento no arraiga en el país.

 

JUNTO AL RÍO CON LOS EMIGRANTES

 

Como en tantos países pobres, en Níger la gente del campo llega a la ciudad con lo puesto, a encontrar poco. Arisal ag Moussa y sus hermanos eran la avanzadilla de la familia, procedente de la región de Arlit, un pueblo en el norte, cerca de la frontera con Argelia. Sin camellos ni orgullo, los tres tuaregs esperaban al resto de sus parientes sin haberles podido hallar un sitio para vivir: apenas habían logrado levantar unos techos con despojos de construcción y plantas, cerca de la orilla del río Níger.

 

“Somos muy ricos y seguimos siendo muy pobres”, se quejaba Arisal, de 24 años. Desde que en 1969 se descubrió uranio en Arlit, el pueblo experimentó un crecimiento económico que atrajo a decenas de miles de nómadas del desierto a vivir en villas miseria que establecieron en los alrededores. Las dos minas de la multinacional francesa AREVA representan el 10% del consumo de ese mineral en la Unión Europea y el 32% de las exportaciones de Níger. Pero sus 1,600 empleados son extranjeros.

 

El compromiso de AREVA con la población local se puede medir con las donaciones que concedió para alimentar a la gente en la espantosa hambruna de 2005, que afectó a 3 millones de personas, incluidos 800 mil niños menores de cinco años. La ONU pidió 81 millones de dólares para atender la emergencia. La contribución de AREVA fue de 130 mil euros en junio de ese año y 120 mil adicionales en julio. Sus ganancias del ejercicio anual ascendieron a 428 millones de euros.

 

El impacto ambiental también es significativo: tanto por el enorme consumo de agua en una zona donde la escasez es aguda como por la elevada radiación que provoca la industria del uranio: AREVA se comprometió a eliminar este último problema en 2007, y en septiembre de 2009 se felicitó por haber concluido la limpieza. Semanas más tarde, en noviembre, expertos de Greenpeace encontraron que la radiación en la calle principal de Arlit y en el cercano pueblo de Akokan era “500 veces mayor de lo normal”, lo que constituía “niveles muy peligrosos”.

 

En 2007, los líderes de la última rebelión tuareg señalaron las actividades de AREVA como uno de sus principales motivos de descontento y demandaron que abriera empleos para los lugareños y compartiera con ellos sus beneficios. Todo esto le dio a AQMI una oportunidad de ganar popularidad dándole un golpe al enemigo occidental. Los cinco franceses y los dos africanos que secuestró en septiembre de 2010 trabajaban para AREVA y fueron capturados en Arlit.

 

La insurrección terminó en 2009 con promesas gubernamentales de generar bienestar, que no se han cumplido. Hundidos en la pobreza total, miles de tuaregs emigran a Niamey. Como Arisal, que compartió conmigo lo único que tenía: te. “Los beneficiarios del uranio no fuimos nosotros, sino los franceses y los extranjeros que trajeron para extraerlo: chinos, indios, sudafricanos, panameños. Su presencia ha cambiado nuestra cultura. Le compran al gobierno tierra que siempre fue nuestra y ya no podemos llevar nuestras cabras a pastar ahí”.

 

No hay empleo para los jóvenes. El modo de vida tradicional de su pueblo desaparece sin que llegue el del mundo moderno: “He aquí que Al Qaeda nos habla, nos dice que peleemos contra los colonialistas kafirs (infieles)”, dijo el tuareg, “y nos ofrece dinero. Algunos jefes de la última rebelión se sintieron engañados (por el gobierno) y formaron bandas de asaltantes”, que ocasionalmente prestan servicios a AQMI, como traerle armas y municiones de contrabando. “Por eso preferimos venir a Niamey a buscar una forma de vivir”, concluyó mi interlocutor. “El Islam es una religión de paz. Otros no la entienden así”.

 

Después de tanto escuchar que la población local no simpatizaba con Al Qaeda, ese testimonio confirmaba reportes de que, a pesar de todo, sí había una colaboración con los yijadistas, aunque sólo se tratase de algunos grupos de bandidos, no de una parte significativa de la población.

 

Y había señalamientos aún más graves que provenían del presidente A.T. Touré, de Malí, y de ministros franceses, como el que hasta principios de 2011 ocupó Exteriores, Bernard Kouchner, quien explicó así el secuestro de los franceses de AREVA: “Los que se llevaron a estos hombres y mujeres podrían ser tuaregs actuando por órdenes (de AQMI). Los venderán a los terroristas, que no son muy numerosos”.

 

Esto alimentó las generalizaciones que se estaban haciendo en círculos políticos occidentales y causó enojo entre la población local: “Es demasiado burdo y ridículo acusar al pueblo tuareg”, respondió Boutali Tchewiren, un exlíder rebelde nigerino que formó la asociación Alhak-Nakal (derecho a la tierra), “la comunidad tuareg no es responsable por las acciones de unos pocos individuos”. Nicolas Roix, Un articulista del sitio web especializado en periodismo People with Voices, reflexionó: “Si un ciudadano francés estuviera involucrado en una organización terrorista, nadie diría ‘los franceses son terroristas’”.

 

“Hacer negocios no es simpatizar”, precisó Arisal, al lado del Níger. “Esas bandas (de tuaregs) también ayudan a transportar droga por el desierto a los narcotraficantes latinoamericanos, que son cristianos y totalmente ajenos al Magreb. Los bandidos no tratan con AQMI por defender el Islam. Lo hacen por hambre”.

 

EL OBSCURO SAHARA DE KEENAN

 

“Si es cierto que los extremistas se nutren no sólo de ideólogos, sino de pueblos reprimidos, marginados y despojados, deberíamos preguntarnos por qué los tuaregs siguen condenando a AQMI en lugar de sumarse masivamente al grupo”, replantea el antropólogo británico Jeremy Keenan. Desde mis días de convalecencia en Mopti, y tras haber obtenido su dirección de correo electrónico, había estado leyendo sus investigaciones sobre el Magreb. Varios tuaregs y occidentales me habían recomendado contactar a este investigador de la Escuela de Estudios Africanos de la London University y autor del libro “The Dark Sahara: America’s War on Terror in Africa”.

 

No faltan las teorías de la conspiración pero Keenan se cuida que lo mezclen con fantasías paranoicas: el académico fundamenta con numerosos datos cada uno de sus argumentos y recuerda que no estamos frente a una anomalía, pues varios eventos clave de la historia reciente del mundo ocurrieron gracias a maniobras clandestinas de agencias secretas estadounidenses y de otros países.

 

En el caso del desierto del Sahara, revela, se da una conjunción de hechos: la región es rica en uranio y se sospecha que también en petróleo; tanto Francia como Estados Unidos aspiran a controlar esos recursos; los gobiernos del área quisieran someter a los tuaregs y otros pueblos inconformes; Argelia desea ganar poder militar y consolidarse como el mandamás de la zona.

 

En su libro, Keenan explica que la presencia de AQMI tiene varios beneficios para los protagonistas antes mencionados: legitima la intervención de fuerzas militares estadounidenses y francesas; Argelia, que durante los años 90 fue tratado como estado paria por los occidentales, se beneficia por haberse convertido en el aliado local de Washington y espera obtener de él armamento sofisticado; la lucha contra Al Qaeda justifica, además, que los argelinos ejerzan una presión política y militar sobre sus vecinos y se entrometan en sus asuntos; y finalmente, asociar a AQMI con los tuaregs facilita que gobiernos como el del presidente Touré de Malí o las dictaduras militares de Níger y Mauritania mantengan su hostigamiento –a veces velado, otras abierto– contra estos nómadas.

 

En 2002 y 2003, revela la investigación de Keenan, el gobierno de George W. Bush y el de Argel planearon la creación en el Sahara de otro frente de la guerra contra el terrorismo. El detonador fue el secuestro en 2003 de 32 turistas europeos por el Grupo Salafista de la Predicación y el Combate (GSPC, que en enero de 2007 se renombró AQMI), tras lo cual Bush lanzó su Iniciativa Contraterrorista Trans-Sahariana, en la que involucró a una serie de países y conectó las dos principales zonas productoras de petróleo del continente: Argelia y Nigeria.

 

La parte más delicada de “The Dark Sahara” es la del papel que les atribuye a los servicios de inteligencia argelinos, el Département du Renseignement et de la Sécurité (DRS), un estado dentro del Estado que durante la sangrienta guerra que empezó en 1992 contra el GSPC y su antecedente, el Grupo Islámico Armado, logró infiltrarlos y controlar a algunos de sus líderes. Keenan afirma que su jefe principal en 2003, Amari Saifi “El Para”, ordenó el secuestro de los 32 europeos por órdenes del DRS, en complicidad con el Departamento de la Defensa de EU.

 

Esto no significa que una mayoría de los dirigentes y militantes de AQMI estén controlados por Argel (y por Washington, indirectamente). Pero explicaría algunas decisiones estratégicas, como el hecho de que el GSPC haya abandonado su objetivo inicial de convertir Argelia en un emirato islámico, y se haya comprometido con una idea más vaga y amplia, como es la guerra santa global de Al Qaeda (con el consecuente cambio de nombre de GSPC a AQMI), así como que haya reducido sus actividades en Argelia para ubicarse en el norte de Malí, un área que es ajena al grupo tanto étnicamente como porque ahí predomina una secta musulmana distinta del salafismo, la sufí, más moderada: si esto es correcto, el apoyo popular que se cree en Occidente que tiene AQMI entre los tuaregs y otros pueblos vecinos es falsa, pues su presencia ahí sería una imposición de intereses extra-regionales.

 

Y también locales: “Los gobiernos de Argelia, Malí, Níger y Mauritania han utilizado la guerra contra el terrorismo para aplastar a la oposición legítima y a los tuaregs”, explica el académico británico, “y además han montado actos de provocación para que los lugareños realicen motines y demostrarle a Washington el potencial de la amenaza terrorista. A cambio, reciben la generosidad financiera y militar que viene con la bendición de Washington”.

 

Para los tuaregs, el saldo es dramático: los cerca de 100 mil turistas que atendían al año en el norte de Malí y de Niger y en el sur de Argelia, y que eran su principal fuente de ingresos, han desaparecido casi por completo. Las matanzas de ganado que ha realizado el ejército nigerino, como una manera de castigarlos económicamente por su nrebeldía, los han empobrecido aún más. En tanto que la presencia de AQMI y de narcos latinoamericanos representa dos cosas: peligros y limitaciones de movimiento, por un lado, y una de las escasas oportunidades de ganar dinero, por el otro.

 

“Marginados, ignorados y despojados, los tuaregs todavía son buenos combatientes”, advierte Keenan, “y la cuestión es si van terminar por tratar de resolver las cosas a su manera”.

 

Mi exploración indicaba que la base popular de Al Qaeda en el desierto del Sahara no se encontraba en su mitad sur, ni en el Sahel, como había escuchado en Occidente. ¿Estaría entonces al norte, en la costa mediterránea desde donde descendió el yijadismo armado de AQMI? La pregunta cobraba doble relevancia ahora que la región estaba en llamas, con los tunecinos y los egipcios lanzados a la rebeldía contra los dictadores aliados de Occidente.

 

Era lo que Osama bin Laden había pedido por años, y dejó grabado su beneplácito por esos alzamientos. En coincidencia, grandes medios de comunicación occidentales aseguraban que los yijadistas engrosaban las filas de los insurrectos. Tal vez allá estaba: tendría que cruzar el desierto hasta El Cairo, corazón político del mundo árabe y musulmán.

2011 pdf-qaeda3-foto-cover

PARTE TRES: LOS MOTIVOS DEL GUERRERO

 

Al final de su búsqueda por el desierto del Sahara, nuestro colaborador va a la guerra para conversar con un yijadista.

 

Texto y fotos de Témoris Grecko

Publicado en Esquire Latinoamérica – Agosto 2011

 

En el aeropuerto de Trípoli, la capital de Libia, tuve que cambiar vuelos de la aerolínea de ese país, Al Afriqiyah. Venía de Niamey, en Níger, y me dirigía a un lugar que después de 4 mil años de atraer visitantes, había abandonado súbitamente del mapa turístico mundial. “¿Vas a El Cairo? ¿En serio? ¿Qué no has escuchado de la plaza Tahrir?”, me decía el oficial que revisó mi pasaporte. “¡Tahrir, Tahrir!”, gritaba para llamar la atención de sus compañeros y burlarse de mí a carcajadas, “¡éste va para allá, donde tienen una revolución, la gente se está matando!”

 

No podía imaginarse que yo llevaba ya más de dos meses recorriendo el desierto del Sahara, tratando de resolver un enigma: ¿dónde estaba la base social de Al Qaeda, aquella muchedumbre salvaje que, como se daba por hecho en países occidentales, nutría de militantes y apoyo al enemigo que trata de imponernos un califato islámico global? Si existía, no era significativa en los países del sur de la región, donde lo que había encontrado era un enorme rechazo hacia ese grupo. Pero en el norte, según las señales, tal vez la podría hallar.

 

Siguiendo a la revolución de Túnez, de diciembre de 2010, la de Egipto había estallado el 25 de enero, para derrocar regímenes aliados de Occidente. Esto era algo que el líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, había pedido reiteradamente: anunció su beneplácito con una grabación en la que calificaba la serie de alzamientos árabes como una “rara y grande oportunidad histórica de levantarse con la comunidad islámica y liberarse de la servidumbre de los gobernantes, las leyes hechas por el hombre y la dominación occidental”.

 

En el bando contrario, grandes medios de comunicación alertaban de la perversa presencia de Al Qaeda en la insurrección egipcia. Lo veía en la pantalla de Douglas Cronym, un maestro de primaria estadounidense que residía en Niamey y sólo disponía de una fuente de información televisada en inglés: The Pentagon Channel es un canal del Departamento de Defensa de Estados Unidos que alterna su programación (que en lugar de anuncios comerciales pasa homenajes a veteranos de las últimas guerras, a los que describe como real american heros, “auténticos héroes americanos”) con horas completas de los principales canales de noticias de su país. Todos ellos coincidían en señalar el peligro de que Al Qaeda aprovechara los disturbios, sin fuentes ni datos duros que respaldaran sus afirmaciones.

 

Un presentador de Fox News, por ejemplo, mostró un gráfico con un gran cuadro naranja a la izquierda, que decía Hermanos Musulmanes (el principal partido islámico egipcio, de perfil electoral y no violento), y dos más pequeños, del mismo color, a las derecha: uno decía Hamás (el grupo islamista palestino que domina la franja de Gaza) y el otro, Al Qaeda. No adornaron el esquema con elementos que intentaran vincular, ni siquiera burdamente, las tres figuras: líneas, flechas, ganchos… nada. Pero el presentador dio por demostrada la asociación de Hermanos Musulmanes con Al Qaeda, a pesar del conocido historial de rechazo mutuo entre ambas organizaciones.

 

La coincidencia entre Bin Laden y Fox News, sin embargo, podría ser una pista. ¿Acaso lograría encontrar entre los árabes insurrectos el soporte popular de Al Qaeda y la explicación social de ese apoyo?

 

EN EGIPTO CON EL PERIODISTA

 

El único televisor de la sala de espera del aeropuerto mostraba imágenes de horribles enfrentamientos en Egipto. Los atónitos pasajeros veíamos carros blindados aplastar manifestantes, hombres disparando a sangre fría, personas caer heridas de bala, chicas chorreando sangre. Horas más tarde, llegué a un El Cairo reducido a una situación medieval, en la que los vecinos de cada cuadra controlaban los movimientos de los transeúntes como si se tratase de señoríos feudales, y donde la buena razón de los mayores y educados era sometida por los impulsos hormonales de adolescentes que gozaban de pequeños ámbitos de poder por primera ocasión en sus vidas. Los periodistas éramos perseguidos: por la policía secreta y los soldados que nos detenían, por los golpeadores y los esbirros del régimen que nos querían matar.

 

Sólo ese espacio que tanto asustaba al oficial libio, la pequeña “república” rebelde de la plaza Tahrir, era relativamente seguro. Libertario. Democrático. Autogestivo. Y siendo religioso (las cinco oraciones del día eran atendidas), resultaba secular e incluso ecuménico: un nuevo símbolo, formado por una media luna islámica y una cruz cristiana que se entrelazaban, se repetía en carteles, mantas y cualquier otro soporte en representación de la unidad entre los egipcios. Incluso las piedras que guardaban para defenderse de los ataques se utilizaban, en días tranquilos, para dibujar sobre el pavimento este grito de solidaridad interreligiosa, que haría llorar desconsolado a Bin Laden.

 

Personas de ambas fes realizaban ceremonias conjuntas en las que las manos alzaban pequeños ejemplares de El Corán, cruces coptas de madera, banderas egipcias y teléfonos celulares para grabar el fenómeno. Vi a un cura barbudo a quien atendía un joven médico: “¡Este chico es musulmán”, me dijo el viejo, “¡y mira qué bien me trata!”

 

¿Estaba Al Qaeda presente de alguna forma entre los revolucionarios de Tahrir? ¿Tiene simpatías o alguna popularidad en el movimiento? “La respuesta a esas preguntas es cero y cero”, dijo Jorge Fuentelsaz, corresponsal de la agencia española EFE en El Cairo y que ha vivido los últimos once años en Siria y Egipto.

 

Los manifestantes estaban en la calle, pero no exigían la imposición de un régimen islamista, en sus demandas simplemente no había un contenido religioso: querían opciones políticas, oportunidades económicas, acceso a la educación… en suma, leyes hechas por el hombre. Al contrario de lo que algunos temían, lo que pusieron en evidencia las insurrecciones en Túnez y Egipto fue la enorme dimensión del fracaso de Al Qaeda y el yijadismo global: aunque los dictadores contra quienes la gente se alzó eran todos enemigos de Bin Laden (unos aliados de Occidente, otros no), nadie exigía la sharía (ley islámica), sino las libertades que el fundamentalismo les quiere negar.

 

La única presencia islamista relevante era la de Hermanos Musulmanes, el partido que al principio manifestó sus dudas sobre la revolución, tardó en sumarse a ella y a final de cuentas tuvo un peso minoritario: el 12 de febrero, cuando los revolucionarios festejaban en Tahrir la caída del dictador Josni Mubárak, vi a un grupo de Hermanos celebrar en un sector de la plaza… deben haber reunido a unas 200 personas entre los cientos de miles que había ahí.

 

Fuentelsaz, quien realizó su tesis doctoral sobre esta organización y es autor del blog especializado hermanosmusulmanes.wordpress.org, me explicó que “los Hermanos y al Qaeda se llevan mal”, en particular Ayman al-Zawahiri (quien meses después, tras la muerte de Bin Laden, se convertiría en jefe de Al Qaeda): “Él rompió con ellos en su adolescencia y nunca les ha perdonado que participen en el juego político, algo que Zawahiri considera una legitimación del régimen y, por lo tanto, una traición a los principios islámicos. Por su parte, los Hermanos, aunque a Bin Laden tras su muerte le pusieron el apelativo de jeque, siempre han condenado los métodos violentos” (de manera general: Fuentelsaz precisó que esa postura cambia en el caso de “lo que denominan luchas de resistencia contra la ocupación”, es decir, contra los israelíes en Palestina).

 

“Aquí hay salafistas y esperarán la mejor oportunidad para manifestarse”, me alertó el periodista egipcio-alemán Amr Hayed. Los Hermanos Musulmanes son muy distintos de la gente de Bin Laden, pero como ocurre con Al Qaeda en el Magreb Islámico, con los yijadistas de la palabra con los que hablé en Níger y con los extremistas de Barcelona, el salafismo es una de las sectas más intolerantes y está presente en Egipto, aunque no se dejaron ver por Tahrir ni en los eventos de la revolución.

 

“(Los salafistas) consideran infieles a los que no piensan como ellos y, por lo tanto, creen que es legítimo derramar su sangre”, me explicó Fuentelsaz. Dentro de esa corriente, sin embargo, existen grupos con posturas divergentes, como los tafkiríes y los wahabíes: “Al Qaeda es uno de los grupos salafistas, los considerados radicales tafkiríes”, precisó el periodista español. “Aunque algunos de los salafistas egipcios se aproximan mucho a las ideas takfiríes, no son violentos. Además, hasta la caída de Mubárak, predicaban en contra de la implicación a la política actividad que consideraban haram (prohibido por el Islam). Para ellos, lo importante era respetar al gobernante. Eran ideas más salafistas wahabíes, es decir influidas por las prédicas de Arabia Saudí. Digamos que (tafkiríes y wahabíes) coinciden en ciertos principios morales ultrapuritanos y rigoristas –modos de vestir, prácticas religiosas, conductas morales…–, pero no en los métodos”.

 

En suma, los salafistas egipcios pueden compartir ideas sobre el deber ser con Al Qaeda, pero no simpatizan con la yijad mundial, la guerra santa para imponer por la vía de las armas el califato global.

 

CAMINO A LIBIA

 

Quienes sí habían peleado bajo el liderazgo de Osama bin Laden estaban en Libia, según reportes recientes. En esos días, el descontento se extendió a esa república dictatorial para convertirse en guerra civil: el 17 de febrero, había iniciado una revolución que al principio había querido ser pacífica, pero que se convirtió en armada cuando la represión del régimen se tornó sangrienta y el pueblo saqueó los arsenales militares.

 

La “capital” rebelde era Bengasi y, otra vez, los medios y líderes occidentales alertaron del peligro islamista, mediante la “revelación” de información ya conocida, la de que de esa ciudad, en la década pasada, habían salido decenas de combatientes islámicos que pelearon contra fuerzas occidentales. El centro político de la insurrección era la ciudad de Bengasi, capital de la provincia de Cirenaica, de la que salieron al menos 73 yijadistas a pelear en Irak como parte de las fuerzas de Al Qaeda (la quinta parte del total de extranjeros), según el instituto Combating Terrorism Center de la academia militar de West Point. “Si quiero arriesgar la cabeza” –me llegó la frase que se había convertido en sello de esta expedición—, “debo ir a Libia”.

 

Trevor Snapp, un fotógrafo estadounidense, y yo nos dirigimos en autobús a la frontera de Egipto, con la esperanza de poder colarnos por ahí a pesar de que el gobierno libio de Muamar Gadafi ni daba visas ni quería periodistas. Una noche en el camino, paramos en el pequeño pueblo beduino de Sidi Barrani, a la orilla del Mediterráneo. Era un rincón remoto de Egipto al que habían llegado muy pocos viajeros occidentales desde la segunda guerra mundial, cuando pasó el Afrika Korps del general nazi Erwin Rommel, el “Zorro del Desierto”, sólo para retornar perseguido por las tropas aliadas del británico Bernard Montgomery, en 1942.

Un joven egipcio muy atento nos invitó a beber té. Quiso saber a dónde íbamos. Se asustó: “¿A Libia? ¡A Libia! ¿Qué no han escuchado de lo que ocurre en Libia? ¡Ahí tienen una revolución, cientos de muertos!”

 

Pensé en el sarcástico oficial del aeropuerto de Trípoli, que se carcajeaba de los enfrentamientos en Egipto sin sospechar que pronto los tendría en su propio país. Y mucho más graves.

 

EN LA GUERRA CON EL EXYIJADISTA

 

¿A qué clase de gente encontraríamos del otro lado de la frontera? El régimen había perdido el control del puesto militar e ingresaríamos al país clandestinamente. Gadafi había advertido dos cosas: que los reporteros que hallaran sus fuerzas serían tratados como colaboradores de Bin Laden y que los revolucionarios eran todos yijadistas drogados, porque Al Qaeda les ponía a los jóvenes “pastillas alucinógenas en el Nescafé”. ¿Estábamos entrando en territorio de combatientes islamistas?

 

Lo parecían. Las primeras personas que se nos pusieron enfrente eran civiles con largas barbas, vestidos con chilaba (un camisón que baja hasta los tobillos) y chalecos de camuflaje, y que nos mostraban sus fusiles Kalashnikov. No nos secuestraron ni torturaron: preocupados por nuestra seguridad, nos ayudaron a conseguir transporte y enviaron a un guardia armado para que nos protegiera.

Al día siguiente, llegamos a Bengasi. Desde la azotea del edificio Seggressioni, una herencia de la época de la colonia italiana, cada viernes presenciábamos el imponente espectáculo de miles de hombres orando juntos en la plaza de la Mahkama de Bengasi. Guiados por el imán y con el Mediterráneo detrás, a veces soportando furiosas borrascas, otras bajo el sol de invierno, recordaban a los caídos y pedían ayuda divina para vencer al “satánico” Gadafi y sus “demonios”.

 

Aunque el libio es un pueblo muy religioso, de nuevo escasearon las señales de extremismo. Las demandas eran las mismas que en Egipto: democracia, libertades, empleos. Por el liderazgo no competían clérigos fanáticos, sino los abogados defensores de los derechos humanos que habían convocado a las primeras manifestaciones, y exfuncionarios del régimen que se habían pasado al bando rebelde. Estos últimos eran peligrosos oportunistas, me quedaba claro, pero no tenían relación alguna con Al Qaeda.

 

Tres semanas después, a mediados de marzo, física, emocional y mentalmente extenuado por meses de desierto, conflicto y guerra, estaba elaborando un plan para salir de Libia cuando uno de los portavoces de la dirigencia revolucionaria me confió que en uno de los “pelotones” rebeldes habían detectado a algunos luchadores que habían peleado para Al Qaeda en Irak. Estaba combatiendo 160 kilómetros al sur de Bengasi, en la puerta occidental de Ajdabiya, una ciudad estratégica a la que trataban de conquistar las fuerzas de Gadafi.

 

Yo ya no esperaba encontrar a las masas de simpatizantes de Bin Laden que, dados algunos reportes de televisión, nos imaginamos en Occidente. Probablemente las había en otra región del mundo, pero en el desierto del Sahara, le había dado la vuelta, la actitud predominante en la gente había sido de repudio a Al Qaeda. Además, no me quedaban ganas de regresar al frente de batalla, donde había pasado algunos sustos: la enorme indisciplina de las tropas rebeldes provocaba que la línea de combate fuera peligrosamente inestable y fluida. Una vez que un grupo de estos muchachos inexperimentados empezaba a huir, el terror se expandía en instantes y la resistencia desaparecía. El ejército de Gadafi avanzaba entonces con velocidad y ya había capturado a varios colegas reporteros que fueron sorprendidos.

 

Ésa era quizá mi oportunidad de obtener explicaciones, sin embargo, de conocer a yijadistas de las armas que en otro tiempo habían formado parte de la base social de Al Qaeda, y que podrían explicarme por qué estaban o habían estado dispuestos a morir por ella.

 

Mustafa Sanfaz, el militante revolucionario que me condujo en su auto a Ajdabiya y que serviría de traductor al inglés, me anticipó que Al Qaeda seguramente querría aprovechar la oportunidad de infiltrarse en el movimiento, “pero por ahora, dudo que alguien los pudiera respaldar. No conozco a nadie que simpatice con su ideología extremista, estamos a gusto con el Islam como lo practicamos. Lo único que hará que algunos apoyen a Al Qaeda será que los occidentales se sienten a ver cómo Gadafi nos aplasta”.

 

Encontramos al “pelotón” mientras hacía los rezos de mediodía, detrás de unas tiendas de campaña, junto a la carretera. Era tal vez el único momento en el que todos parecían serios y disciplinados. Cuando concluyeron, observé que los más jóvenes eran indistinguibles de los de otros grupos de luchadores, pero a diferencia de casi todos los adultos que había visto, varios de los mayores mostraban la seriedad de la experiencia de combate. Asumí que esos eran los antiguos miembros del Grupo Combatiente Islámico Libio (GCIL) que atentó contra Gadafi en 1996, que fue aplastado por la represión y cuyos militantes se exiliaron para luchar en otros países como parte de Al Qaeda.

 

No tuve que improvisar una forma de aproximarme: mientras yo los evaluaba, Mustafa había empezado a hablar y reír con ellos, extrayéndoles información. Él sabía que yo había sido bautizado Mohamed Tariq ya dos veces y escogió ese nombre para presentarme y ganar confianza. Pronto me habían rodeado: “Éste peleó en Ciudad Sáder (un barrio de Bagdad) hasta 2007”, señalaba mi compañero. “Y éste, colocaba explosivos improvisados en la carretera a (la ciudad iraquí de) Faluya”. En lugar de mostrarse reservados ante el periodista occidental, los rebeldes hacían bromas sobre lo que imaginaban que era México, “un lugar con mucha nieve”.

 

“Es que ya han dejado el fanatismo atrás”, explicó Mustafa, “dicen que los tiempos han cambiado y el sentido de la lucha, también. Antes odiaban a los cristianos porque estaban aliados con Gadafi mientras él mataba a nuestra gente, pero esta vez esperan que Occidente nos proteja”. “Respetamos al emir (Bin Laden)”, intervino Mahmoud, el de Ciudad Sáder, en buen italiano, “pero sus lugartenientes han convertido a Al Qaeda en una máquina de matar musulmanes. Al Qaeda perdió la posibilidad de convencer a los fieles, y el Islam, un poco de su prestigio y fuerza moral. Ahora lo importante es ganar la libertad”.

 

La lengua italiana carece del sonido J y era curioso que mi interlocutor, que me invitó a sentarme a tomar el té que preparaba con fuego de soplete sobre la carretera, lo introdujera con sonoridad a mitad de las palabras. Sólo eso resultaba cómico en ese hombre de 40 años, que no era especialmente afable. Pero inspiraba confianza. En su cráneo sin pelo destacaban las cejas tupidas y los ojos, con negras pestañas de camello y mirada directa que hacía sentir que hablaba con verdad.

 

TRAS LA DUNA, BAJO EL AVIÓN

 

Eran días de temor porque Gadafi por fin había logrado consolidar sus tropas, los rebeldes retrocedían con rapidez y Ajdabiya estaba en peligro: “Al shabab (los jóvenes) van al combate sin entender nada”, lamentó Mahmoud. Entonces sonó el potente rumor de un bombardero y, como todos los demás, combatientes y mirones, salimos en estampida. Las ametralladoras antiaéreas retumbaban estúpidamente, arrojando metal hacia cualquier rincón del cielo porque los operadores no veían su objetivo. Como no tenía otra idea mejor, seguí a Mahmoud. Saltamos tras una duna y nos dejamos caer sobre la arena. Mi boca se llenó de gránulos. Si la onda de la explosión venía del lado contrario, explicó, tendríamos algún nivel de protección, aunque fuera mínimo. Si no, de todos modos sería casi imposible sobrevivir. El misil cayó a un kilómetro de distancia.

 

¿O había caído antes de que yo lo percibiera? Cómo saberlo. La confusión era tal que podríamos habernos convertido en polvo sin darnos cuenta. ¿Qué fue primero, el avión o la bomba?

 

— Si escuchas el avión, ya te salvaste, Mohamed. Las bombas llegan primero, –me instruyó Mahmoud.

— ¿Es así?, –repliqué. –Entonces, ¿por qué corrimos?

— Eso es lo que se dice. ¡Allá tú si quieres quedarte a descubrir que es falso!

 

Por un momento supuse que tendría un dejà vu, la sensación de que revivía aquel momento, casi cuatro meses y cinco países atrás, en que había empezado mi búsqueda del otro lado del Sahara, también en un paisaje desértico-apocalíptico, atento a la aeronave que cruzaba las alturas. Pero era muy distinto: ahora los del avión querían matarnos, me encontraba en medio de la guerra y los que se levantaban frente a mí no eran oxidados cadáveres de coche, sino los hombres que iban a morir.

 

Profundamente desorganizados, carentes de estructura de mando, sin táctica ni estrategia, ni algo que se pareciera a un plan, los rebeldes libios confiaban en dios, en la justicia de su causa y en la fuerza de su empuje suicida. El humo de la explosión se alzó decenas de metros, sofocando el viento con cenizas y arena que pronto empezaron a descender sobre nosotros.

 

No habían herido a nadie, sin embargo. Decenas corrimos hacia el cráter recién creado. Los adolescentes y los adultos, disfrazados de militar o de revolucionario (preferidos eran el estilo Arafat –pañuelo negro y blanco al cuello o sobre la cabeza—, y el estilo Che, de boina calada y barba) con cualquier prenda que hubieran hallado, levantaban metálicos restos del misil, disparaban sus Kalashnikov al aire y celebraban con gritos de “Alá akbar” el evidente milagro de la protección divina.

 

Mahmoud era muy devoto, pero su experiencia bélica lo forzaba a descreer. No había sido dios, sino algún plan diabólico de Gadafi. “Está jugando con nosotros, juega, juega”, musitaba como única manera de explicarse el mal tino del artillero del avión. “Ya viene Gadafi a destruirnos. Acabará con todo. Con nuestra gente, nos matará a todos. Él tiene la fuerza. Él tiene el poder. Ahí están sus aviones”.

 

Década y media atrás, este guerrero y sus compañeros del GCIL habían sido aplastados por Gadafi. Años después, con al Qaeda en Irak, fueron incapaces de expulsar al ejército estadounidense y sus aliados. “Nos rebelamos contra la injusticia”, explicó. “Éramos muy jóvenes y a nuestros ojos, los predicadores del emir (Bin Laden) le dieron sentido a nuestra furia, un sentido divino. Que fue rompiéndose en pedazos con cada bomba musulmana que mataba musulmanes. Nosotros enfrentamos a invasores armados, hombres de guerra. Nunca osamos atacar a nuestros hermanos”. Los hombres de Bin Laden, sí. Pero Mahmoud no veía culpabilidad en él: la atribuía a jefes secundarios que no entendían el mensaje del líder. “Los hombres pervierten lo que tocan”, continuó, “pervirtieron a Al Qaeda y dañaron el Islam”.

 

Ahora, el exyijadista se encontraba en una situación que jamás imaginó: exigir la ayuda de sus antiguos enemigos. Yo lo veía como una vuelta más de la rueda de la fortuna, del juego absurdo de la política global de la violencia: si Estados Unidos se había aliado a Bin Laden y terroristas como él en los 80, para combatir a la Unión Soviética en Afganistán, y después había encontrado en ellos a sus peores adversarios, no resultaba sorprendente lo que le ocurría a Mahmoud. Él no conocía esos antecedentes, sin embargo. Sólo se sentía en un mundo enloquecido en el que había que tener el pragmatismo para resolver las urgencias inmediatas, y el ejército del dictador venía con todo.

 

“Los occidentales se hicieron ricos vendiéndole armas (a Gadafi) a cambio de nuestro petróleo”, afirmó. Algunos en Europa clamaban que, si las potencias occidentales intervenían, estarían demostrando que sólo les interesaban los recursos energéticos libios. Mahmoud sentía que era exactamente al contrario: “Han tenido todo el combustible que han deseado gracias a Gadafi. Si ahora no vienen a detenerlo, si no entran a salvar al pueblo del genocidio, quedará claro que lo único que les importa es el petróleo. Y entenderé que tenían razón quienes me condenaron por abandonar la Yijad (guerra santa)”.

 

EN LA FRONTERA CON MI SOMBRA

 

Días más tarde, el 19 de marzo, después de que el ejército había tomado Ajdabiya y hecho polvo la posición donde yo había bebido té con Mahmoud, aviones franceses barrieron tanques y blindados que avanzaban en columnas de kilómetros de largo, y con los que el gadafismo había llegado a las afueras de Bengasi, dispuesto a arrasarla. Se evitó lo que amenazaba con convertirse en la masacre de una ciudad de un millón de habitantes, una Srebrenica (la ciudad bosnia destruida por los serbios) multiplicada.

 

Cientos de miles de libios musulmanes salieron a las calles a ondear las banderas azul, blanco y rojo de Francia y Estados Unidos, los mismos países que odian en Gao y otras partes del otro lado del Sahara. También mostraron las enseñas de Gran Bretaña, España y Catar, que también apoyaban la intervención extranjera, y las de los igualmente revolucionarios Egipto y Túnez: las oraciones de los viernes se convirtieron en auténticos actos internacionalistas.

 

Y si hay alguien que tenga simpatías por Al Qaeda, hoy deben ser más débiles que ayer. No sé si Mahmoud y sus amigos exyijadistas, que imaginaban un México polar, sobrevivieron a la sangrienta toma de Ajdabiya. De estar vivos, supongo que ahora celebrarían la colaboración entre musulmanes y cristianos por la que rezaban y que salvó a su gente del exterminio. Y me pregunto qué sentirían, en cambio, si conocieran el penar de los tuaregs y otros pueblos, estrangulados por la cuádruple pinza que forman las potencias cristianas y los gobiernos musulmanes de la región, los católicos narcotraficantes latinoamericanos y los salafistas de AQMI: otro acto de (involuntaria) cooperación inter-religiosa, esta vez con signo fatal.

 

Tal vez concluirían que la maldad no es exclusiva de una fe u otra. En la tierra de nadie donde mi búsqueda empezó, marroquíes y mauritanos se enseñan los dientes y las bayonetas, después de haber colaborado para aplastar a los sajaráuis, los indígenas del Sahara Occidental que todavía luchan por su independencia. Y todos ellos son musulmanes. Pero quienes les compran los recursos naturales y les venden las armas son poderosas naciones cristianas. Las mismas cuyos más influyentes medios de comunicación presentan a la pobre gente del desierto como terroristas en potencia y candidatos al caos sin remedio.

 

Un caos que en buena medida está siendo provocado por los juegos megalomaníacos de Francia, Estados Unidos y sus aliados regionales, a quienes les conviene exagerar la popularidad de Al Qaeda para justificar sus actos (hasta Gadafi utiliza el fantasma de Al Qaeda para desprestigiar a los rebeldes). Las mismas acciones que pueden convencer a algunos de abrazar el terrorismo: es un círculo vicioso artificial.

 

“Con mis piernas es suficiente”, le dije al conductor de un taxi mientras atravesaba los dos kilómetros que hay que caminar del puesto libio al final del egipcio. Estaban asfaltados, no tenían dunas ni minas explosivas, al contrario de aquella inhóspita frontera que había cruzado al principio de la travesía. Cientos de refugiados africanos estaban empantanados entre ambos países, sin poder avanzar ni querer regresar a la guerra.

 

Yo sí podía salir de ahí. Y no tenía más motivos para quedarme. Las jorobas de mi sombra se encogían hacia mis botas, como si el calor derritiese las mochilas que reposaban sobre espalda y pecho. Sentía en el cabello el peso de arenas de varios extremos del mayor desierto del mundo. Y en mi interior, burbujeaba la indignación del que ha visto la mentira, y a los mentirosos seguir mintiendo: en los países de Occidente, la verdad oficial transmitida por televisión seguirá siendo que los pueblos del Sahara –los que sufren más que nadie la presencia de los terroristas— esconden y fortalecen a Al Qaeda.

 

Pero la brisa salada del Mediterráneo, el cercano mar cuyo aroma me acariciaba aunque no alcanzara a ver sus volátiles espumas, me refrescó con otras imágenes que se abrieron paso con suavidad en mi mente: las historias de Shindouk, el tuareg, plenas de sentido común; el ecumenismo de Oumar, en el puerto de Diré, y del viejo cura copto con su médico musulmán, en Tahrir; el candor de “El Charro Francés” que puso a los nómadas a bailar Guantanamera; la convicente mirada de Mahmoud, el exyijadista, que fue capaz de reconocer sus errores y reconducir su lucha; y las nobles atenciones de Sidiki, el maliense animista que cuidó mi malaria en Mopti.

 

Son grandes derrotas de la mentira –pensé mientras me subía al coche de unos beduinos, que cortésmente ofrecieron acercarme a El Salum, el primer pueblo en Egipto—. Evidencias de que la verdad no ha renunciado a vivir entre nosotros.

 

 

 

 

Leave a Reply

Fill in your details below or click an icon to log in:

WordPress.com Logo

You are commenting using your WordPress.com account. Log Out /  Change )

Twitter picture

You are commenting using your Twitter account. Log Out /  Change )

Facebook photo

You are commenting using your Facebook account. Log Out /  Change )

Connecting to %s