Tras las huellas de Al Qaeda. Parte 3 de 3: Los motivos del guerrero


TRAS LAS HUELLAS DE AL QAEDA

PARTE TRES: LOS MOTIVOS DEL GUERRERO

 Al final de su búsqueda por el desierto del Sahara, nuestro colaborador va a la guerra para conversar con un yijadista.

(Éste es el texto completo. Aquí puedes encontrar el pdf de la versión publicada, con mis fotos.)

Ve a la parte 1 de 3

Ve a la parte 2 de 3

Texto y fotos de Témoris Grecko

Publicado en Esquire Latinoamérica – Agosto 2011

En el aeropuerto de Trípoli, la capital de Libia, tuve que cambiar vuelos de la aerolínea de ese país, Al Afriqiyah. Venía de Niamey, en Níger, y me dirigía a un lugar que después de 4 mil años de atraer visitantes, había abandonado súbitamente del mapa turístico mundial. “¿Vas a El Cairo? ¿En serio? ¿Qué no has escuchado de la plaza Tahrir?”, me decía el oficial que revisó mi pasaporte. “¡Tahrir, Tahrir!”, gritaba para llamar la atención de sus compañeros y burlarse de mí a carcajadas, “¡éste va para allá, donde tienen una revolución, la gente se está matando!”

No podía imaginarse que yo llevaba ya más de dos meses recorriendo el desierto del Sahara, tratando de resolver un enigma: ¿dónde estaba la base social de Al Qaeda, aquella muchedumbre salvaje que, como se daba por hecho en países occidentales, nutría de militantes y apoyo al enemigo que trata de imponernos un califato islámico global? Si existía, no era significativa en los países del sur de la región, donde lo que había encontrado era un enorme rechazo hacia ese grupo. Pero en el norte, según las señales, tal vez la podría hallar.

Siguiendo a la revolución de Túnez, de diciembre de 2010, la de Egipto había estallado el 25 de enero, para derrocar regímenes aliados de Occidente. Esto era algo que el líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, había pedido reiteradamente: anunció su beneplácito con una grabación en la que calificaba la serie de alzamientos árabes como una “rara y grande oportunidad histórica de levantarse con la comunidad islámica y liberarse de la servidumbre de los gobernantes, las leyes hechas por el hombre y la dominación occidental”.

En el bando contrario, grandes medios de comunicación alertaban de la perversa presencia de Al Qaeda en la insurrección egipcia. Lo veía en la pantalla de Douglas Cronym, un maestro de primaria estadounidense que residía en Niamey y sólo disponía de una fuente de información televisada en inglés: The Pentagon Channel es un canal del Departamento de Defensa de Estados Unidos que alterna su programación (que en lugar de anuncios comerciales pasa homenajes a veteranos de las últimas guerras, a los que describe como real american heros, “auténticos héroes americanos”) con horas completas de los principales canales de noticias de su país. Todos ellos coincidían en señalar el peligro de que Al Qaeda aprovechara los disturbios, sin fuentes ni datos duros que respaldaran sus afirmaciones.

Un presentador de Fox News, por ejemplo, mostró un gráfico con un gran cuadro naranja a la izquierda, que decía Hermanos Musulmanes (el principal partido islámico egipcio, de perfil electoral y no violento), y dos más pequeños, del mismo color, a las derecha: uno decía Hamás (el grupo islamista palestino que domina la franja de Gaza) y el otro, Al Qaeda. No adornaron el esquema con elementos que intentaran vincular, ni siquiera burdamente, las tres figuras: líneas, flechas, ganchos… nada. Pero el presentador dio por demostrada la asociación de Hermanos Musulmanes con Al Qaeda, a pesar del conocido historial de rechazo mutuo entre ambas organizaciones.

La coincidencia entre Bin Laden y Fox News, sin embargo, podría ser una pista. ¿Acaso lograría encontrar entre los árabes insurrectos el soporte popular de Al Qaeda y la explicación social de ese apoyo?

EN EGIPTO CON EL PERIODISTA

El único televisor de la sala de espera del aeropuerto mostraba imágenes de horribles enfrentamientos en Egipto. Los atónitos pasajeros veíamos carros blindados aplastar manifestantes, hombres disparando a sangre fría, personas caer heridas de bala, chicas chorreando sangre. Horas más tarde, llegué a un El Cairo reducido a una situación medieval, en la que los vecinos de cada cuadra controlaban los movimientos de los transeúntes como si se tratase de señoríos feudales, y donde la buena razón de los mayores y educados era sometida por los impulsos hormonales de adolescentes que gozaban de pequeños ámbitos de poder por primera ocasión en sus vidas. Los periodistas éramos perseguidos: por la policía secreta y los soldados que nos detenían, por los golpeadores y los esbirros del régimen que nos querían matar.

Sólo ese espacio que tanto asustaba al oficial libio, la pequeña “república” rebelde de la plaza Tahrir, era relativamente seguro. Libertario. Democrático. Autogestivo. Y siendo religioso (las cinco oraciones del día eran atendidas), resultaba secular e incluso ecuménico: un nuevo símbolo, formado por una media luna islámica y una cruz cristiana que se entrelazaban, se repetía en carteles, mantas y cualquier otro soporte en representación de la unidad entre los egipcios. Incluso las piedras que guardaban para defenderse de los ataques se utilizaban, en días tranquilos, para dibujar sobre el pavimento este grito de solidaridad interreligiosa, que haría llorar desconsolado a Bin Laden.

Personas de ambas fes realizaban ceremonias conjuntas en las que las manos alzaban pequeños ejemplares de El Corán, cruces coptas de madera, banderas egipcias y teléfonos celulares para grabar el fenómeno. Vi a un cura barbudo a quien atendía un joven médico: “¡Este chico es musulmán”, me dijo el viejo, “¡y mira qué bien me trata!”

¿Estaba Al Qaeda presente de alguna forma entre los revolucionarios de Tahrir? ¿Tiene simpatías o alguna popularidad en el movimiento? “La respuesta a esas preguntas es cero y cero”, dijo Jorge Fuentelsaz, corresponsal de la agencia española EFE en El Cairo y que ha vivido los últimos once años en Siria y Egipto.

Los manifestantes estaban en la calle, pero no exigían la imposición de un régimen islamista, en sus demandas simplemente no había un contenido religioso: querían opciones políticas, oportunidades económicas, acceso a la educación… en suma, leyes hechas por el hombre. Al contrario de lo que algunos temían, lo que pusieron en evidencia las insurrecciones en Túnez y Egipto fue la enorme dimensión del fracaso de Al Qaeda y el yijadismo global: aunque los dictadores contra quienes la gente se alzó eran todos enemigos de Bin Laden (unos aliados de Occidente, otros no), nadie exigía la sharía (ley islámica), sino las libertades que el fundamentalismo les quiere negar.

La única presencia islamista relevante era la de Hermanos Musulmanes, el partido que al principio manifestó sus dudas sobre la revolución, tardó en sumarse a ella y a final de cuentas tuvo un peso minoritario: el 12 de febrero, cuando los revolucionarios festejaban en Tahrir la caída del dictador Josni Mubárak, vi a un grupo de Hermanos celebrar en un sector de la plaza… deben haber reunido a unas 200 personas entre los cientos de miles que había ahí.

Fuentelsaz, quien realizó su tesis doctoral sobre esta organización y es autor del blog especializado hermanosmusulmanes.wordpress.org, me explicó que “los Hermanos y al Qaeda se llevan mal”, en particular Ayman al-Zawahiri (quien meses después, tras la muerte de Bin Laden, se convertiría en jefe de Al Qaeda): “Él rompió con ellos en su adolescencia y nunca les ha perdonado que participen en el juego político, algo que Zawahiri considera una legitimación del régimen y, por lo tanto, una traición a los principios islámicos. Por su parte, los Hermanos, aunque a Bin Laden tras su muerte le pusieron el apelativo de jeque, siempre han condenado los métodos violentos” (de manera general: Fuentelsaz precisó que esa postura cambia en el caso de “lo que denominan luchas de resistencia contra la ocupación”, es decir, contra los israelíes en Palestina).

“Aquí hay salafistas y esperarán la mejor oportunidad para manifestarse”, me alertó el periodista egipcio-alemán Amr Hayed. Los Hermanos Musulmanes son muy distintos de la gente de Bin Laden, pero como ocurre con Al Qaeda en el Magreb Islámico, con los yijadistas de la palabra con los que hablé en Níger y con los extremistas de Barcelona, el salafismo es una de las sectas más intolerantes y está presente en Egipto, aunque no se dejaron ver por Tahrir ni en los eventos de la revolución.

“(Los salafistas) consideran infieles a los que no piensan como ellos y, por lo tanto, creen que es legítimo derramar su sangre”, me explicó Fuentelsaz. Dentro de esa corriente, sin embargo, existen grupos con posturas divergentes, como los tafkiríes y los wahabíes: “Al Qaeda es uno de los grupos salafistas, los considerados radicales tafkiríes”, precisó el periodista español. “Aunque algunos de los salafistas egipcios se aproximan mucho a las ideas takfiríes, no son violentos. Además, hasta la caída de Mubárak, predicaban en contra de la implicación a la política actividad que consideraban haram (prohibido por el Islam). Para ellos, lo importante era respetar al gobernante. Eran ideas más salafistas wahabíes, es decir influidas por las prédicas de Arabia Saudí. Digamos que (tafkiríes y wahabíes) coinciden en ciertos principios morales ultrapuritanos y rigoristas –modos de vestir, prácticas religiosas, conductas morales…–, pero no en los métodos”.

En suma, los salafistas egipcios pueden compartir ideas sobre el deber ser con Al Qaeda, pero no simpatizan con la yijad mundial, la guerra santa para imponer por la vía de las armas el califato global.

CAMINO A LIBIA

Quienes sí habían peleado bajo el liderazgo de Osama bin Laden estaban en Libia, según reportes recientes. En esos días, el descontento se extendió a esa república dictatorial para convertirse en guerra civil: el 17 de febrero, había iniciado una revolución que al principio había querido ser pacífica, pero que se convirtió en armada cuando la represión del régimen se tornó sangrienta y el pueblo saqueó los arsenales militares.

La “capital” rebelde era Bengasi y, otra vez, los medios y líderes occidentales alertaron del peligro islamista, mediante la “revelación” de información ya conocida, la de que de esa ciudad, en la década pasada, habían salido decenas de combatientes islámicos que pelearon contra fuerzas occidentales. El centro político de la insurrección era la ciudad de Bengasi, capital de la provincia de Cirenaica, de la que salieron al menos 73 yijadistas a pelear en Irak como parte de las fuerzas de Al Qaeda (la quinta parte del total de extranjeros), según el instituto Combating Terrorism Center de la academia militar de West Point. “Si quiero arriesgar la cabeza” –me llegó la frase que se había convertido en sello de esta expedición—, “debo ir a Libia”.

Trevor Snapp, un fotógrafo estadounidense, y yo nos dirigimos en autobús a la frontera de Egipto, con la esperanza de poder colarnos por ahí a pesar de que el gobierno libio de Muamar Gadafi ni daba visas ni quería periodistas. Una noche en el camino, paramos en el pequeño pueblo beduino de Sidi Barrani, a la orilla del Mediterráneo. Era un rincón remoto de Egipto al que habían llegado muy pocos viajeros occidentales desde la segunda guerra mundial, cuando pasó el Afrika Korps del general nazi Erwin Rommel, el “Zorro del Desierto”, sólo para retornar perseguido por las tropas aliadas del británico Bernard Montgomery, en 1942.

Un joven egipcio muy atento nos invitó a beber té. Quiso saber a dónde íbamos. Se asustó: “¿A Libia? ¡A Libia! ¿Qué no han escuchado de lo que ocurre en Libia? ¡Ahí tienen una revolución, cientos de muertos!”

Pensé en el sarcástico oficial del aeropuerto de Trípoli, que se carcajeaba de los enfrentamientos en Egipto sin sospechar que pronto los tendría en su propio país. Y mucho más graves.

EN LA GUERRA CON EL EXYIJADISTA

¿A qué clase de gente encontraríamos del otro lado de la frontera? El régimen había perdido el control del puesto militar e ingresaríamos al país clandestinamente. Gadafi había advertido dos cosas: que los reporteros que hallaran sus fuerzas serían tratados como colaboradores de Bin Laden y que los revolucionarios eran todos yijadistas drogados, porque Al Qaeda les ponía a los jóvenes “pastillas alucinógenas en el Nescafé”. ¿Estábamos entrando en territorio de combatientes islamistas?

Lo parecían. Las primeras personas que se nos pusieron enfrente eran civiles con largas barbas, vestidos con chilaba (un camisón que baja hasta los tobillos) y chalecos de camuflaje, y que nos mostraban sus fusiles Kalashnikov. No nos secuestraron ni torturaron: preocupados por nuestra seguridad, nos ayudaron a conseguir transporte y enviaron a un guardia armado para que nos protegiera.

Al día siguiente, llegamos a Bengasi. Desde la azotea del edificio Seggressioni, una herencia de la época de la colonia italiana, cada viernes presenciábamos el imponente espectáculo de miles de hombres orando juntos en la plaza de la Mahkama de Bengasi. Guiados por el imán y con el Mediterráneo detrás, a veces soportando furiosas borrascas, otras bajo el sol de invierno, recordaban a los caídos y pedían ayuda divina para vencer al “satánico” Gadafi y sus “demonios”.

Aunque el libio es un pueblo muy religioso, de nuevo escasearon las señales de extremismo. Las demandas eran las mismas que en Egipto: democracia, libertades, empleos. Por el liderazgo no competían clérigos fanáticos, sino los abogados defensores de los derechos humanos que habían convocado a las primeras manifestaciones, y exfuncionarios del régimen que se habían pasado al bando rebelde. Estos últimos eran peligrosos oportunistas, me quedaba claro, pero no tenían relación alguna con Al Qaeda.

Tres semanas después, a mediados de marzo, física, emocional y mentalmente extenuado por meses de desierto, conflicto y guerra, estaba elaborando un plan para salir de Libia cuando uno de los portavoces de la dirigencia revolucionaria me confió que en uno de los “pelotones” rebeldes habían detectado a algunos luchadores que habían peleado para Al Qaeda en Irak. Estaba combatiendo 160 kilómetros al sur de Bengasi, en la puerta occidental de Ajdabiya, una ciudad estratégica a la que trataban de conquistar las fuerzas de Gadafi.

Yo ya no esperaba encontrar a las masas de simpatizantes de Bin Laden que, dados algunos reportes de televisión, nos imaginamos en Occidente. Probablemente las había en otra región del mundo, pero en el desierto del Sahara, le había dado la vuelta, la actitud predominante en la gente había sido de repudio a Al Qaeda. Además, no me quedaban ganas de regresar al frente de batalla, donde había pasado algunos sustos: la enorme indisciplina de las tropas rebeldes provocaba que la línea de combate fuera peligrosamente inestable y fluida. Una vez que un grupo de estos muchachos inexperimentados empezaba a huir, el terror se expandía en instantes y la resistencia desaparecía. El ejército de Gadafi avanzaba entonces con velocidad y ya había capturado a varios colegas reporteros que fueron sorprendidos.

Ésa era quizá mi oportunidad de obtener explicaciones, sin embargo, de conocer a yijadistas de las armas que en otro tiempo habían formado parte de la base social de Al Qaeda, y que podrían explicarme por qué estaban o habían estado dispuestos a morir por ella.

Mustafa Sanfaz, el militante revolucionario que me condujo en su auto a Ajdabiya y que serviría de traductor al inglés, me anticipó que Al Qaeda seguramente querría aprovechar la oportunidad de infiltrarse en el movimiento, “pero por ahora, dudo que alguien los pudiera respaldar. No conozco a nadie que simpatice con su ideología extremista, estamos a gusto con el Islam como lo practicamos. Lo único que hará que algunos apoyen a Al Qaeda será que los occidentales se sienten a ver cómo Gadafi nos aplasta”.

Encontramos al “pelotón” mientras hacía los rezos de mediodía, detrás de unas tiendas de campaña, junto a la carretera. Era tal vez el único momento en el que todos parecían serios y disciplinados. Cuando concluyeron, observé que los más jóvenes eran indistinguibles de los de otros grupos de luchadores, pero a diferencia de casi todos los adultos que había visto, varios de los mayores mostraban la seriedad de la experiencia de combate. Asumí que esos eran los antiguos miembros del Grupo Combatiente Islámico Libio (GCIL) que atentó contra Gadafi en 1996, que fue aplastado por la represión y cuyos militantes se exiliaron para luchar en otros países como parte de Al Qaeda.

No tuve que improvisar una forma de aproximarme: mientras yo los evaluaba, Mustafa había empezado a hablar y reír con ellos, extrayéndoles información. Él sabía que yo había sido bautizado Mohamed Tariq ya dos veces y escogió ese nombre para presentarme y ganar confianza. Pronto me habían rodeado: “Éste peleó en Ciudad Sáder (un barrio de Bagdad) hasta 2007”, señalaba mi compañero. “Y éste, colocaba explosivos improvisados en la carretera a (la ciudad iraquí de) Faluya”. En lugar de mostrarse reservados ante el periodista occidental, los rebeldes hacían bromas sobre lo que imaginaban que era México, “un lugar con mucha nieve”.

“Es que ya han dejado el fanatismo atrás”, explicó Mustafa, “dicen que los tiempos han cambiado y el sentido de la lucha, también. Antes odiaban a los cristianos porque estaban aliados con Gadafi mientras él mataba a nuestra gente, pero esta vez esperan que Occidente nos proteja”. “Respetamos al emir (Bin Laden)”, intervino Mahmoud, el de Ciudad Sáder, en buen italiano, “pero sus lugartenientes han convertido a Al Qaeda en una máquina de matar musulmanes. Al Qaeda perdió la posibilidad de convencer a los fieles, y el Islam, un poco de su prestigio y fuerza moral. Ahora lo importante es ganar la libertad”.

La lengua italiana carece del sonido J y era curioso que mi interlocutor, que me invitó a sentarme a tomar el té que preparaba con fuego de soplete sobre la carretera, lo introdujera con sonoridad a mitad de las palabras. Sólo eso resultaba cómico en ese hombre de 40 años, que no era especialmente afable. Pero inspiraba confianza. En su cráneo sin pelo destacaban las cejas tupidas y los ojos, con negras pestañas de camello y mirada directa que hacía sentir que hablaba con verdad.

TRAS LA DUNA, BAJO EL AVIÓN

Eran días de temor porque Gadafi por fin había logrado consolidar sus tropas, los rebeldes retrocedían con rapidez y Ajdabiya estaba en peligro: “Al shabab (los jóvenes) van al combate sin entender nada”, lamentó Mahmoud. Entonces sonó el potente rumor de un bombardero y, como todos los demás, combatientes y mirones, salimos en estampida. Las ametralladoras antiaéreas retumbaban estúpidamente, arrojando metal hacia cualquier rincón del cielo porque los operadores no veían su objetivo. Como no tenía otra idea mejor, seguí a Mahmoud. Saltamos tras una duna y nos dejamos caer sobre la arena. Mi boca se llenó de gránulos. Si la onda de la explosión venía del lado contrario, explicó, tendríamos algún nivel de protección, aunque fuera mínimo. Si no, de todos modos sería casi imposible sobrevivir. El misil cayó a un kilómetro de distancia.

¿O había caído antes de que yo lo percibiera? Cómo saberlo. La confusión era tal que podríamos habernos convertido en polvo sin darnos cuenta. ¿Qué fue primero, el avión o la bomba?

— Si escuchas el avión, ya te salvaste, Mohamed. Las bombas llegan primero, –me instruyó Mahmoud.

— ¿Es así?, –repliqué. –Entonces, ¿por qué corrimos?

— Eso es lo que se dice. ¡Allá tú si quieres quedarte a descubrir que es falso!

Por un momento supuse que tendría un dejà vu, la sensación de que revivía aquel momento, casi cuatro meses y cinco países atrás, en que había empezado mi búsqueda del otro lado del Sahara, también en un paisaje desértico-apocalíptico, atento a la aeronave que cruzaba las alturas. Pero era muy distinto: ahora los del avión querían matarnos, me encontraba en medio de la guerra y los que se levantaban frente a mí no eran oxidados cadáveres de coche, sino los hombres que iban a morir.

Profundamente desorganizados, carentes de estructura de mando, sin táctica ni estrategia, ni algo que se pareciera a un plan, los rebeldes libios confiaban en dios, en la justicia de su causa y en la fuerza de su empuje suicida. El humo de la explosión se alzó decenas de metros, sofocando el viento con cenizas y arena que pronto empezaron a descender sobre nosotros.

No habían herido a nadie, sin embargo. Decenas corrimos hacia el cráter recién creado. Los adolescentes y los adultos, disfrazados de militar o de revolucionario (preferidos eran el estilo Arafat –pañuelo negro y blanco al cuello o sobre la cabeza—, y el estilo Che, de boina calada y barba) con cualquier prenda que hubieran hallado, levantaban metálicos restos del misil, disparaban sus Kalashnikov al aire y celebraban con gritos de “Alá akbar” el evidente milagro de la protección divina.

Mahmoud era muy devoto, pero su experiencia bélica lo forzaba a descreer. No había sido dios, sino algún plan diabólico de Gadafi. “Está jugando con nosotros, juega, juega”, musitaba como única manera de explicarse el mal tino del artillero del avión. “Ya viene Gadafi a destruirnos. Acabará con todo. Con nuestra gente, nos matará a todos. Él tiene la fuerza. Él tiene el poder. Ahí están sus aviones”.

Década y media atrás, este guerrero y sus compañeros del GCIL habían sido aplastados por Gadafi. Años después, con al Qaeda en Irak, fueron incapaces de expulsar al ejército estadounidense y sus aliados. “Nos rebelamos contra la injusticia”, explicó. “Éramos muy jóvenes y a nuestros ojos, los predicadores del emir (Bin Laden) le dieron sentido a nuestra furia, un sentido divino. Que fue rompiéndose en pedazos con cada bomba musulmana que mataba musulmanes. Nosotros enfrentamos a invasores armados, hombres de guerra. Nunca osamos atacar a nuestros hermanos”. Los hombres de Bin Laden, sí. Pero Mahmoud no veía culpabilidad en él: la atribuía a jefes secundarios que no entendían el mensaje del líder. “Los hombres pervierten lo que tocan”, continuó, “pervirtieron a Al Qaeda y dañaron el Islam”.

Ahora, el exyijadista se encontraba en una situación que jamás imaginó: exigir la ayuda de sus antiguos enemigos. Yo lo veía como una vuelta más de la rueda de la fortuna, del juego absurdo de la política global de la violencia: si Estados Unidos se había aliado a Bin Laden y terroristas como él en los 80, para combatir a la Unión Soviética en Afganistán, y después había encontrado en ellos a sus peores adversarios, no resultaba sorprendente lo que le ocurría a Mahmoud. Él no conocía esos antecedentes, sin embargo. Sólo se sentía en un mundo enloquecido en el que había que tener el pragmatismo para resolver las urgencias inmediatas, y el ejército del dictador venía con todo.

“Los occidentales se hicieron ricos vendiéndole armas (a Gadafi) a cambio de nuestro petróleo”, afirmó. Algunos en Europa clamaban que, si las potencias occidentales intervenían, estarían demostrando que sólo les interesaban los recursos energéticos libios. Mahmoud sentía que era exactamente al contrario: “Han tenido todo el combustible que han deseado gracias a Gadafi. Si ahora no vienen a detenerlo, si no entran a salvar al pueblo del genocidio, quedará claro que lo único que les importa es el petróleo. Y entenderé que tenían razón quienes me condenaron por abandonar la Yijad (guerra santa)”.

EN LA FRONTERA CON MI SOMBRA

Días más tarde, el 19 de marzo, después de que el ejército había tomado Ajdabiya y hecho polvo la posición donde yo había bebido té con Mahmoud, aviones franceses barrieron tanques y blindados que avanzaban en columnas de kilómetros de largo, y con los que el gadafismo había llegado a las afueras de Bengasi, dispuesto a arrasarla. Se evitó lo que amenazaba con convertirse en la masacre de una ciudad de un millón de habitantes, una Srebrenica (la ciudad bosnia destruida por los serbios) multiplicada.

Cientos de miles de libios musulmanes salieron a las calles a ondear las banderas azul, blanco y rojo de Francia y Estados Unidos, los mismos países que odian en Gao y otras partes del otro lado del Sahara. También mostraron las enseñas de Gran Bretaña, España y Catar, que también apoyaban la intervención extranjera, y las de los igualmente revolucionarios Egipto y Túnez: las oraciones de los viernes se convirtieron en auténticos actos internacionalistas.

Y si hay alguien que tenga simpatías por Al Qaeda, hoy deben ser más débiles que ayer. No sé si Mahmoud y sus amigos exyijadistas, que imaginaban un México polar, sobrevivieron a la sangrienta toma de Ajdabiya. De estar vivos, supongo que ahora celebrarían la colaboración entre musulmanes y cristianos por la que rezaban y que salvó a su gente del exterminio. Y me pregunto qué sentirían, en cambio, si conocieran el penar de los tuaregs y otros pueblos, estrangulados por la cuádruple pinza que forman las potencias cristianas y los gobiernos musulmanes de la región, los católicos narcotraficantes latinoamericanos y los salafistas de AQMI: otro acto de (involuntaria) cooperación inter-religiosa, esta vez con signo fatal.

Tal vez concluirían que la maldad no es exclusiva de una fe u otra. En la tierra de nadie donde mi búsqueda empezó, marroquíes y mauritanos se enseñan los dientes y las bayonetas, después de haber colaborado para aplastar a los sajaráuis, los indígenas del Sahara Occidental que todavía luchan por su independencia. Y todos ellos son musulmanes. Pero quienes les compran los recursos naturales y les venden las armas son poderosas naciones cristianas. Las mismas cuyos más influyentes medios de comunicación presentan a la pobre gente del desierto como terroristas en potencia y candidatos al caos sin remedio.

Un caos que en buena medida está siendo provocado por los juegos megalomaníacos de Francia, Estados Unidos y sus aliados regionales, a quienes les conviene exagerar la popularidad de Al Qaeda para justificar sus actos (hasta Gadafi utiliza el fantasma de Al Qaeda para desprestigiar a los rebeldes). Las mismas acciones que pueden convencer a algunos de abrazar el terrorismo: es un círculo vicioso artificial.

“Con mis piernas es suficiente”, le dije al conductor de un taxi mientras atravesaba los dos kilómetros que hay que caminar del puesto libio al final del egipcio. Estaban asfaltados, no tenían dunas ni minas explosivas, al contrario de aquella inhóspita frontera que había cruzado al principio de la travesía. Cientos de refugiados africanos estaban empantanados entre ambos países, sin poder avanzar ni querer regresar a la guerra.

Yo sí podía salir de ahí. Y no tenía más motivos para quedarme. Las jorobas de mi sombra se encogían hacia mis botas, como si el calor derritiese las mochilas que reposaban sobre espalda y pecho. Sentía en el cabello el peso de arenas de varios extremos del mayor desierto del mundo. Y en mi interior, burbujeaba la indignación del que ha visto la mentira, y a los mentirosos seguir mintiendo: en los países de Occidente, la verdad oficial transmitida por televisión seguirá siendo que los pueblos del Sahara –los que sufren más que nadie la presencia de los terroristas— esconden y fortalecen a Al Qaeda.

Pero la brisa salada del Mediterráneo, el cercano mar cuyo aroma me acariciaba aunque no alcanzara a ver sus volátiles espumas, me refrescó con otras imágenes que se abrieron paso con suavidad en mi mente: las historias de Shindouk, el tuareg, plenas de sentido común; el ecumenismo de Oumar, en el puerto de Diré, y del viejo cura copto con su médico musulmán, en Tahrir; el candor de “El Charro Francés” que puso a los nómadas a bailar Guantanamera; la convicente mirada de Mahmoud, el exyijadista, que fue capaz de reconocer sus errores y reconducir su lucha; y las nobles atenciones de Sidiki, el maliense animista que cuidó mi malaria en Mopti.

Son grandes derrotas de la mentira –pensé mientras me subía al coche de unos beduinos, que cortésmente ofrecieron acercarme a El Salum, el primer pueblo en Egipto—. Evidencias de que la verdad no ha renunciado a vivir entre nosotros.

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