Columna “Fronteras Abiertas” en National Geographic Traveler (julio 2009)
La policía de algunos países puede resultar más problemática que útil.
Témoris Grecko
No creo que se me pudiera acusar de prejuicioso por desconfiar cuando ese policía nos detuvo, en una carretera solitaria en medio de la nada, poco después de haber entrado en Kenia. No era porque se tratara de un hombre de casi dos metros con un fusil automático y sin más símbolos de autoridad que una boina verde con un escudo que podría haber comprado en cualquier mercado de África. O no sólo por eso: era porque las historias que había escuchado sobre las fuerzas de seguridad de ese país empezaban con episodios de corrupción y llegaban hasta el secuestro.
Además, el agente mostró un ominoso interés en mí: pidió nuestros pasaportes, miró el de Italia, el de Gran Bretaña, y cuando vio el mexicano, se detuvo en él, lo hojeó velozmente, revisó algunos sellos y miró hacia dentro de la camioneta. “¿Quién es el de México?”, soltó con sonido grave. No culpo a mis amigos, que venían en los asientos delanteros, por hacerse a un lado y señalar nerviosamente hacia atrás. No podían hacer otra cosa. Era a mí a quien le tocaba decir “yo”. Me salió un hilillo de voz, apenas audible…
Uno de los problemas que encuentra el viajero independiente es la policía y/o los militares. Debería ser al revés, dado que el visitante es una fuente de ingresos que el país necesita y al mismo tiempo, está en situación de mayor vulnerabilidad por no ser del lugar. Pero los ministerios de turismo no suelen tener suficiente influencia sobre los de seguridad, para quienes los extranjeros suelen ser –de acuerdo con el nivel de paranoia nacional– desde fuente potencial de problemas o traficantes ilegales hasta espías enemigos y terroristas. Además, de todos modos, no hay problema en abusar de ellos, porque ni votan ni se van a quedar a meterse en un pantanoso proceso legal contra nadie.
Un ejemplo está en la serie de casos relacionados con la fiebre de pánico a la influenza A, que motivó una serie de vejaciones contra viajeros mexicanos en diversos países, de manera destacada China: más de 130 personas que no presentaban síntomas ni habían podido estar en contacto con el virus, ya que habían salido de México antes de su aparición, fueron aisladas, maltratadas e incluso presentadas ante las cámaras de televisión, que difundieron sus imágenes como las de criminales.
Por las misma fechas, yo pasé por otra situación que también usaré como muestra: en un café internet de Bishkek, la capital del país centroasiático de Kirguistán, me robaron la mochila con mi Macbook (nueva), celular, gafas, dos tarjetas bancarias y otras cosas. En todo el mundo, esos sitios son escenarios frecuentes de hurto y cualquier viajero debe tener en ellos más cuidado que el que tuve yo. Y prudencia: como medida de presión para que me regresaran las cosas, amenacé con llamar a la policía. Alguien lo hizo por mí. Y sucede que ante los ojos de los agentes kirguises, un extranjero es una oportunidad de negocio ante la cual se convierten en admirables emprendedores.
Me llevaron a una estación de policía, ubicada en un sótano con celdas que me hizo sentir pena por los desaparecidos de los tiempos en que estas tierras eran parte de la Unión Soviética. Una vez ahí, perdieron todo interés en los detalles del robo y se preocuparon por los de mi viaje: revisaron mi pasaporte en busca de evidencia de malos pasos, después se fueron sobre mi guía de viajes de Asia Central y, cuando encontraron un mapa de la región, me lo mostraron como si probara mi culpabilidad: “Karta! Karta!” (¡mapa, mapa!), gritaban en ruso. No les funcionó, pero hallaron otro de Bishkek con dos marcas que hice en color fluorescente. Los señalaron indignados. ¿Edificios gubernamentales para poner bombas? “Hoteles”, respondí, “en ése dormí ayer y en este otro dormiré hoy” (si lograba salir de ahí). Después quisieron que comprobara que era dueño de mi cámara fotográfica.
Eso ya era más complicado porque no viajo con la factura de cada cosa que porto. Y porque ellos no sabían que en el estuche también traía una cámara de video. No quería que la vieran porque entonces podían sospechar algo terrible: peor que de agente de la CIA o militante de al-Qaeda, podrían acusarme de ser un peligroso periodista.
Tenía que escapar. Y la oportunidad me la dio un policía recién llegado que se presentó diciendo “I speak English”. Lo hablaba muy mal, en realidad. Pero yo le dije lo contrario, y que era un tipo mucho mejor preparado que sus compañeros, un modelo de oficial, con quien estaba encantado de hablar porque él podia ayudarme a hacerles entender a los otros que me urgía irme para llegar a una cita en 15 minutos, con el embajador de México, quien me esperaba para ayudarme a cancelar mis tarjetas…
Fue un éxito más para el Servicio Exterior de mi país. No hay un solo diplomático mexicano en toda Asia Central y el más cercano estaba en Irán, a miles de kilómetros, pero estos detectives de caja de cereal no lo sabían y el truco funcionó.
Claro que no todos los policías de todos los países son un problema. En algunos lugares, les han podido explicar la relación turismo-ingresos-presupuesto con sus salarios y son serviciales y atentos. Además debo admitir que a veces, el prejuicio sí me gana. Como ese día en Kenia, cuando el agente preguntaba por mí. Como no escuchó mi débil “yo”, tuve que sacar la cabeza por la ventana. El tipo se veía muy, muy serio. Pero cambió en un instante: su rostro oscuro se pobló de dientes blancos en una gran sonrisa, tomó mi mano con entusiasmo y dijo: “¡Nunca había visto a un mexicano! ¡Es un placer conocerte!”
Me mostró entonces su cartera: donde otros atesoran una foto de la novia o la hija, él guardaba la de Hugo Sánchez.